Más poderoso que la vida
Melodrama en imponente formato “cinemascope” en torno a la América idílica de los 50 y sus apenas disimuladas miserias, mentiras y frustraciones. Las de un cabeza de familia (James Mason) que debe cargar con grandes responsabilidades y no puede detenerse sólo porque esté cansado, o porque no le llegue el sueldo de profe y deba pluriemplearse en secreto, o por minucias de nada, como una rara dolencia que se abre paso en su cuerpo y requiere de un tratamiento experimental por entonces, la cortisona, que le produce gravísimas alteraciones mentales.
Lo concreto de la cuestión médica y cómo la enfermedad afecta a quienes la padecen y a sus allegados pasa a ser metáfora de una sociedad enferma, en la que algo decididamente no funciona bien y el individuo se ve por completo alienado de sí mismo, pierde el control en cuanto deja de ser operativo y funcional. Por si fuera poco, las mujeres parece que no tienen derecho a decir ni pío ante la autoridad del varón, por cuestionable que pueda ser esta (ese aguantarse “por amor”) y son las criaturas inocentes las que sufren la violencia física y psicológica. Se desprende una ironía terrible de la actitud de nuestro hombre, de sus propios valores pervertidos, conforme se adentra en el abismo y se vuelve su propio “doppleganger”, reflejado en un espejo roto; un monstruo autoritario y sin piedad que no atiende a razones, mutando desde la simpatía de un padrazo, de un pobre tipo algo desvalido, hasta convertirse en el mismísimo Jack Torrance en un tramo final de creciente tensión que se inclina hacia el terror.
Es en cierto modo el retrato de una época ingenua que pierde dicha ingenuidad en lo que respecta a las drogas, legales en este caso, la adicción y sus perniciosos efectos, lo cual incluso puede aplicarse a día de hoy; plena era de los ansiolíticos como remedio fácil de todo problema y sustituto de nuestras almas hechas polvo (en este caso, el detalle del balón de fútbol revela un pasado de fracaso como deportista). Se puede ver como una crítica del conservadurismo pero hay un factor religioso, al menos como excusa para un discurso sumamente humanista. El que parte de un sentimiento de profundo afecto por la familia unida, por los niños, seres incorruptos aún por la intransigencia del mundo adulto y que son lo más valioso (por algo protagonizan los créditos iniciales)... de cierto desprecio por lo material y consumista. Confianza y ausencia de secretos entre unos y otros como lo deseable, frente a la paranoia cada vez más obsesiva y el ensimismamiento.
Los personajes sufren mucho, como en todo buen dramón con tintes sinfónicos, y se enfrentan a disyuntivas difíciles de salvar. El uso del formato en un género de historias íntimas, de interiores, ofrece una enorme profundidad de plano, un uso exacerbado del color y las sombras, mucha presencia de objetos y mobiliario, con varios niveles dentro de encuadre a veces… un poderío visual que explota hacia el final como una alucinación, mascándose la tragedia, con gente perdiendo mucho y muy fuerte los papeles; apoteósico, y pudiendo haber caído en la parodia sin pretenderlo por lo extremo del material.