Serge Daney, el mejor crítico de la historia del cine, escribió un texto maravilloso sobre Le Pont du Nord. Lo comparto por aquí. A Daney le podemos ver haciendo un cameo como uno de los asistentes a la última representación teatral de L'Amour par terre.
"Jacques Rivette, Le Pont du nord
Bulle y Pascale van en barco por París (o en Ailleurs-les-Oies). Para coreografiar bien estas «locuras Ogier», Rivette debe conseguir su regreso. Está hecho.
Por comodidad, decimos: voy a ver una película. A menudo, no vemos más que dos o tres imágenes flotando en la nada, pubs vergonzosos, spots estirados, pero eso no hace nada, decimos: he visto una película. Fuerza cotidiana, empresa fatal de un un. A veces, vemos verdaderamente una película, algo que no se parece a nada conocido. Le Pont du Nord por ejemplo. Y ahí, si somos honestos (y menos esclavos de un “un”) diremos: he visto películas, o: he visto cine. Matiz.
Tomo un ejemplo. Hacia el final de Le Pont du Nord, las dos Ogier deambulan por el final de una vía de tren. Mientras que Marie (Bulle) soliloquia, Baptiste (Pascale) se tumba en el suelo y pega su oreja a la vía. Ligera euforia en la sala, gag cinéfilo, flash: hemos visto ya esta imagen, la hemos visto cien veces, pero la hemos visto en otra parte: en los westerns. Es la situación clásica del justiciero solitario perdido en una tierra extraña y donde un pico blanco parece volverse útil y lo seguimos con la obstinación lenta de un Rantanplan con Lucky Luke o John Derek en un western de Ray (en Run for Cover, para ser exactos).
Salvo que con Rivette, es más que un gag, y dan ganas entonces de volver a ver Le Pont du Nord desde el principio, como un western. La película se deja hacer: la ciudad de hormigón y de herrumbres es como un desierto (no encontramos a nadie), los indios (los Max) están por todas partes, hay refugios para la noche, pequeños oasis, una carta, una brújula, combates singulares. Es preciso acabar con una vieja historia rancia, y soñar con reposarla –después.
¿Caída o baile?
No es más que un ejemplo. Le Pont du Nord es también un thriller político con la caída de la mujer y el decorado urbano, un documental sobre el estado de París en 1981, un viejo film moderno a base de relatos incompletos e indecidibles, tipo París nos pertenece, una metáfora moderna de mitos antiguos con un hilo de Ariadna y un Minotauro, etc. Estos no son “niveles de lectura”, son películas que hay que ver y escuchar al mismo tiempo. ¿Un film, Le Pont du Nord? ¡Entonces claro! Es necesario verla como un deslice (nervioso) del dedo por un transistor para captar las n radios libres. Libre, la película lo es, Rivette es la antena y nosotros el transistor.
Es por eso que sería un fracaso tratar de resumir el guión de Le Pont du Nord. Bajo el pretexto de que las dos heroínas vengan de ninguna parte, e hierren por un París filmado como nunca (¡qué bella ciudad!), bajo pretexto de que la película no se haya filmado en Ailleurs-les-Oies y que tenga algo que ver con el terrorismo, una lista negra y mucha paranoia, nos inclinaríamos rápidamente bajo el lado de la alegoría o de la Mayúscula simbolizante. No, es preciso terminar con la obra abierta y la laguna bien elegante y bien del tipo (está un poco usado- por el momento) y hablar de otro modo de la película. No partir del guión.
Hay una buena razón. El cine de Rivette cuenta siempre la misma historia: cómo olvidar el guión. Aquí, una precisión: el Guión, son muchas cosas. Es esta cosa religada y tapada en la máquina, donde es preciso escribir para convencernos con un Anticipo bajo ingresos o tranquilizar a los financiadores. Es esta fatalidad que hace que cada generación se declare en un momento como “generación perdida” (por ejemplo la de los terroristas, los políticos y estéticos, pre- y post-sesentayocho, de las que los rostros de Bulle Ogier y Pierre Clémenti encarnan de forma casi documental, hasta en la crispación, el tic o el bobalicolismo). Un guión, son también los cortacircuitos obsesivos, los rituales minúsculos donde siempre pasamos por la experiencia en la vida y que forman los automatismos del cine, su red, de algún modo. Una mirada debe reencontrar un objeto, es un guión, una bala debe atravesar un cuerpo, siendo otro, una frase debe tener una caída, es normal. Todo guión es el relato de una caída.
Es por eso que, mientras que se trata de un momento de euforia soberbiamente filmado, la escena final entre Stévenin y Pascale Ogier, la lección de kárate sobre el Puente del Norte, habla un poco de la verdad de la película. ¿Y si las miradas, las balas, las palabras no llevan nada? ¿Y si no hubiera otra cosa que el baile? ¿Y si solamente el baile –“la pasión de ser otro”-pudiera hacer olvidar el Guión? ¿Y si Rivette (solo, o casi en el cine francés) fuera un coreógrafo retirado? Hablar de Le Pont du nord como de una comedia musical –las “locuras Ogier” o “Parano in Paris”-, es, ya, mejor.
