Pompeya (
Pompeii, 2014)
Me vais a permitir hacer un ejercicio de defensa hiperbólica (o no tanta) de un director que siempre me ha gustado y al que creo que se debería mirar con otros ojos (de hecho, ya hay toda una corriente de cinefilia que ha hecho los deberes empeñada en reivindicarlo, así que a lo mejor este texto no es tan loco; o sí). Allá vamos.
Paul W.S. Anderson nos entrega una de sus mejores obras en este péplum de catástrofes con fuerte influencia clásica. A mis ojos lo que hace especial a este film es esa extrañísima mezcla de CGI con planificación deudora de un Fritz Lang (esa maravillosa gestión de la geometría en los espacios cerrados). A este autor siempre le han apasionado las cavernas, túneles, pasadizos, corredores subterráneos.... Sus películas generalmente lidian con pequeños grupos rebeldes que deben hacer frente a un conjunto de obstáculos para al final poder liberarse del opresor sistema corrupto que atenaza sus libertades.
Es en esa carrera de pruebas y trampas donde reside el principal talento de Anderson, algo que ha refinado con sus últimos filmes haciendo uso de una llamativa gama de colores que, gusten o no, en un producto de estas características (tan digno como cualquier otro, claro) podría pasar por vanguardia. Anderson sabe cómo colocar los cuerpos en el espacio, hacer que se muevan de manera harmónica; sus películas no suelen pesar y maneja muy bien las diferentes fases en los emplazamientos en los que se desenvuelve la acción, siempre claros, algo inusual en el blockbuster actual, donde se ha perdido la conciencia del espacio y su construcción. Es un director obsesionado con las líneas, el color, el movimiento y la fluidez. En
Pompeii Anderson se esfuerza por relacionar geográficamente los diferentes espacios en los que tiene lugar la épica, remitiendo como decía a cierto tipo de cine que ya no se practica.
Pero quizás lo más poderoso de
Pompeii es ese final donde la inevitable catástrofe resulta bella, no triste. Tras presenciar un mundo injusto gobernado por tiranos y donde las clases sociales atenazan al individuo, resulta catártico ver como todo se hunde en la lava del Vesubio. Hasta encontramos un momento inusual donde el protagonista se para, la acción se detiene y contemplamos, en medio de la desolación, un haz de luz que resulta esperanzador. Los personajes admiran la destrucción que está teniendo lugar porque significa que el sistema se ha roto y por fin pueden ser libres y consumar su amor, por lo menos en el poco tiempo que les queda.
De ahí pasamos a un encadenado de planos finales que transitan del clasicismo a la abstracción, en una sincera nota de amor por los sentimientos más básicos y puros que habitan en un ser humano. Esta secuencia final toca todas las notas adecuadas que los grandes blockbusters industriales, perdidos en una maquinaria en la que ya nadie sabe los intereses de nadie, fracasan en tocar.
¿La historia es más simple que un botijo? ¿Los personajes son totalmente unidimensionales? ¿No todas las interpretaciones están a la altura? ¿Es una colección de tópicos y clichés? Sí a todo. Pero también es una película extrañamente honesta en su ingenuidad, que articula un espacio coherente, y que se siente clásica y moderna a la vez gracias a un director que rueda y entiende de esto mucho más de lo que le conceden los prejuicios de un cierto tipo de público que sigue las consignas de la crítica mainstream sin ni siquiera ver las películas.
Los defenestrados de hoy serán los adorados del mañana. Ha pasado y volverá a pasar.