Candyman, el dominio de la mente, de Bernard Rose
Por mucho tiempo un clásico “menor” del fantástico noventero, me ha parecido que el retorcido universo barkeriano está muy bien llevado, con sus lógicos retoques, del papel a la pantalla… fascinante propuesta, de hecho, que avanza más allá del simple terror y de la casquería heredada del slasher para hablar de los mitos antiguos que perviven en la sociedad actual, o de entonces, bajo la forma de las leyendas urbanas. Frente a los tan eruditos como acomodados profesores universitarios de letras, las supersticiones del populacho ignorante (en teoría) y tan a menudo de raza negra, una sabiduría popular la suya con mucho, demasiado de realidad, de medias verdades. El eco de un crimen racista del pasado sigue muy vivo porque aquellas situaciones de injusticia flagrante continúan aún (la poli que actúa, la prensa que se interesa, sólo cuando la víctima es una mujer blanca).
Se habla de la culpa de la clase media-alta estadounidense, gente en el fondo infeliz, que no sabe lo que tiene ni lo que quiere, pero es que entre ellos y los pobres muertos de hambre, rodeados de marginalidad, se abre un abismo. Candyman obedece a la necesidad de estas personas de explicarse tanta violencia, tanta sinrazón; es el líder de un culto religioso, que cobra presencia gracias a la fe de sus fieles cual abejorro rey de su propia colmena. Como deidad, es susceptible de ser invocada. Exige sacrificios, pero también ofrece dones, y aquí entra en juego esa moralidad extraña tan de Barker; la muerte concedida por él es una bendición, es abandonar la mera carne que sufre para alcanzar la inmortalidad.
La trama cuenta el proceso de renovación de esos mitos, de cómo los santos y los demonios están muy cerca los unos de los otros. Y Candyman es además un personaje romántico, distinguido (ayuda mucho la imponente presencia física y el trabajo vocal del actor) y con sensibilidad, en el centro nada menos que de una historia de amor repetida en el tiempo (aunque esto no es novedoso); artista él mismo y habitante de unas representaciones artísticas (el graffiti, un nuevo arte popular y anónimo) que dejan de ser simple objeto de investigación. Detallazo el hecho de que use a sus peones como brazo ejecutor, cuestionándose incluso la cordura de una protagonista (aunque no se llega a tanto) con su propio monstruo interior; como si de pronto hubiera saltado a ese microcosmos de delincuencia y horror, juzgada quizá injustamente al igual que esa gentuza, rota esa barrera entre el “ellos” y el “nosotros”.
En esta peli todo el mundo tiene algo de inmundicia en mayor o menor medida, salvo un pequeñuelo desaparecido que es el único resquicio de pureza. Todos ocultan algo, como esa casa tan elegante pero llena de entradas y de espacios ocultos. La arquitectura, el urbanismo ciclópeo y como degradado, tiene un peso especial y se impone; no es casual que tengamos a Glass en la banda sonora después de su aportación en
Koyaanisqatsi. La labor de Rose creo que deja que desear (insertos, travellings, etc. un poco chusqueros, sustitos de rigor...) y la disimula el empaque visual y sonoro, con unos efectos especiales muy de la época en que gente como Cronenberg hacía de las suyas.