Diremos: pero el Guión, él, no os olvida. Ciertamente. No olvida a Marie Lafée, que muere bestialmente en un viraje después de haber quitado a su asesino los bellos “documentos” (¿cuáles, justamente? Una carta de París con un ojo guiñado debajo: ¡aún un guión, con 63 líneas!). No olvida tampoco Rivette que tiene necesidad, como nosotros tenemos necesidad de un polo negativo, de una trampa que evitar, de una amenaza de la que escapar, de un mal Norte. De la errancia de las Ogier.
El regreso a París
Olvidar el guión, frustrar su fatalidad, bailar para encontrarlo, es ya una vieja historia, la del cine moderno, la de Rivette. En eso Le Pont du Nord es, hoy en día, el último episodio, el más feliz también. Recapitulemos. Había comenzado con un guión paranoico a lo Lang (Paris nous appartient), seguido de un guión de persecución donde la víctima sometida era una mujer (La Religieuse). Después, a partir de L´Amour fou, y de su dispositivo-trampa, puesto en relieve por la idea misma de guión a medida que Rivette se consagraba a la troupe de sus actores (Ogier, Berto, Karagheuz, etc). De Céline y Julie en su barco a la sociedad de las amazonas de Noroît, el periodo más experimental de su obra corresponde al proyecto inacabado de “Les filles du feu”. De cara a un guión más o menos hipócritamente impuesto por los hombres (historias de sociedades secretas, juegos de pistas, trampas), las mujeres responden inventando una forma ¡aún más aleatoria de jugar! Un juego a ellas mismas, después un juego entre ellas, irrecuperable, paródico y excesivo. Rivette ha conseguido un poco de alas.
Es por ello que Le Pont du Nord marca, en el doble sentido del término, el regreso de Rivette. Regreso al circuito del cine, regreso sobre sus pasos. Regreso y nueva salida. Ya que hay una diferencia de escala. Hasta aquí, Rivette no se interesaba más que por lo que podía suceder entre personajes de una misma edad. En historias de alianzas y de sectas, entonces. Con Le Pont du Nord, por primera vez, se aventura a la descripción de dos generaciones. Sus actrices han envejecido, podrían tener hijos, los tienen en otra parte, y grandes. De ahí Bulle y Pascale. Una generación no está perdida mientras que no sepa contar su historia a la que le sigue. Ella está a salvo cuando sabe que no sabe. Entre Marie Lafée y Baptiste, el tiempo ha cruzado un divertido agujero. La cámara de Rivette (y la de William Lubtchansky) se vuelve etnográfica, un poco rouchiana, sensible a esas dos formas de hablar, de pensar, de moverse, de tener frío o de sentarse en el suelo, de jugar y de ausentarse del juego. Es preciso ver a Baptiste escuchar con una gravedad benévola los soliloquios de Marie, y a Marie lanzar una mirada a las promesas de la Baptiste karateka. Hablar de incomunicación es decir demasiado. “A cada una su truco” sería más justo: a ti la voz, a mí el cuerpo y un mismo espacio para desplazarnos las dos, un mismo film para jugar.
No le está reservado a todo el mundo el poder hacer dos veces una primera película. Es un lujo que se paga con travesías por el desierto y una lista negra. Como Marie Lafée, Rivette podría decir: ¡pero siempre he estado vivo! Le Pont du nord prueba que él también está muy vivo. El año pasado, Godard decía muy contento haber hecho –con Sauve qui peut (la vie)- una primera película por segunda vez, es decir, para una segunda generación de espectadores. Veinte años después, Rohmer decía, también, que después de los años es estudio y de las películas de vestuario, había encontrado la necesidad de bajar de nuevo a la calle para ver si París había cambiado. Eso había dado lugar a La Femme de l´aviateur. Cito a gente de la Nouvelle vague. Deliberadamente. Son los únicos, hoy en día, que llevan los trazos de nuestro pasado reciente, de veinte años de aventuras en y por el cine. Después de un periodo de repliegue experimental, no habiendo perdido nada de su independencia, vuelven a pasar por la casilla de salida, por París, por este París ficticio y documental que fue el teatro de sus comienzos. El juego del ojo recomienza. La amnesia es imposible pero el duelo ha concluido: los rugosos años setenta están lejos.
Le Pont du Nord vuelve sobre un modo menor lo que Rivette había hecho tomándoselo muy en serio. ¿Las dificultades entre el guión de los hombres y el cuerpo de las mujeres? Un enigma y un baile, nada más. Jean-Claude Biette decía recientemente que La tragedia de un hombre ridículo era la primera película italiana desde la muerte de Pasolini. Diré voluntariamente que Le Pont du Nord es la primera película francesa de los años ochenta, en Francia.
Libération, 23 de marzo de 1982"