La pasión ciega es quizá el menos difundido de los noirs de su director. Nos mete de lleno en el mundo de los camioneros, o lo que es lo mismo, un trabajo extenuante, precario, peligroso; horas de conducción sin apenas tiempo de descanso, deudas constantes del camión, con los cobradores al acecho, explotación laboral de los jefes hijos de puta… la posibilidad de accidente o de avería está a la vuelta de la esquina, y para colmo, esto provoca una situación de descomposición familiar, siendo imposible dedicar tiempo a los tuyos o proyectar un futuro. Tenemos a dos hermanos de carácter opuesto, siendo uno de ellos (Raft) ese tipo duro, sacrificado y dispuesto a tirar para adelante, protector con el más débil (Bogart), o con más que perder. Se aprecia una rectitud de carácter y principios, una simpatía clara del cineasta hacia estos personajes toscos, pero a la vez idealizados; hay una idea de llegar a más, de salir de esta rueda infernal prosperando y siendo tu propio jefe (aquí el discurso, tan americano), como hacen algunos espabilados.
Se ofrecen varios modelos de mujer, uno es el de la esposa pura, virtuosa y sufridora, otro en cambio corresponde al interés amoroso de Raft; su contraparte femenina, dotada de rasgos sexualizados, pero con el carácter y la nobleza de quien es una superviviente que sabe encajar los golpes. En cuanto a los secundarios cómicos, con un humor bastante idiota, son quizá la parte que más cuesta digerir.
El crimen llega, contra todo pronóstico, muy avanzada la acción, de la mano de un personaje, el de Ida Lupino, que aparece como mero secundario (un tanto burdo, por cierto) pero que acaba imponiéndose más y más, hasta apoderarse del film por completo, fataleando mucho y muy fuerte, convirtiéndose, creo yo, en un absoluto icono (icono gay, podría añadir incluso) que hasta hace palidecer a los demás. Quienes por cierto, no terminan ni de lejos tan mal como podrían terminar, tratándose de este género, con un desenlace bastante feliz y esperanzador. Grandiosa actriz, de rasgos muy peculiares que uno no asociaría con la belleza sino con la turbiedad, que con cada gesto compone a un ser amargado, capaz de lo peor, pero también solitario y desesperado, no correspondido en su amor. Terriblemente humana, pese a tratarse de la malísima. Tras un asesinato bastante sutil en su concepción, en el que interviene un sistema de cierre automático de garaje, se irá apoderando de ella un sentimiento de culpa que acabará derivando en un estallido de locura (“¡Las puertas me obligaron!”) próximo al terror.
Walsh y sus guionistas aportan unos diálogos incisivos (“¿Qué va a tomar?” - “Lo que tenga menos veneno”), y sobre todo, un sentido de la narración sólido como una roca, contundente; un conjunto de pinceladas precisas que no parece precipitado, sino más bien sintético en cuanto a dejar fuera todo lo irrelevante para la trama.
Y sigo con otro Walsh. Como atípico western que se nutre de la moda del psicoanálisis,
Perseguido tiene un protagonista de orígenes inciertos y acosado por una mala suerte con mucho de maldición, torturado por un trauma de infancia que vuelve a modo de recuerdos atormentadores cuyo significado no logra discernir y que condicionan su forma de ser; pasiva, insensible, con la sensación de vivir falsamente una vida que no le pertenece. Mitchum hace un papel inexpresivo del que logra extraer los matices, el carácter misterioso del héroe de una tragedia griega o shakespeariana; lo que la película es en el fondo si se la despoja de todo, incluyendo sus ropajes del lejano oeste, ya tardío (caballos, pistolas, tierras, casas de apuestas, en una pequeña población de Nuevo México) y de cine negro (el ambiente, las sombras, la fatalidad).
Los personajes caminan ciegos sin ser conscientes de las fuerzas oscuras que les mueven, personificadas en una presencia que mete cizaña y hace lo imposible por quitarse de en medio a quien más odia. Odio y amor extremos y a un paso uno del otro, un escenario que retorna, como la violencia, donde todo se consumará. Los pecados de los padres repercutiendo en quienes vienen después de ellos. La película adquiere un tono fantasmagórico desde el principio, con un plano con efecto de transparencia, y ni se molesta en ocultarlo, remitiendo incluso a un imaginario gótico, con esa pretendida boda funesta. O una entrañable escena familiar, con una caja de música y un perro, que resulta tan almibarada como extrañamente tristona.
Musicote de Steiner, muy reconocible en su motivo principal teñido de romanticismo y que acompaña incansable a estos individuos disfuncionales, que a veces parece que están locos o son idiotas. Un detalle curioso es el de la guerra de EEUU contra España, que en pocas películas (que me suena a mí, al menos) suele tener presencia. El expresionismo de un apartado visual muy estilizado, con lucimiento de las secuencias más puramente físicas (como la de Mitchum escabulléndose sigilosamente de la casa) corresponde a unos seres humanos perseguidos por sus propias sombras, tan densas como el relato. La construcción cuidadosa de un guion donde nos encontramos igual de perdidos que los protagonistas, tan sólo intuyendo lo que ocurrió, deja para el final la resolución del enigma, con ese pasado imposible de dejar atrás por mucho que se intente, en continua tensión con un futuro que lucha por abrirse paso; adopta para ello una estructura en forma de gran flashback “confesional” que puede resultar artificiosa y que es en sí misma un gran cliché noir; el de la memoria borrosa, por cierto, lo sería para el giallo. Afrontar ese destino, dándolo todo, sin secretos y sin mentiras, poniendo fin al resentimiento y permitiendo empezar de nuevo, es la conclusión esperanzadora y romántica; es el amor (levemente incestuoso) y no los ocultamientos ni la vergüenza, lo que permite librarse de tan siniestras ataduras… la horca, sin ir más lejos, permite interpretar algo que no se nos dice claramente (¿suicidio?).