Daniel Rodríguez Herrera
Es la quinta ocasión desde que las elecciones presidenciales de Estados Unidos se deciden por votación popular en que se presentan objeciones en la sesión conjunta del Congreso dedicada a certificar los resultados. La primera tuvo lugar en 1969, a cuenta de un elector que se negó a votar a Nixon, un suceso más bien procedimental. Las tres siguientes han tenido lugar durante este siglo, en concreto tras las derrotas de Al Gore, John Kerry y Hillary Clinton. Es decir, que ha pasado en todas las últimas elecciones presidenciales que ha perdido la izquierda, algo que seguramente sabe muy poca gente porque durante estas últimas semanas los medios que han berreado sobre la inexistencia de precedentes para la situación actual se han cuidado muy mucho de recordarlo. De modo que las peticiones de varios congresistas republicanos a favor de Donald Trump sólo tenían de particular que es
la primera vez que lo hacía la derecha.
Si todo se hubiera quedado ahí, y especialmente si como consecuencia el Partido Demócrata hubiese tragado con la necesidad de mejorar los mecanismos electorales de los estados donde se ha esforzado por relajar las leyes que permiten controlar algo el fraude, probablemente los republicanos habrían conservado sus dos senadores por Georgia y, con ellos, el Senado, y sobre todo el
asalto al Capitolio no habría tenido lugar. Un asalto que, por cierto, tampoco sucede por primera vez, ni mucho menos. La última tuvo lugar en una fecha bien reciente, en concreto en 2018. Pero como fueron izquierdistas protestando por la confirmación del juez Kavanaugh los medios no le dieron ninguna importancia, claro.
Es cierto que este asalto ha sido mucho más grave, empezando porque en esta ocasión la policía ha disparado y matado a varios asaltantes, tras tratar con guante de seda a los anteriores. Es cierto que simbólicamente es mucho más grave que aquel, y también que las decenas de manifestaciones violentas que la izquierda del Black Lives Matter lleva protagonizando desde este verano, en las que se ha destruido buena parte del centro de las ciudades, se han quemado comisarías y han muerto una docena de personas. Pero, por favor, que no se pongan moralistas ni la izquierda norteamericana que ha hecho arder el país ni la española que acosó las sedes del PP en día de reflexión, ha convertido en socios de Gobierno a golpistas y llamó a asaltar el Congreso y no logró hacerlo únicamente porque nuestros antidisturbios son mucho, pero que mucho mejores que los norteamericanos. Sánchez,
Iglesias, Errejón y toda su banda criminal han perdido el derecho a quejarse de prácticamente nada de lo que les pase, ni personalmente ni a sus partidos.
Pero es lo de siempre: como la izquierda, con su inmenso poder mediático, siempre se encarga de minimizar, cuando no de exaltar, su violencia política, pero la derecha no está por la misma labor,
lo que hace la derecha es lo único que queda en la retina alimentada por la manipulación televisiva. Y este asalto al Capitolio permitirá a los demócratas borrar lo que han hecho durante los últimos cuatro años, el intento de golpe de Estado del FBI a cuenta de la falsedad rusa, la violencia en las calles, el martilleo constante sobre un supuesto fascismo de Trump que sólo existía en sus propias palabras y acciones. Ahora el fascismo estaría probado y justificaría todo lo que han hecho y, sobre todo, la destrucción que planean acometer de todo lo bueno que ha hecho Trump, que ha sido mucho, y que de no ser por su repulsiva personalidad probablemente le habría permitido no sólo la reelección sino ser recordado como uno de los grandes.
Con 50 senadores más el voto de desempate de la vicepresidenta Harris, pero con algún senador centrista como Joe Manchin, lo único que Biden podría haber desmontado son las medidas tomadas por decreto ley, que a su vez podrían haber sido reinstauradas en el futuro por otro presidente. Ahora, pese a contar con la mayoría más exigua en la Cámara en los últimos 20 años y la mínima imprescindible en el Senado, es más que probable que hasta encuentren en este asalto la justificación incluso para las medidas más graves, como acabar con la necesidad de contar con 60 senadores para aprobar casi todas las leyes o incluso aumentar el número de magistrados en el Supremo e incorporar como estados a Puerto Rico o Washington DC para
garantizarse una mayoría interminable en el Senado. Además, esta acción hace mucho más difícil que se mantenga unida la coalición entre los republicanos de toda la vida y los nuevos votantes que Trump ha llevado a su partido.
En definitiva,
lo único que le quedaba a Trump tras su derrota, su legado, va camino de ser destruido por completo. Y en este caso él es el único a quien culpar.