Quiero aportar algo al post, pero estoy totalmente sin tiempo. Así que, de manera totalmente vaga y gratuíta, copypego la reseña de SOLARIS que escribí hace unos años y que
puede leerse en Pasadizo:
Solaris (Solyaris) (1972)
El planeta Solaris ha sido durante años el mayor enigma a que se ha enfrentado la ciencia a lo largo de su historia. Kris Kelvin, un psicólogo, es enviado a la estación espacial que orbita dicho planeta con el propósito de investigar unos extraños sucesos acontecidos entre su tripulación y, una vez a bordo, acabará enfrentándose a un misterio proveniente de unos territorios más inexplorados que el mismísimo Cosmos: la materialización de sus propios fantasmas interiores.
Basada en la magistral novela de 1961 del polaco Stanislaw Lem, se trata de una historia a la que el cine ya se ha acercado en tres ocasiones. La primera de todas ellas en 1968 por un directo soviético llamado Boris Nirenburg, siendo un producto en blanco y negro para la televisión rusa del que pocos datos consiguieron salir de las férreas fronteras culturales de su país, a excepción de algunos fragmentos publicados recientemente en Internet. La segunda, en 2002, dirigida por Steven Soderbergh y protagonizada por George Clooney. Sin embargo, la presente adaptación es la más celebrada de todas ellas, hoy en día convertida en un clásico de la ciencia ficción que, en su tiempo, en plena guerra fría, fue tontamente considerado como un contraataque soviético frente al éxito americano de
2001: una odisea del espacio (
2001: A Space Odyssey, 1968), una película con la que comparte más bien escasos parecidos, principalmente debido a que, como dice el tópico, la de Kubrick mira al Cosmos, mientras que la de Tarkovsky dirige su mirada al interior del Hombre.
El cine de Andrei Tarkovsky, nacido en 1932 en la desaparecida Unión Soviética y fallecido en el exilio parisino en 1986, es uno de los más personales que se puedan encontrar, en el que cada una de sus películas era concebida como un campo de experimentación personal en el que tuviera más peso la comunicación sensitiva -las sensaciones- por encima de la comunicación lógica o racional. En sus películas, el cineasta nos lanza una serie de introspectivas miradas al Hombre cuando este es enfrentado a conceptos como el tiempo perdido, los miedos y temores, los misterios oscuros del alma, y su relación con la naturaleza o con su propio entorno, desbordando para tal propósito intensas cargas oníricas y un profundo simbolismo religioso a través de un particular lenguaje visual nutrido de la abstracción y de los símbolos. Esa es la razón por la que películas tan dispares como
El espejo (
Zerkalo, 1975),
Stalker (
Stalker, 1979),
Sacrificio (
Offret, 1986) y este
Solaris, tan difíciles de encuadrar en géneros concretos, compartan una cierta imaginería recurrente y objetivos comunes que van desde lo autobiográfico a lo religioso, y estén fuertemente vinculadas entre sí por dos de los conceptos más importantes de su filmografía: la nostalgia y el sacrificio.
No es de extrañar, por tanto, que Tarkovsky aceptara adaptar la obra maestra del escritor polaco, que al margen de sus obvios elementos relacionados con la ciencia ficción y su impagable discurso epistemológico sobre los límites del conocimiento científico, posee una trágica historia de amor cuyo peso dramático se basa en las heridas del alma del protagonista, y en la que abundan el sacrificio y las cuestiones morales acerca de la identidad. Y resulta sorprendente el hecho de que Tarkovsky, partiendo de una historia previa, consiga respetar buena parte de la esencia de la misma al tiempo que, con la ayuda del guionista Fridrikh Gorenshtein, la convierta en una obra tan personal como cualquier otra de su filmografía.
