Pancho I
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No en el siglo XXI
De los argumentos alegados para justificar por qué, a partir de ahora, tanto el Rey Juan Carlos como la Reina Sofía deben estar aforados ninguno de ellos puede convencer.
Se dice, en primer lugar, que si en España existen más de 10.000 personas aforadas, bien en el Supremo, bien en los tribunales superiores de Justicia, lo razonable es que ese privilegio se extienda también a los anteriores Reyes. Pero es que los aforamientos actualmente existentes rigen únicamente para los distintos cargos públicos mientras se encuentran en el ejercicio de sus funciones, de tal manera que, cuando cesan, acaba también su aforamiento, por lo que, a partir de ese momento, de una querella interpuesta contra, por ejemplo, los ex presidentes del Gobierno entenderán los tribunales inferiores que sean competentes para instruirlas y, en su caso, enjuiciarlas, recibiendo esos ex altos cargos el mismo tratamiento procesal que cualquier ciudadano de a pie. Por qué debe regir otra cosa para el Rey Juan Carlos, que no deja de ser un cargo público -por muy alto que haya sido- que ha cesado en sus funciones requiere una explicación.
Esa explicación se da, efectivamente, en la justificación de la enmienda con la que el PP, UPN y Foro pretenden aforar a los anteriores Reyes, aforamiento que se propone «teniendo en cuenta tanto la dignidad de la figura de quienes han sido Reyes de España como el tratamiento dispensado a los titulares de otras magistraturas y poderes del Estado». Pero esa justificación es tan inexacta como peligrosa. Es inexacta porque, como acabo de señalar, ningún «titular de otras magistraturas y poderes del Estado» está aforado una vez que ha cesado en sus funciones. Y es peligrosa porque, frente al criterio que hasta ahora regía para los aforamientos -el del ejercicio de un cargo público- se añade ahora un ulterior criterio -el de la «dignidad» de la persona, aunque no ostente cargo alguno-, con lo que, en un momento en el que se ha tomado conciencia del escandaloso número de personas aforadas reconocidas por el Derecho español -inexistente o prácticamente inexistente en el resto de las democracias occidentales-, este nuevo fundamento de la dignidad puede extenderse como una mancha de aceite, con la consecuencia de que podría justificarse la ampliación -en lugar de la necesaria limitación o extinción- del aforamiento a muchas otras personas dignas -empezando por los ex titulares de las más altas instituciones del Estado- que viven en este país.
Soy discípulo de un catedrático y también magistrado del Tribunal Supremo, Antonio Quintano Ripollés, y he tenido siempre el mayor de los respetos por ese Tribunal, muchas de cuyas resoluciones -aunque, naturalmente, no todas- constituyen lecciones magistrales de Derecho. Pero el hecho es que, desde el asesinato de Montesquieu en 1985, todos sus integrantes son designados indirectamente por los partidos políticos, por lo general con el mayor de los merecimientos -aunque de todo hay en la viña del Señor-, por lo que obviamente dichos partidos tienen más accesibilidad a sus miembros que no a los jueces y magistrados de los tribunales inferiores, nombrados de acuerdo con el criterio neutral de su puesto en el escalafón. En cualquier caso, el aforamiento civil y penal de los Reyes después de la abdicación de su titular es una novedad en nuestro Derecho que no estaba prevista ni siquiera en la Monarquía española no parlamentaria, cuando no dictatorial, de los siglos XIX y XX. El otorgamiento ahora de ese privilegio, en el siglo XXI, no me parece que sea lo más apropiado para el comienzo de «una monarquía renovada en un tiempo nuevo».
Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho Penal y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.
http://www.elmundo.es/espana/2014/06/24/53a9358822601db0718b4572.html