Un conocido periodista, Manolo Lama, se acerca a un pobre pedigüeño envuelto en una manta, muerto de frío, en una calle de la ciudad alemana. Para demostrar que los seguidores son solidarios, les incita a dejar dinero en un recipiente del suelo. Algunos se abalanzan a dejarle unas monedas y, cerca de donde está el pobre hombre, también le dejan bufandas atléticas, móviles y tarjetas de crédito. El repentino fervor se convierte rápidamente en risotada y desprecio, mientras Lama jalea a la masa con comentarios como: «¡Que este hombre sea feliz, joder!».
Lama ya se ha disculpado y, con él, la cadena Cuatro, que emitía el insulto en directo. Seguramente no quería hacerlo. Seguramente es un buen hombre que no se mofa de las miserias ajenas. Pero les aseguro que ver la cara desencajada y triste de ese vagabundo desconcertado es un espectáculo muy desolador. El problema no es que todo valga. El problema es que ya no sabemos apreciar cuándo llega el juicio moral, cuándo tenemos que plantearnos la pregunta ni si vale la pena formularla.