Antes pensaba que celebrar un
referéndum sobre la independencia de Cataluña podía ser la solución al conflicto en esta esquina de España. Que los independentistas y los constitucionalistas hagan campaña, pensaba. Que se impliquen, que informen, que ofrezcan motivos a favor de una cosa y de la otra, y que los catalanes expresen su parecer en una votación. ¿No es eso la democracia?, me preguntaba. Ahora pienso que no.
Mi principal motivo para pensar así no era un amor idealista por la democracia directa, sino puro pragmatismo. Estábamos en el verano de 2017 y el independentismo parecía
decidido a celebrar su referéndum por las buenas o por las malas. Mariano Rajoy hacía de convidado de piedra. Yo pensaba,
así lo escribí en este diario, que un referéndum en Cataluña no solo era una reclamación legítima sino que
podía ser la solución.
Cambiar de idea no es fácil. Recuerdo una conversación con
Miquel Iceta por aquel entonces. Me sorprendía que una persona tan abierta se mostrara tan tajante en contra del asunto. Sus argumentos no me convencían. Me decía
Iceta que el referéndum era una
excusa de los independentistas. Es decir: si saliera que no, propondrían otro. Escocia y Quebec le daban la razón, pero para mí los motivos a favor seguían prevaleciendo. ¿No deberíamos escuchar a la sociedad catalana igualmente? ¿No se podría pactar que no se repita la consulta hasta dentro de equis años? ¿Es miedo lo que hay tras sus palabras, señor Iceta?
Recuerdo también la impresión que me dejaron en aquella época un
artículo de José Antonio Zarzalejos y un monólogo de Carlos Alsina. Ofrecían un motivo distinto en contra, y esta vez me resultaba más difícil de contrargumentar. Señalaban que la
soberanía, tal como pone en la Constitución,
recae en el pueblo español. Esto va mucho más allá de una línea escrita en un código. Dado que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos,
ninguna región puede imponer su voluntad al resto. Un referéndum de este tipo tendría que celebrarse, en todo caso,
en todo el territorio nacional.
La
igualdad de los españoles es algo que los independentistas se toman a chufla, pero yo no. Contra lo que piensan los populistas, la democracia no se basa en el hecho de votar (también se votaba con Franco o con Lenin), sino en unas instituciones y unas leyes que garanticen que el voto es libre y que el proceso es determinante. Los independentistas no se han molestado en discutir el tema de la soberanía española. Para ellos es una imposición, una religión patriótica, y despachan de un plumazo una cuestión de igualdad.
Sin embargo, discutía para mis adentros con Zarzalejos, Alsina y tantos otros,
el referéndum no tendría por qué ser vinculante. Una consulta sin más efecto que saber lo que piensan los catalanes no es anticonstitucional. De esta forma, la soberanía de los españoles se mantendría intacta, nadie vería pisoteados sus derechos, y el Estado podría ofrecer a los catalanes una vía de expresión. Sería un primer paso para salir del atolladero. Así es como lo escribí.
Tras las
sesiones de septiembre de 2017 del Parlament, a las que asistí perplejo, me quedó claro que la invocación de la democracia que hacían los secesionistas era un cuento, un discurso vacío. Después, cuando los escuchaba decir mil veces que el resultado de esa estafa del 1 de octubre los legitimaba, cuando tomaron el camino unilateral, me quedó claro que pactar un referéndum con ellos podía ser una trampa. Y aun así, todavía no había cambiado de idea. Pero entonces empecé a estudiarme el
Brexit.
Han pasado tres años de la votación británica y dos del 1 de octubre. La sociedad catalana ha terminado de
partirse en dos. Tras la sentencia,
ha estallado el vandalismo en las calles sin que nadie se detenga a
leer el texto del Supremo, y hoy hay menos personas dispuestas a cambiar de idea de las que había en 2017, que ya es decir. Mientras unos arrojan bolsas de basura a la sede del PSC en Reus, otros piden más porrazos. La sola idea de someter a referéndum un asunto tan trascendental me pone ahora los pelos de punta.
¿Por qué? ¿Qué me ha hecho cambiar de idea exactamente? Tocqueville escribe en 'La democracia en América' sobre el peligro de una sociedad que
toma decisiones sometida a la propaganda. Ortega sugiere en 'La rebelión de las masas' los límites de la democracia participativa. Thompson estudia cómo se ha destruido el lenguaje político en 'Sin palabras'. Haidt señala en 'La mente de los justos' que estamos diseñados para agruparnos y decidir, más todavía en momentos de incertidumbre extrema, gobernados por la emoción.
Este último autor explica un experimento. Los investigadores dividieron a personas heterogéneas en dos grupos lanzando una moneda al aire. Unos tenían en común que había salido cara, y otros que había salido cruz. Les hicieron preguntas, utilizaron dinámicas, y los investigadores descubrieron que la división no solo era evidente, sino que era radical. El mero azar había trazado dos países, dos credos, dos políticas irreconciliables.
En otros experimentos se agrupaba a gente por su día de nacimiento, o se les mostraba una imagen de una mano recibiendo un pinchazo y se les informaba de cuál era la religión del pinchado. Adivinad: los marcadores neurológicos del sujeto experimental se volvían locos si le decían que estaban pinchando a un creyente de su misma religión, pero se mantenían estables en la indiferencia si pinchaban a 'otro'.
Quiero decir con esto que desde 2017 he pensado mucho en lo que significa la
polarización visceral, y sobre los límites emocionales de la democracia, que llegan al máximo cuando lo que se propone no es votar entre un montón de partidos políticos sino dirimir un asunto trascendental en una pregunta de sí o no. Hoy sabemos que elegir entre muchas opciones fomenta hasta cierto punto el pensamiento crítico, la decisión consciente, mientras que elegir entre 'nosotros' y 'ellos' fomenta solamente el fanatismo, el gregarismo y el impulso emocional.
Hoy creo que el mayor problema de Cataluña no es dirimir su pertenencia o no a España, sino la
división interna. Es decir: me preocupa más el odio de unos catalanes contra otros que el marco territorial. Las preguntas con dos opciones son una solución nefasta para una sociedad dividida por las vísceras. Lo vimos en el Brexit: los británicos votaron de manera irreflexiva, desinformados sobre las complicadísimas consecuencias de salir de la Unión Europea, gobernados por emociones nada cívicas. ¿Hubiera sido posible que votaran de otra forma? No, porque cualquier pregunta cuyas respuestas sean apelaciones a la identidad es una trampa.
No me fío de nosotros. Así de claro. Creo que estamos demasiado calientes para tomar una decisión como esta. Un referéndum que pregunte, con la fórmula que sea, si eres más catalán o más español, me parece hoy la
forma perfecta de empeorar la situación. Lo que necesita Cataluña no es lanzar una moneda al aire, sino políticas que recuerden a las dos mitades qué es lo que tienen en común. Mientras no seamos capaces de ver al otro sin escupirle en la cara, no le veo el sentido a una pregunta tan trascendental.
JUAN SOTO IVARS
Elegir entre muchas opciones fomenta hasta cierto punto el pensamiento crítico, mientras que elegir entre 'nosotros' y 'ellos' fomenta solamente el fanatismo y el impulso emocional
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