Lo primero que nos llama la atención al acercarnos por primera vez a
Solaris es su ritmo lento y meditabundo, totalmente fuera de los cánones actuales, y que a excepción de alguna que otra secuencia en que este es inexplicablemente dilatado y puede resultar cargante (como el trayecto en coche de un personaje, en el prólogo de la película), su uso es muy efectivo a la hora de proyectar en nosotros pensamientos o sensaciones, como el misterio de la estación espacial o la tranquilidad atemporal de la casa paterna de Kelvin, y asimismo permitir que la atmosfera onírica de las imágenes nos sumerja en la historia. Los actores realizan un trabajo magnífico, y las muy escasas secuencias de efectos especiales del film, como las panorámicas del océano o las del exterior de la nave, evidencian la importante escasez de medios de Tarkovsky y su equipo, y no soportan el paso del tiempo. No obstante, el diseño artístico del interior de la estación espacial es excelente; está tratado con mucho detalle a pesar del papel aluminio de las puertas, apoyado en un trabajo de fotografía que es de lo mejor de la película.
La trama de
Solaris completa un círculo perfecto alrededor del personaje de Kelvin (Donatas Banionis), que es el eje de la narración, y cuyo arco dramático lo conduce a través de un periplo existencialista en el que, de un hombre de Ciencia, se transfigura en hombre de Fe. Al comienzo, nos trasladamos a un entorno verde y hogareño: la casa de campo de los padres de Kelvin, situada junto a un lago, donde este pasa sus últimas horas con ellos y donde, al mismo tiempo, se nos aportan detalles claves acerca de los misterios del planeta Solaris. Durante los primeros cuarenta minutos de la cinta se nos muestra a un Kelvin azotado por la nostalgia, que observa en silencio el entorno en que creció y se deja empapar por la lluvia como si fuera la última vez.
Posteriormente, la acción se traslada, mediante un intencionado contraste de ambientes, a la estación espacial; un entorno opresivo y sumido en el desorden, en el que progresivamente se dará de bruces con los sucesos que han anegado ese lugar. Uno de los científicos se ha suicidado, los otros dos se muestran paranoicos y enclaustrados, y misteriosas presencias ajenas a la tripulación se dejan ver y sentir en la nave. Kelvin se ve atacado por una confusión, que poco después se convierte en puro horror cuando, para su sorpresa, su amada Hari, que murió suicidada años atrás, reaparece en su vida como si nada hubiera acontecido. Es entonces cuando la tragedia intimista del film se dispara dividiéndose en dos vertientes. Por un lado tenemos a Kelvin que, del inicial terror y rechazo por experimentar en cuerpo y alma la materialización de sus traumas, pasa a la necesidad de mantener desesperadamente a Hari a su lado cueste lo que cueste, al tiempo que la necesidad imperiosa de comprender lo que sucede en un sentido racional puede conducirlo peligrosamente a la locura. Y por otro lado la tenemos a ella (sensacionalmente interpretada por Natalya Bondarchuk), quien pese a no recordar nada acerca de su propia muerte, poco a poco se dará cuenta de su verdadera condición, dejándonos por el camino una serie de profundas reflexiones acerca de la identidad humana que no sólo se emparentan con
Blade Runner (
Blade Runner, 1982), sino que se trata de un perfecto anticipo del personaje de Rachel en la obra maestra de Ridley Scott. ¿Qué es lo que define a los seres humanos? ¿Son los átomos y los neutrinos quienes marcan esa frontera, o se trata de algo más?
