Siendo una película de pocos elementos, de dos tíos en un lugar aislado, no lo parece. Cine muy barroco, supuestamente sucio, pero estilizado hasta el absurdo, trazado con meticulosa precisión por Eggers, que con cada decisión (fotografía en apabullante blanco y negro, travellings y encuadres de descarada inspiración pictórica algunos, diseño de sonido que conforma un paraje sonoro igualmente desolador…) demuestra una vez más lo encantado que está de haberse conocido, uniendo recursos para crear un mundo de pesadilla al margen de lo humanamente común, con su peso y su consistencia, de materiales mugrientos, viento, humedad, herrumbre, de trabajo extenuante y repetitivo; lo raro sería mantener la lucidez en semejante infierno pasado por agua.
Terror basado en una atmósfera sostenida, de combustión lenta, en una orgía de goticismo, expresionismo, surrealismo y demás, con un elusivo enigma que late en su centro (el misterio de la luz del faro) y que conforma un film total, tan de género como alusivo a un cine de autor europeo (por añadir algún referente, yo diría el Bergman de “Persona” y “La hora del lobo”, con esas identidades inestables que se hacen, deshacen y superponen), cuyo salto al delirio es tal vez más arriesgado que el del previo debut de este hombre, integrando con eclecticismo distintas películas en una sola. Con un desarrollo que no es del todo convencional, donde se pierde, además de cierta tensión ambiental, las referencias a lo real y la noción del tiempo.
Porque en su base, es eso mismo, una película de dos tíos en un faro, o una matrimoniada de maromos perdiendo la compostura; hombres que se miden el uno al otro, se desafían y se ocultan, se engañan y se manipulan en un relato poco fiable donde estamos cada vez más perdidos, en un baile de nombres y máscaras. Masculinidad y frustración, soledad propia de una gente errante, que no encuentra su sitio en un mundo inmenso y sin nada a lo que llamar “suyo”. Sentimientos de culpa, de odio a uno mismo, y por si fuera poco, el alcohol de por medio… todos ellos factores que bastarían para dar más miedo que cualquier maldición o realidad sobrenatural.
Al mismo nivel que el pajote visual se sitúa, por lo tanto, un duelo de caracterizaciones e interpretaciones desquiciadas, muy al límite, de diálogos y monólogos literariamente cargados, a medida que cualquier afán por atenerse a las normas se pierde, quedando al desnudo el uno para el otro. Está el factor gay (como que en un momento dado están a punto de comerse la boca), de amor-odio malsano, dependencia mutua a partir de opuestos extremos y dominación casi sadomasoquista, alcanzando de hecho el guiñol, un factor de humor grotesco en torno a pedos y masturbación que, en semejante enredo y locura, no desentona.
Y por si no fuera suficiente, tenemos también una cinta alegórica sobre dioses y monstruos, interacciones ominosas, siempre imprevisibles, entre la esfera de lo humano y de lo fantástico-animal (los pájaros de mal agüero siempre en este hombre). Conocimiento prohibido, Prometeo castigado por quebrantar la ley divina, enfrentamiento con el doble maligno. Una mitología, una transgresión que nos acerca al romanticismo oscuro de Poe, Melville, la “rima” de Coleridge, y cómo no, Lovecraft; los horrores del mar que son los horrores de un cosmos tan inconmensurable que en él somos insignificantes, tanto como nuestra frágil cordura.