El fantasma del paro
AGUSTÍN GARCÍA CALVO 18/07/1985
Resulta curioso, interesante, hasta gracioso a veces (cuando se le puede mirar desde una cierta distancia y con el rabillo del ojo), este mundo de los mortales: lo ingeniosos que son estos monos sin pelo en inventar artilugios para alcanzar el plátano de la manera más eficaz y rápida posible, y así poderse dedicar a balancearse de la liana o a arrascarse las pulgas uno a otro, y cómo luego se las arreglan también para inventarse fantasmas que inutilicen las ventajas de sus artilugios y vuelvan a condenarlos a vivir pendientes del asunto, del ganarse la vida, que ellos dicen, como si tuvieran que cumplir una maldición originaria arraigada para siempre en sus corazoncitos.
Fantasmas de ésos muchos vagan por este mundo, cada uno dedicado a sus servicios especiales y todos juntos al de Dios: está, por ejemplo, el de la guerra, siempre futura, que es un fantasma imprescindible para conseguir que esto se llame paz y que la gente se lo crea y, en el temor de la futura guerra, no vean la guerra presente en todo esto, la demolición de las ciudades y el desolamiento de los campos, los caídos heroicos de carretera y fin de semana, que en unos cinco añitos de paz española igualan en número a los de la guerra civil pasada, etcétera; un fantasma, por cierto, que necesita, como todos, algo de carne y sangre para sustentarse, por lo cual se mantienen encendidas en los márgenes las guerritas perpetuas que aseguren la realidad de la guerra siempre-futura; y dentro del mundo propiamente dicho, otro fantasma de los de más éxito, el terrorismo, primera o segunda preocupación de cualquier Gobierno que se precie y, consecuentemente, de las almas de sus poblaciones, otra aparición de la guerra en miniatura, que, curiosamente, en vez de destapar un poco la mentira de esta paz, asegura la fe en la paz.
Pero hoy paremos mientes en otro de esos fantasmas, el del paro, segunda o primera preocupación de todo Gobierno progresado y, por consiguiente, según los sondeos periodísticos demuestran, primera o segunda de las ansiedades de los millones de almitas gobernadas.
¿Cuál es la raíz de ese fenómeno del paro y sus cifras alarmantes, aumentando en proporción con el progreso del progreso? Para el sentido común y el corazón ingenuo, la respuesta es clara (técnicos tendrá la Iglesia que se encarguen de embrollarla con sus cuentas y reírse sardónicamente de la ingenuidad de los corazones): la respuesta de sentido común consiste en que las máquinas y artefactos que se inventaron a partir de la iluminación moderna y en el arranque del progreso servían, a pesar de todo, para algo, para algo de lo que decían que servían, para ahorrarles esfuerzo a los hombres y suprimir la esclavitud y la mayor parte de los trabajos penosos y necesarios; de manera que, naturalmente, el resultado debía ser que la gente trabajara menos y que sobraran trabajadores por todas partes. Natural, ¿no?
"A pesar de todo" digo, que es un pesar muy grande, porque hay que ver lo que los servidores de Estado y capital han trabajado de entonces para acá a fin de conseguir que esos beneficios de las máquinas del progreso quedaran anulados: produjeron ellos, lo primero y más a mano, unas grandes guerras tremebundas y estrepitantes que, directamente, impidieran el disfrute de las máquinas útiles y promovieran la producción de otras muchas inútiles (nacidas para la guerra), y luego, con la reconstrucción, pusieran en marcha continuados esfuerzos y hazañas laborales (de la inercia de ese impulso vive todavía la máquina de los Estados de fe y economía mas perfecta, como Alemania y Japón, no por casualidad los grandes vencidos de la guerra). Pero, a la par con eso, y a medida que esas artimañas, relativamente arcaicas, de las guerras se iban agotando, han desarrollado ellos otros medios más eficaces de anular los beneficios de las máquinas con la fase que llamamos del. progreso progresado, donde la idea de progreso ha quedado asimilada por el poder y presta, como un molde, a reproducirse en el vacío y a volverse del revés, de modo que lo de menos sea que sigan produciéndose artilugios que sirvan para satisfacer necesidades y ahorrar esfuerzos, y lo de más sea que se produzcan artiluigios, cada vez más, destinados a fabricar necesidades y a aumentar, por consiguiente, los esfuerzos y ocupar el tiempo vacío que simultáneamente se ha creado; todo ello ligado con la transformación del capital en cifras de inestabilidad perpetua, con la creciente abstracción y complicación en el cálculo de los medios de subsistencia, a fin de tener más entretenidas a las poblaciones, calculando sus ingresos o la colocación de sus capitalillos, y alejarlas de cualquier peligro de descubrimiento del juego a que se las somete; y ligado también a la producción progresivamente acelerada de monitos pelones, e. e. futuros consumidores, acondicionados a desear y pedir lo que se les venda y sólo para eso condenados a seguir trabajando a cambio de un dinero cada vez más ilusorio, pero no menos tiránico por ello.
