Un conductor (O’Neal) que ayuda a huir a atracadores de bancos es buscado sin tregua por un detective que no se anda con medias tintas (Dern) empeñado en darle caza, y esto es todo lo que necesita Hill para levantar una película de aires melvillianos, con una trama reducida a lo esencial, sin muchos diálogo ni explicaciones, unos personajes que son puros arquetipos sin nombre.
Driver es un western urbano que no se molesta en disimularlo (él es un “cowboy”), es lo mismo de siempre, el mismo territorio nocturno y moralmente extraviado, de subterráneos, azoteas, hangares, apartamentos impersonales. La ley es maleable y su agente es impulsado más por una cuestión personal y de ego que por un sentido de la justicia; como en un juego o apuesta, donde tienen un papel relevante tanto las habilidades de cada uno como la acción siempre decisiva del azar. Nuestro héroe no tuerce un solo músculo facial ni en los instantes más tensos al volante; cómo no, profesional solitario y meticuloso, sin pasado, con sus propias reglas a las que aferrarse a falta de mayores certidumbres y como manteniéndose pulcramente al margen, con una destreza casi sobrehumana en el manejo del vehículo. El policía, como doble y opuesto suyo, es engreído y verborreico, aporta algo más de humanidad al film, y el triángulo se completa con una Adjani de enigmática belleza y dudosas intenciones, cuya interpretación es igual de inexpresiva que la del héroe (o incluso más, que ya es difícil), que quizá y sólo quizá le sirva a este de redención.
A destacar la fotografía, con un color negro muy puro, sombras que ocultan rostros, una oscuridad rota por fuentes de color y luz intensa. Una estética, una mitología que sería replicada de manera muy evidente por gente como Refn y Wright. Secuencias de persecución automovilística cuidadosamente planificadas, a la antigua y física usanza, donde la única música es el sonido de los neumáticos, las sirenas de la policía, etc. o bien un discreto y algo inquietante acompañamiento musical de saxo. Buenas set-pieces; la típica del tren, el almacén laberíntico, el parking, con él destrozando el coche a conciencia (o la agresividad que le brota sólo al volante y rompe puntualmente su fachada pétrea), pero las escenas “normales” de dos o tres figuras en el plano tienen la misma elegancia de composición.
El desafío queda en tablas y vuelta a empezar para estos individuos incomprendidos, solitarios, que apenas rompen levemente la coraza que les separa. Que parecen compartir un mismo destino, necesitarse mutuamente. Más que por el dinero o la gloria personal, parece que lo hicieran para darle un mínimo sentido a su vida; de hecho, ambos viven en una eterna fuga, uno en coches robados, el otro en el omnipresente furgón policial. Desenlace bastante desolador, o al menos de un humor discreto ¿Al final todo esto para qué, merece la pena? Al menos asoma cierto respeto, algo muy ajeno para los canallas de gatillo fácil, sin principios y sin escrúpulo alguno (incómoda, cruel escenita de la mujer con el cañón de la pistola en la boca…).