La película ahonda en la idea del planeta Solaris como una entidad que, de cualquier forma, escarba y penetra en lo más hondo del subconsciente de los miembros de la tripulación, desnudándolos de toda capa y buscando esos anhelos o esos traumas encapsulados que todos cargamos e intentamos enterrar en lo más profundo de nuestras almas, materializándolos quién sabe si para ponernos a prueba, si por mero juego, o simplemente para concedernos una segunda oportunidad. No es casualidad, por tanto, que dicho planeta sea un entero océano, símbolo del subconsciente y de los sueños (recordemos que los “visitantes” se presentan mientras uno duerme) y, al mismo tiempo, que la idea del agua como una superficie de reflejos sugiera la idea de Solaris como el espejo en que sus protagonistas ven reflejados sus deseos y temores más profundos. Esta presencia del agua, al igual que en otros films del cineasta, es esencial en
Solaris como imagen unificadora de ciertos conceptos, y por esa razón considero esencial detenerme en ella antes de finalizar esta reseña para dar una idea de los métodos de trabajo de Tarkovsky:
El cineasta aseguró que, en su cine, dicho elemento no simbolizaba nada concreto, sino que simplemente se trataba de agua y nada más. No obstante, también es cierto que él mismo declararía que la idea del agua le transmitía recuerdos de infancia, del lugar donde se crió siendo niño cerca del Volga, donde las lluvias eran muy comunes. Por lo tanto, en
Solaris, donde la presencia del agua es constante sea en su forma común o mediante la imagen del gigantesco océano planetario, esta puede entenderse como un elemento asociado a los recuerdos y a la memoria y, por ende, a la nostalgia y al pasado. Los primeros planos de las tranquilas aguas de un lago con que comienza la película nos transmiten quietud ante la triste mirada de Kelvin, y al mismo tiempo extrañeza, provocada por unas plantas semejantes a verdes tentáculos que quizá remitan al planeta océano (cosa que cobra sentido en el epílogo del film). Al borde del lago se sitúa la casa de los padres de Kelvin, y el sonido del agua está presente en todo momento. Allí, Kelvin deja empapar y purificar su cuerpo de recuerdos y nostalgia durante una repentina lluvia, en el día antes de abandonar a sus padres para embarcarse en su misión. Posteriormente, en la estación espacial, la presencia del agua es más sutil, pero se ve reemplazada por la constante presencia del océano a través de esas innumerables ventanas, redondas como ojos, que están presentes en casi todos los aposentos de la estación, sugiriendo en todo momento su intrusiva presencia. Asimismo, en la absolutamente perturbadora secuencia en que Hari se recupera tras un infructuoso intento de suicidio, ella aparece empapada de los pies a la cabeza, y en la escena en que se observa a sí misma en el espejo, unas casi imperceptibles gotas salpicadas se concentran exclusivamente en la sección del espejo ocupada por su imagen, tal vez por casualidad, o quizá como forma de asociarla no sólo al océano, sino también a las propias memorias de Kelvin.
Todo este marcado carácter autobiográfico de la cinta, relacionado con las propias vivencias del autor, se ve además completado con otros conceptos comunes como su obsesión por la figura materna (muy presente en
El espejo), y sus profundas convicciones religiosas. Cuando la locura y desesperación de Kelvin rozan peligrosamente el paroxismo, lo abordan las visiones de su madre, quien en obvia referencia al Bautismo, le ayuda a lavar sus heridas del alma con agua (o lo que es lo mismo, con las mismas memorias) hasta que estas desaparecen. No deja de ser, por tanto, un detalle muy significativo que en
Solaris sea la figura materna quien conduce a Kelvin hacia la redención, representada alegóricamente a través de la escena mencionada, teniendo en cuenta que fue la propia madre del cineasta la responsable directa de su profunda Fe. Así pues, cuando al final comprende y acepta el sentido de pérdida, Kelvin purifica sus heridas y consigue entrar en comunión metafísica con ese conocimiento al que no somos capaces de acceder racionalmente, como se refleja de forma onírica en la última (y sorprendente) secuencia del epílogo del film.
Solaris es una exploración metafísica y espiritual de la relación de los humanos con los anhelos y los puntos oscuros de su alma que no podemos explicar racionalmente. Y aunque es importante señalar que no es apta para todos los paladares, es, en definitiva, una película clave en el entendimiento del género de la ciencia ficción en su rama humanista, en que las constantes de anticipación científica son apenas la mera excusa para hablar del ser humano y de todo aquello que nos define como tal.
Imprescindible.
Anécdotas
* Tarkovsky jamás estuvo totalmente satisfecho del resultado final de su película, considerando que había quedado demasiado contenido de ciencia ficción; Stanislaw Lem, por su parte, tampoco llegó a concordar con esta visión de su propia obra, por considerarla demasiado mística.