En fin, ya saben el cuento: es la fase en que, por ejemplo, una vez resueltos, con el ferrocarril, cualesquiera problemas de transporte por tierra que pudieran presentarse, se procede a imponer a las poblaciones los trastos, en verdad ineficaces, pero enormemente costosos y vendibles, del automóvil y la autopista; en que, atestadas ya las poblaciones de artilugios de entretenimiento y de información (radio, cine y demás), se procede a meterles por los ojos la televisión, que nadie había pedido ni añorado, hasta convertirla en centro esencial de compra de vacío, a la vez que nueva lumbre del hogar que dome y embobezca cualquier re sabio de inteligencia y rebelión contra el manejo que pudiera quedar en los resquicios de los corazones; la fase, en fin, en que, atendidas hasta la saciedad, con algunos esclavos mecánicos útiles (tractores, cavadoras, hasta lavadoras, sí, señora; hasta contables mecánicos, señor, si le ha cían a usted tanta ' falta), cuales quiera necesidades previas, se procede a colocarles a las poblaciones una cacharrería de autómatas destinados a necesidades que los propios fabricantes tienen que ir inventando (y se ven negros) y fabricándolas a medida que inventan y fabrican los autómatas. Sí, no puede decirse que hayan estado de brazos caídos los servidores de capital y Esta do en el desarrollo de procedimientos para inutilizar los beneficios reales de las máquinas y conseguir que la esclavitud al trabajo y a la preocupación sea tan pesada y más que en cualquier tiempo.
Y sin embargo, a pesar de todo eso, se ve que las máquinas del progreso eran tan útiles, tan buenas, que todavía la cantidad real de trabajo necesario disminuye, que todavía sobra tiempo libre (e. e. no ocupado por trabajo, por más vacío que ese tiempo sea), y como resultado de ello, ahí está el paro y sus cifras progresando año por año y llenando de honda preocupación a Gobiernos, empresarios, trabajadores y parados.
¿Qué se hace ante eso? ¿Se hace algo de lo que el sentido común parece que a cualquiera le indicaría? ¿Se reparte entre la gente, por turnos de horas o de días, o de meses, fáciles de establecer sin grandes contabilidades, el poco trabajo real que haya, motivado por necesidades o placeres verdaderos, no inventados ad hoc ni impuestos desde arriba? ¿Se deja que así, trabajando cada uno un par de horas algún que otro mes del año, que es lo que viene a hacer falta, reciba los mismos medios de sostenimiento y de disfrute, y se le deja suelto, sin venderle divertidores del vacío, el resto de su tiempo, a ver si a algunos por lo menos les pasa algo? ¡Quita de ahí, hombre! Eso sería consentir que la razón común rigiera por un momento, con peligro para todo el orden constituido.
¿Qué se hace entonces? Gobierno y empresa, por supuesto, son los primeros interesados en que las máquinas no sirvan para lo que sirven, y que nadie sospeche que a lo mejor no hacía ya falta trabajar. En consecuencia, en vez de distribuir el poco trabajo necesario, promueven el fantasma del paro y lo promocionan a toda costa. Se avienen gustosamente empresas y Gobiernos a despilfarrar sumas ingentes del presupuesto en subvenciones a los parados, para pagarles el paro (e. e. la expectativa del trabajo), calculando por lo bajo que, por mucho que les cueste irles pagando un par de añitos de paro a los parados, por más que con ese mismo dinero podrían seguramente (empezando, por ejemplo, por los servicios públicos serviciales) establecer empleos de media jornada o de medio año (cubriendo incluso, con los turnos oportunos, los desiertos de las noches y los domingos, y asestándole de paso un palo al fantasma de la delincuencia), que absorberían de inmediato el contingente de parados, siempre les tendrá cuenta ese despilfarro mejor que no consentir que las poblaciones dejen de estar pendientes del trabajo, por presencia o por ausencia, y descubran acaso una punta de la verdad; y así, lógicamente, declaran el paro su desvelo favorito, y les prometen a las poblaciones para el año que viene..., ¿qué? Pues ¿qué va a ser? Trabajo para todos.
