La herramienta básica para ese terror bi-comunista fueron las Patrullas de Control, formadas por la CCMA pero sobre la base de los Cuadrs de defensa de la CNT. Según Jordi Albertí en El silencio de las campanas, hubo 200 comités de milicias y patrullas de control en toda Cataluña. Barraycoa da su organigrama e incluso un esquema en catalán (tal vez de la Generalidad) de la compleja estructura de las patrullas en Barcelona. Su sede estaba en Gran Vía de las Corts Catalanas, 617.
....................
El 2 de agosto de 1936 se crea con 700 patrulleros el Departamento, que insistimos actuaba ya como Comités de Barrio a partir de los Cuadros de Defensa de la CNT. En abril de 1937, antes de la guerra civil entre comunistas, ya eran 1.300 solo en Barcelona. Y el POUM tenía 400 solamente en Lérida, actuando con el nombre de Brigada Social, desde el comienzo de la guerra. El tribunal revolucionario en Lérida lo presidía Josep Laroca, "El Manco", un sádico semianalfabeto cuyo "juzgado" ornaban un enorme paño rojo y una calavera en la mesa del juez, que era, naturalmente, "El Manco". Su gran hazaña fue condenar al alcalde Joan Rovira por haber permitido la Cabalgata de los Reyes Magos, fiesta de la chiquillería pero reaccionaria. No se permitía defensa: "El tribunal ha deliberado y considerándolo un enemigo del pueblo trabajador ha acordado condenarle a ser fusilado esta misma noche". Y con él, otros siete. Al día siguiente, diez más. El 1 de agosto, veintidós. Nadie diría leyendo al Gorkin maduro que en Lérida, predio del POUM, se ejercía la justicia revolucionaria con tan pocas luces. Pero es que el Gorkin de 1936 llamaba a sus camaradas del POUM a no ir al frente y quedarse en la retaguardia haciendo la revolución... sin peligro.
Las patrullas no eran incontroladas, sino controladoras, y tampoco iban zaparrastrosas, como recién llegadas del fango laboral de Germinal. Vestían uniforme de cazadora de cuero con cremallera, pantalones de pana, gorra miliciana y pañuelo rojo y negro, los colores de la CNT. Cobraban muy buenos sueldos - en Gerona, 50 pesetas diarias, cinco veces el sueldo de un soldado, que ya se consideraba alto; el jornal del campo era de tres o cuatro pesetas -, amén de lo que se quedasen de lo robado a los asesinados. Tenían una credencial acreditativa y lucían una insignia de la Generalidad, prueba de la total identificación de Companys con las patrullas de control.
Nunca hubo freno o control del terror por parte de la Generalidad, que amparaba legalmente en Barcelona lo que lamentaba ante Madrid. Por otra parte, los comités o patrullas, desde que se disolvió el ejército y se depuró o huyó un buen número de oficiales y guardias, obedecían al CCMA solo cuando les parecía que les daba aún más poder, no cuando una Generalidad burguesa se lo quitaba. La ERC tenía su propio centro de detención y tortura, pero Companys, como prueba su decreto para personarse en los juicios militares, tenía especial predilección, rodeado de algunos militares de su cuerda, por firmar las ejecuciones de los militares comprometidos en el alzamiento, o de eclesiásticos como Irurita, obispo de Barcelona, que había pedido que le conmutaran a él esa pena tras el golpe de 1934, o de mujeres que despertaban en él un instinto sádico: fue el caso de Sara Jordá.
Sucedió en 1938, la guerra ya estaba perdida y Azaña, aunque tarde, hablaba de "paz, piedad y perdón". Jordá había sido denunciada por ayudar a huir a Francia a los perseguidos por el terror, entonces ya estalinista pero siempre con el paraguas legal de la Generalidad. Era un caso de humanidad evidente, sin relevancia militar, y el cónsul británico le pidió expresamente que no firmara la sentencia de muerte. Pero Companys contestó: "Para los traidores no hay piedad", la firmó y fue fusilada.
Las últimas víctimas de Companys, fusiladas en Montjuich en agosto de 1938 fueron sesenta y cuatro, "entre ellas seis mujeres en avanzado estado de gestación". (Francisco Gutiérrez Latorre, La república del crimen; cit. en Barraycoa, 2016). Lo de matar embarazadas no impedía el celo revolucionario. Hay casos como el de Carmen Clapés, de Vilobí (Gerona), con una niña de tres años y embarazada, que se empeñó en acompañar a su marido Vicenç Cornellá cuando una patrulla se lo llevaba "a declarar". Mataron a los dos.
Sara Jordá, que no tendrá una calle a su nombre, fue, sin embargo, fusilada tras un juicio, algo poco frecuente; y sin encarnizamiento ante la plebe, algo más que frecuente en condenados tras un juicio con visos de legalidad. Fue el caso de cuatro oficiales en el Campo de la Bota, el 23 de septiembre de 1936. Según cuenta en Las catacumbas de la radio Domingo de Fuenmayor:
Hombres y mujeres, gente madura y mozalbetes de catorce años, con fusiles, pistolas, carabinas y navajas, se adelantaron al encuentro de las nuevas víctimas, las atraparon y sin formación de cuadro, sin ni siquiera una parodia de formalidad en el supremo trance, acribilló, despedazó en un instante a los cuatro caballeros oficiales.
Esa gran máquina de terror, perfectamente comparable a la de Lenin y Dzerzhinski, consiguió el letal resultado que solo una larga preparación hacía posible. Entre el 18 de julio de 1936 y el mes de septiembre fueron asesinadas 4.682 personas, según Barraycoa, número que acepta Federica Montseny en Anarcosindicalismo y revolución en España (1930-1937):
Es posible que nuestra victoria haya significado la muerte violenta de cuatro o cinco mil ciudadanos de Cataluña, catalogados como hombres de derechas, vinculados a la reacción política o a la reacción eclesiástica.
o. cit., págs 460-462