Se ha comentado estos días que Ryan Gosling y Emma Stone –ambos magníficos en sus papeles, por cierto– tan solo cantan y bailan con corrección, o, dicho de otro modo, que no lo hacen con el virtuosismo de Fred Astaire o Cyd Charisse, pongamos por caso. Esa, digamos, “torpeza” (comillas bien grandes), que en realidad no es tal, forma parte consubstancial del sentido del relato y del realismo de fondo que atesora: ni Mia ni Sebastian son, en puridad de conceptos, cantantes y bailarines, sino seres humanos que expresan, musicalmente, sus sentimientos, debilidades humanas incluidas, cantando y bailando con naturalidad. O, dicho de otro modo, los números musicales de La La Land no pretenden sorprender con el teórico virtuosismo de sus canciones o sus bailes, sino reflejar la psicología de unos personajes que, inmersos temporalmente dentro de sus fantasías, cantan y bailan como lo hacen ellos de forma espontánea, y, sobre todo, cantan y bailan para sí mismos, no para el espectador.