Menuda diversión gamberra y elegante que se ha sacado de la manga el Johnson. Una oda a las historias de intriga de toda la vida con múltiples sospechosos, al placer de descubrir quién es el asesino, o de que un buen escritor o guionista nos lleve por donde le venga en gana y nos engañe con mucho arte. Una cosa muy artesana, que demuestra conocimiento y amor por los mecanismos del género, con cachondeo y con respeto, haciendo acto de presencia (fenomenal presentación fragmentada) el típico detective afrancesado y listillo que al principio parece tonto y acaba epatándonos con sus dotes investigadoras. Sin ser tan coral como aparenta, una premisa digna de la Christie no tarda en convertirse en un ejercicio de suspense clásico a lo Hitchcock, cuando en el primer tercio ya nos desvelan quién mató al viejo… aún así, todavía quedan sorpresas bajo la manga. Mucho ritmo, pero sin atosigar, suministrando la información en el momento preciso, con pequeños detalles visuales (la mansión, que parece la de La huella, con sus muñecos y trastos de todo tipo) y un buen uso del color, aunque contenido y sin llegar a los extremos de un Wes Anderson. El humor nunca llega a estar fuera de lugar, incluso con algún punto escatológico (el peculiar detector de mentiras de Ana de Armas, con su relevancia para la trama)… más bien es la esencia, lo que da sentido a una premisa tan chorra en apariencia (ya de entrada, el muerto es un escritor convertido en la víctima de una de sus novelas de misterio).
Creo que lo que hace de ésto algo diferente es el componente político y satírico que destila, cosa que para nada podría esperarse de lo que aparenta ser un simple entretenimiento y en realidad es un caramelo envenenado. El amigo Rian se ha quedado bien a gusto y habrá pensado que, si va a ser odiado, al menos que sea con razón; ésta es su venganza. Aparece bien retratada la América de Trump y la reacción conservadora, el rechazo a la inmigración actual, disfrazado (eso sí) de buenas razones y de palabras amables, cuando la realidad es la de siempre, la de los privilegiados y quienes no tiene donde caerse muertos. Aparecen los niños-rata de la alt-right, surgidos al calor de internet y del smartphone, con papá y mamá riéndoles las gracias. Y es que cada miembro de la familia es un estereotipo muy actual: la generación posterior al mayo del 68, reducida al más lamentable hippismo de autoayuda (Toni Collette), y su retoño, la actual izquierda hipster, tan posmoderna como aburguesada e incapaz de hacer nada. Por no hablar del utraliberalismo “hecho a sí mismo” (Curtis) pero que nunca ha abandonado la dependencia paterna, o del hijo mediocre y cobarde (Shannon) cuya única meta es explotar el legado de quien tenía el talento (más sangrante que ninguna otra esta pulla a Disney, de parte de alguien que sabe de lo que habla). Finalmente, el hecho de que el villano de la función sea el Capitán América denota una elección de casting nada casual...
Con todo, es visible una cierta simpatía hacia más de un personaje, visto con cierta comprensión (especialmente la hija mayor -la única que siempre quiso al anciano- y la nieta, que está un poco atada por los demás, más que ser ella una víbora)… al final nos han colado un cuento de hadas de una desbordante ingenuidad (la nula seriedad del asunto viene a hacérnoslo creíble)… con una protagonista angelical, una Cenicienta latina, adorable y despistada, que viene de muy lejos para dar la puta lección de humildad de sus vidas a los demás, siendo ella una auténtica doña Nadie.