La película tiene la sutileza de un rinoceronte en una tienda de porcelanas. Expone su ideas (cosificación de las mujeres, ídolos con fecha de caducidad a ser vorazmente consumidos, el ciclo de la fama, etc.) de manera que hasta el más tonto lo pille. Lejos de respetar un distanciamiento clínico, la directora golpea con colores chillones, secundarios grotescos que parecen huidos de la Troma, uso efectista de imagen y de sonido conforme a nuestra hipertrofia audiovisual, algún que otro recurso a lo onírico que da una pereza considerable. Incluso detalles, mini-flashbacks, de los que parecen pensados para el espectador con déficit de atención (“you were amazing”… que sí, que lo hemos pillado). Tiene también otros, como el de la estrella en el paseo de la fama, efectivos y resultones en su sencillez.
Cuento moral sobre el doble en tres partes, la primera presenta el funcionamiento de esa “sustancia” que se asemeja a cierta empresa de paquetería omnipresente en nuestros días y sus lógicas despersonalizadas, a un camello de lujo o al mismísimo diablo, que te tienta porque sabe que caerás. Se ven muy claros los referentes: Cronenberg en sus procesos de degeneración y transformaciones del cuerpo y la mente, Lynch con sus sueños deformados, sus rincones oscuros de L. A. y directamente “El hombre elefante”.
El grueso no deja de ser la historia de una persona adicta, en su caso a la juventud, pero que podría ser el móvil, las redes, las drogas o el porno (se acerca bastante en la imitación de cierto imaginario estético, de hecho). Transmite asco con sus imágenes repugnantes, pero sobre todo da pena e inspira compasión hacia quien es consciente de lo que le pasa, pero no lo puede controlar. El tercer acto es un desfase zetoso que evoluciona en cambio al humor negro, el morbo y el circo freak, entre la estupefacción y el aplauso de la platea. Por fin se produce el encuentro ente los dos auténticos cuerpos, uno artificial, el otro colectivo, compartiendo el mismo grito horrorizado; el horror de contemplar al monstruo que han creado, el horror del propio monstruo al verse rechazado. Lo que parece por completo irreal y de pesadilla es, en su carnalidad sangrienta y deforme, y aquí está la ironía, lo único real y auténtico que les une.
Cuerpo individual, pero escindido física y psíquicamente, ante un cuerpo formado por hombres que parecen todos el mismo tío asqueroso (lo es incluso el amigo de la infancia, el único más o menos positivo). Y un tercero y mucho más dudoso; nosotros como espectadores. Adicción como esquizofrenia y además bidireccional, retroalimentada; también la de ese público que demanda cada vez más y más. Culpa de ese público, pero también de quien es la primera en no valorarse, en rebajarse y comprar ese discurso interesado y tramposo de la belleza, y aquí el feminismo de la autora parece bastante “equitativo”.
Vampirismo de los demás, pero también del propio vampiro hacia sí mismo; de uno que sí se refleja y se multiplica en los espejos, en la pantalla, en la publicidad, y aquí hay cierto discurso sobre el hechizo inevitable de las imágenes y de la ficción que sólo es ficción, pero que acaba condicionando la realidad. Hay algo también de confrontación y brecha generacional enorme entre boomers y zoomers, que se salda con una violencia y un odio extremos. Otra vez, la contradicción de batallar contra la sexualización sexualizando y contra la frivolidad frivolizando; todo es producto, incluida tú, Coralie… Apenas nos escandalizamos con tetas, gore y bizarradas, pero la presencia de una negra lesbiana en la última entrega de la franquicia mediocre de turno nos subleva y revoluciona; he aquí al auténtico monstruo posmoderno.