Jennie, de William Dieterle
Un título bastante singular y quizá un poco aparte dentro del cine clásico. Puro romanticismo casi diez años anterior a Vértigo y con un enfoque mucho menos turbio y más similar al de un cuento de hadas, algo que seguramente cautivaría a gente como Gondry. Romance etéreo que quiebra las fronteras del espacio y el tiempo, de la vida y de la muerte, en torno a un pintor de tres al cuarto que comienza a experimentar las apariciones de una enigmática muchacha, más una criatura quimérica, inalcanzable, que un ser de carne y hueso, atrapada en un presente eterno; amor como predestinación de dos almas (qué bonito), pero presidido también por el signo de la fatalidad… sin descartar que tan descabellados encuentros sean una empanada mental de nuestro amigo. Como homenaje de Selznick a su amada Jennifer Jones la cosa puede incluso adquirir tintes “meta”, pues mediante este film él realiza su propio “retrato” de su belleza amada… con efectos pictóricos que hacen de la pantalla un lienzo, con filtros de colores que ilustran el clímax final en una naturaleza desatada (el océano tumultuoso, paisaje típico romántico que aquí es presagio funesto). Lo cierto es que no escapa la peli de cierta cursilería, en algunos diálogos, en ese prólogo relamido entre nubecitas y sentencias para la posteridad… ella, por otra parte, no deja de ser ese arquetipo de mujer mágica que viene para aliviar la triste vida de un hombre solitario y darle un propósito, amén de que el retrato de marras… tampoco es para tanto.
El carácter onírico queda muy bien plasmado especialmente en las apariciones de la moza, en ese Central Park nevado, donde tiene lugar lo que podría ser un primitivo videoclip de Bjork… la banda sonora destaca por ser un pastiche sinfónico de algunas de las obras más significativas de Debussy, que funcionan como leitmotiv (todo sea por recalcar ese ambiente de ensueño). No es gratuito el recrearse tanto en unos ambientes de exaltación irlandesa tabernaria, ni de imaginería católica de convento; nacionalismo y religiosidad, sentimientos irracionales de naturaleza similar al amor, Uno de los pilares del argumento es la creación artística, la idea (ingenua) de que el artista, para crear algo con entidad propia, algo inmortal y que le trascienda, antes tiene que vivirlo él mismo; su experiencia con Jennie es por lo tanto auténtica, o más auténtica que si fuera enteramente real… lo interesante es que su historia es menos trágica que otra, esta vez, tristemente cotidiana; la de quienes no están en absoluto destinados a encontrar el amor, como la solterona, que lo sabe todo de tan noble sentimiento sin haber sido nunca correspondida. La presencia de la mujer-niña además la perciben sólo un artista y una monja (Lillian Gish, nada menos), es decir, quienes más próximos están a una dimensión trascendente, a ese eco olvidado, condenado a repetirse. Jennie es la musa eterna, la inspiración, y quién sabe si la otra vida supondrá la consumación definitiva, la libertad de todas las ataduras.
Al final, pese a sus pequeños defectos, es una película con una resonancia enorme, casi un manifiesto que habla de todo lo que nos gusta del cine; de amor, de sueños, de fascinación, de realidades abstractas pero más fuertes que lo estrictamente real. “De dónde vengo, nadie lo sabe, y a donde voy, todas las cosas van...”.