Pero ay, ¿y qué hacen en tanto por acá abajo las poblaciones? ¿Qué hacen las legiones de parados? Pues nada: demostrar una vez más que Estado o capital y yo somos todos el mismo, y que no hay manejo desde arriba que se imponga si no es gracias a que el aparato del poder está incorporado en cada una de las almas de los súbditos y clientes. ¿Se dedican los parados a disfrutar alegremente de su desocupación, manteniéndose con el uno o dos añitos de seguro de desempleo, o con las tareíllas ocasionales que les caigan, o con el honesto gorroneo de las familias y los amigos trabajadores, poniéndose entre tanto en peligro de que se les ocurra hacer algo imprevisto y maravilloso, algo que no esté hecho (pues es la creación justamente lo contrario del trabajo, que se define por estar destinado a hacer lo que está hecho), en agricultura, en música, en astronomía, o si no, a vagabundear por ahí gozosamente o tenderse gloriosamente a la bartola? Nada de eso: llevan el hormiguillo del trabajo dentro, y acondicionados como están a que su vida sea toda futuro, viven en ansia del trabajo perdido o no alcanzado, aspirando a la colocación laboral como a la salvación del alma de cada uno, y claro, así no es vida. Así es como también por acá abajo se liquidan las posibilidades de vida y entendimiento que, muy a pesar del aparato, por algún fallo de su perfección, les abrían las máquinas a los hombres.
¿Y qué hacen, por su parte, los revolucionarios, los líderes de la oposición más zurda y los más rojos estandartes? Pues nada, ya se sabe: como son, después de todo, bieneducados y realistas, ¿qué van a hacer? ¿Van a aprovechar el paro para guiar a sus masas hacia el reconocimiento de la falsa necesidad del trabajo, para proclamar el derecho al paro y al hacer otras cosas que no sean, trabajar? ¿Van ellos a ponerse a reclamar la institución de turnos en fábricas y oficinas, repartiendo entre todos lo poco de trabajo que haga falta? Ea, menos bromas; no, señor. Se dedicarán, por el contrario, a luchar por el pleno empleo y por la creación... ¿de qué? Ya saben: de más puestos de trabajo, implicando, por supuesto, en armonioso acuerdo con empresas y Gobiernos, la creación de nuevas industrias inútiles, y hasta bélicas si es preciso; y hasta tan hondo tendrán tragado el anzuelo que puestos de trabajo será su obsesión predilecta, puesto que presumen (y al presumirlo, ayudan a realizarlo) que ésa es también la obsesión primera de las masas que dirigen hacia el día final de la justicia; y será puestos de trabajo el más fuerte talismán que les impida hacer nada... ¿Iba a decir revolucionario? Nada liberador -digamos, más modestamente-, nada que no esté hecho de antemano.
Bueno, ¿y ahora puede hacerse algo contra esa falsificación del problema del paro? ¿Algo que haga del paro no el melancólico acompañamiento del himno triunfante del trabajo, sino revelación de que las máquinas servían de veras para liberarnos de la esclavitud? ¿Puede hacerse algo contra un fantasma tan falso como real?
No lo sé. Son Ellos (con mayúscula) los que saben; son Ellos los que saben que lo que ha pasado con el progreso no sólo es lo que ha pasado, sino que es lo que tenía que pasar, porque saben que la humanidad avanza por un camino, para que así, lo mismo que lo que ha pasado es lo que tenía que pasar, análogamente vayamos hacia un futuro que Ellos saben (saben incluso que en el futuro está el automóvil, y los millones que tendrá México City en el año 2150, cuando el 2000 se les va quedando un poco corto, y cuántos autómatas por año se darán a luz en la India progresada del mañana), hacia un futuro que garantice que nunca pase nada más que lo que ya ha pasado.
Por mi parte, no lo sé. Pero, por si acaso sirve para algo (que nunca se sabe), bien será que por acá abajo las gentes de sentido común y los corazones ingenuos piensen tranquilamente, sin dejarse engañar ya más por información de técnicos vendidos de la economía ni distraer a fuerza de pantallazos televisivos, que las cuentas que ellos inocentemente se echan sobre la cuestión del paro son el único cálculo razonable; que con las máquinas y los adelantos del progreso no hay ninguna necesidad verdadera de trabajar ya casi nada ni de seguir progresando por la vía del futuro. Y que lo que hace que las máquinas y esclavos automáticos no nos cumplan las promesas que traían en sus entrañas, no nos liberen del trabajo y del miedo del futuro, eso no es ninguna fuerza natural ni fatalidad histórica, sino que son, en primera instancia, el interés y la necesidad de sustento del capital y del Estado, y en segunda instancia, por debajo de esos intereses mismos, y más verdadera que ellos, la maldición con que cargó el dios de los ejércitos del sábado a los monitos al arrojarlos de su selva, que no pudieran creer nunca que lo bueno es lo bueno, sino que tuvieran que creer siempre que lo bueno es la penitencia, el sacrificio, el trabajo, la diversión, la muerte.