Verano del 84, de Anouk Whissell, François Simard y Yoann-Karl Whissell
Puro ejercicio “retro” de nostalgia ochentera y falaz que nos devuelve por enésima vez a aquel cine infantil-juvenil cultivado por Spielberg, Donner y compañía, con sus pandillitas de chavales, linternas, bicicletas y walkie-talkies, viviendo emocionantes y terroríficas aventuras en su aparentemente tranquilo, americano y muy normal vecindario de casitas unifamiliares.
Decir que hay clichés es baladí porque la peli en sí viene a ser un descomunal cliché, abrazado con una pasión, con un amor infinito, por unos directores que hacen de ello su sello, que actualizan y renuevan una vez más el recuerdo dorado de una época en un público que empieza ya a peinar canas. El valor, por lo tanto, está en cómo se reproduce con minuciosidad aquel espíritu, en cada detalle de puesta en escena (el poster de Rush, los walkies de Gi-Joe y supongo que mil cosas más), en cada diálogo, con una sensación continua de deja vu; amiguitos estereotipados y pajeros (sentido del humor picantón a lo “Porky’s”), la casa del árbol, la intriga hitchcockiana de andar por casa, la fijación con las chicas y el pagafanteo con la vecinita de al lado, la guerra fría y el interés por el misterio… por lo demás, tampoco aporta nada, al menos más allá del simple homenaje, a una moda que desde “Stranger Things” es un producto masivo incluso para quienes no olieron los ochenta ni por asomo.
La trama en torno al supuesto asesino en serie, encarnado en una figura cercana pero amenazante como es la del policía, juega al despiste y va en paralelo a los problemas y circunstancias personales de los muchachos, refugiados con su amistad inquebrantable del hostil mundo adulto, pero a punto de adentrarse en él. Dicha trama para mí se desmaya, pierde interés, aunque lo recupera en un tramo final bastante potente y que sí que logra tocar alguna fibra. La cosa va de los secretos (nos lo tritura el off) tras la fachada de aparente tranquilidad y aburrimiento, los monstruos que se ocultan bajo la apariencia que menos se espera de ellos… el interés por desenmascarar el mal nace casi a modo de juego (como los juegos infantiles que aún practican), una forma de huir del tedio cotidiano que deviene en pesadilla; al final no compensa ese “ser un héroe” si tal cosa implica sacrificios, una pérdida cruel, un mal convertido en amenaza latente que nos acompañará ya para siempre… así como la extinción definitiva de una inocencia, de ese verano ochentero que no regresará; afortunadamente (¿afortunadamente?) tenemos a estos tres frikazos canadienses para evocarlo y preservarlo cual burbuja temporal, con una estética conseguida pese a los medios más bien de cine indie, sin que falte la inevitable música a base de sintetizadores etéreos.
Me sigo quedando, pese a todo, con la que me parece lo mejor y más insuperable que ha perpetrado esta gente, y me refiero a esa desvergonzada oda a la serie Z que es el corto Bagman.