Catalunya, juguete roto
Manifestación fuera del Parlament este martes
La clase dirigente catalana ha actuado con una tremenda irresponsabilidad en el proceso: ha excitado a la gente, les ha dicho que la independencia estaba “a tocar” y que incluso sería pan comido. Les engañaron desde el principio.
Empezando por Artur Mas y acabando por Carles Puigdemont. Ellos son los principales responsables del bloqueo institucional y político. La historia será implacables con ambos.
Mas porque, en el pleno tras la sentencia del Estatut, apostó por “un nuevo camino sin límites” en alusión al derecho a decidir pero “evitando al máximo las fracturas sociales dentro de Catalunya”. Era plenamente consciente del riesgo.
Nadie puede negar ahora, ni siquiera él mismo, que hay fractura social en Catalunya. La sociedad catalana se ha dividido en dos bloques impermeables. Y lo que es peor: irreconciliables. Gracias, Artur.
Mientras que Puigdemont continua vivendo en su mundo: que él critique a los gobiernos que se “saltan la ley”, que hable de “golpe de estado” o exija respeto al “estado de derecho” ya no entra en el ámbito de la política sino de la psicología o incluso de la psiquiatría. El expresidente se ha convertido en
un caso clínico
La realidad es que, tras dar esperanzas a sus seguidores a través de las redes sociales, ni siquiera se ha atrevido a moverse de Bruselas. Incluso a pesar de lo que prometió en campaña. De esto no ha dicho ni una palabra en su mensaje desde la capital belga. Diga lo que diga, Puigdemont no piensa en Catalunya: piensa en él.
Pero hay que ser claros: no ha sido sólo la clase política dirigente -la soberanista al menos- la que nos ha llevado hasta aquí sino la clase dirigente en general: líderes de opinión, tertulianos, intelectuales, algunos empresarios e incuso medios de comunicación públicos y privados.
El exconsejero con Pasqual Maragall Josep Maria Vallés afirmaba este martes en una entrevista en la contraportada de La Vanguardia que,
para ser independientes, se precisaban tres condiciones: “una mayoría social incuestionable”, el “apoyo incondicional de una gran potencia” y la capacidad de “asumir grandes sacrificios materiales y humanos”. Ninguna se cumplió.
¿Pero ustedes creen que no lo sabían? Sabían perfectamente que si no era imposible era mucho más difícil de lo que decían en público. Por intereses personales y económicos -más que por convicciones ideológicas- prefirieron callar, mirar hacia otro lado o simplemente no decir la verdad.
Los que tienen la paciencia de leerme ya saben que he afirmado con frecuencia que
las revoluciones las hacen los descamisados, los hambrientos, los que no tienen nada que perder. No gente con segunda residencia en la Cerdanya o el Empordà.
Cataluña es, en estos momentos, un juguete roto por una clase dirigente que apretó el acelerador pensando que así podría mandar siempre. Costará mucho reparar el daño causado. Quizá incluso un par de generaciones. Y que no vaya a peor. Esto sí que lo tenemos a tocar.
Catalunya, juguete roto