Respuesta: Jean RENOIR
(
La règle du jeu, 1939)
Qué razón tenía/tiene mi padre. Uno de los tantos consejos que siempre me da es que una peli nunca debo dejarla a la mitad e irme pues puede que la parte que me salte es la que te hace cambiar por completo la opinión. Y vaya si tiene razón.
Tengo que confesar que la película, al principio, me estaba provocando cierto tedio, no estaba conectando conmigo. Lo que salía estaba bien pero no lograba pillarle el punto ese necesario para querer quedarme a verla hasta el final pero recordando esto que me dice siempre mi querido padre me he quedado hasta el final. Cuan agradecido estoy. Me hubiese fustigado en la plaza pública de haberme perdido este maravilloso título. Una cosa está clara: la película gana a cada minuto avanzado y no tiene parangón hasta que llega el clásico fin.
Jean Renoir se basa en
Les caprices de Marianne, una obra de teatro de Alfred de Musset. En su película, aunque en los títulos de crédito iniciales indica, más o menos, que no es una crítica de la alta sociedad / burguesía del momento, desde luego, por mucho que él no lo quiera así es. Por otra parte, su descripción / crítica es del todo increíble, sin dejarse nada al azar. Y aún siendo una pormenorizada descripción de la vida y milagros de los ricos del lugar, la historia se centra en el extraño, complejo y fascinante mundo del amor, el cual no tiene rango. Renoir nos plasma, con todo lujo de detalles, como tanto en el mundo de los dueños y sirvientes, este elemento tan crucial tiene vida y da forma a una historia divertida, emotiva, repleta de mini historias que darán pie a un conjunto mayor y con un gran número de personajes, a cual más interesante.
En la parte de los ricos tenemos por un lado la historia de amor entre un aviador, héroe local, y la señora del lugar (un Roland Toutain correcto y una Nora Gregor, tan sofisticada como repleta de dudas), luego está la historia del esposo de la señora y su amante (un enorme Marcel Dalio, donde su sofisticación, educación y compostura no tiene igual y una Mila Parély un tanto desdibujada, no por el personaje en sí sino por el poco metraje que tiene) y en medio de todos ellos está Octave, el personaje que interpreta el propio Jean Renoir, que será, por así decirlo, el hilo que une todas las historias, un mindundi sin oficio ni beneficio que está completamente enamorado de la señora pero que cederá a los deseos de su amigo, el aviador (con un resultado impredecible e hipócrita al mismo tiempo) y que deja que su vida tenga cierto sentido siendo el intermediario de las aventuras amorosas de los demás.
Y por la parte de los sirvientes tenemos la historia de la doncella de la señora, Lisette (una pizpireta Paulette Dubost), casada con el encargado de la finca, Schumacher (un Gaston Modot impagable, con un carácter celoso in extremis), que tendrá un pequeño afaire con Marceau (el mejor secundario de toda la película: Julien Carette. Un roba escenas de cuidado y un magnífico cómico natural).
Renoir tiene un estilo cinematográfico de cámara rápida (no hay ni un sólo momento donde no está quieta, haciendo las escenas intimistas muy amenas, sobre todo una vez entrados ya en situación, y los momentos rápidos, los cuales contienen una acción muy cómica, casi de cine mudo - podría percibirse cierto tono slapstick), con un guión muy bien pensado y plasmado, dando incapié en las emociones - sentimientos de los personajes, dejándose llevar por la melancolía del amor, junto con sus idas y venidas. Una fotografía muy natural (sobre todo en lo que respecta a los espacios abiertos), con una iluminación preciosa, dotando a las estancias de ese estado tan cómodo.
Un título que plasma los deseos ocultos, los amores y engaños, las falsas promesas siempre manteniendo la hipócrita compostura en un mundo donde el guardar las apariencias y los buenos modales son el todo para una sociedad encorsetada (tan sólo hace falta mirar el resultado final para ver que todo sigue igual, que no hay nada que pueda entorpecer ni mancillar su estatus ni su situación). Como aún guardando una extrema distancia entre la servidumbre y los amos todos son iguales, con los mismos motivos y los mismos deseos. Repleta de grandes momentos y un cúmulo de divertidas escenas (sobre todo las que tienen lugar Gaston y Carette, con esa persecución desenfrenada con tiros incluídos) hacen de esta crítica oculta un gratísimo descubrimiento que deja un poso imborrable y que se convierte en un clásico por derecho propio.