El libro abierto, la mirada al infinito, las piernas cruzadas, el fondo gris ceniza....
Lenin intentaba contar en el horizonte las decenas de columnas de humo que navajeaban el color carmesí del ocaso. Las piras mortuorias se acumulaban en aquel crudo y cruel invierno y muchas de las personas que se arremolinaban alrededor del fuego por no perecer del gélido frío, lo hacía de hambre. Lenin se lo había quitado todo a los nobles, luego se lo quitó todo a los ricos, luego todo a los empresarios, a los artesanos, a los que tenían ahorros, hasta que ya no quedó nadie a quien quitar nada y ya no quedaba nada para repartir. Lenin miraba el horizonte cada vez más oscuro y pensaba en lo que había fallado. Cuando mueran los poderosos, cuando mueran los débiles y cuando lo hagan los que no creen podremos empezar cero, pensaba Lenin, que creía que el invierno era en verdad, su aliado, como contra los alemanes.
Pablo miraba lánguido el paisaje. Su serpenteante piscina, sus rocas naturales simulando una gran cascada, el fondo azul cristalino, el gran jardín rodeado de tropicales plantas verdeamarillas, la casa grande de ladrillo rojo. Su padre estaría orgulloso. Como Lenin, tampoco sabía lo que había fallado. Cuando mueran los poderosos, cuando mueran los medios , cuando mueran los que no piensan como nosotros podremos empezar de cero, pensaba Pablo, que creía en verdad que repetir mentiras sería su mejor aliado, como la primera vez. Haría que Lenin se sintiera orgulloso.