Crónicas y textos en torno al movimiento indignado de 2011, de la mano de este profesor universitario y filósofo millenial. La primera parte del libro la ocupan unas “memorias”, o crónica personal en la que cuenta sus devaneos y andanzas durante el año de la “acampada Sol”, dando un amplio repaso al movimiento, sus aciertos, sus fallos, desde una mirada plenamente subjetiva y entreverada de vivencias personales; las propias de una persona cultísima que, sin embargo, se presenta a sí misma como un tipo un tanto patético que pasaba por allí, ingenuo, inexperto tanto en lo político como en su ocupación de pensador, a menudo con ocurrencias ingeniosas y mezclando el humor, el lenguaje coloquial y juguetón, el análisis filosófico… en un relato divagante que, además, del tema del 15-M, habla del caso Dominique Strauss Khan, uno de los primeros catalizadores tanto del feminismo como de la crítica a las élites, de la visita a Madrid del papa Benedicto, coincidente con la radicalización ideológica de quien firma estas páginas, su decepcionante experiencia en Izquierda Anticapitalista… incluso cosas tan aparentemente fuera de lugar como un análisis de “La flauta mágica” de Mozart desde el pensamiento de Kierkegaard, que se las apaña para relacionar con todo lo anterior. El tipo mezcla a Lacan y a Paz Vega y le sale una genial reflexión sobre el rechazo de los indignados nada menos que hacia el incipiente feminismo, por considerarlo excluyente y poco inclusivo, cosa que para su cuerda ideológica resultaría absurda años después y que constituiría solo una de sus múltiples contradicciones.
Amén de salseos varios y de frustradas tentativas erótico-festivas (incluso de esto saca alguna conclusión profunda), se habla también de la violencia del estado como detonante y potenciadora de la rebelión. De que todo empezó “por culpa de la madera”, en más de un sentido. O del exasperante proceso asambleario de toma de decisiones, la obsesión autorreferencial del movimiento y su impotencia, debida a la transversalidad y a la indefinición que arrastraba, más aún en contraste con Podemos, partido jerárquico y de culto al líder con quien Castro no ve continuidad sino ruptura. No es lo único que suelta susceptible de provocación, pues hay pullas, elegantes eso sí, hacia gente real, amigos, editores, hacia el ambientillo cultural, en parte heredero de aquella “generación nocilla”.
El volumen se complementa con una serie de “libelos”, conjunto de ensayos breves y reseñas de libros; el más interesante me parece “Contra la posmodernidad”, buen análisis, síntesis e intento de refutación de este concepto, tantas veces confuso o equívoco, que caracteriza nuestras sociedades en planos tan diferentes como el económico, con el presunto final de las ideologías, y el cultural, con la hibridación de formas artísticas y de alta y baja cultura. Y encontramos una crítica, esta vez despiadada, a figuras como la de José Luis Sampedro y en especial la de Stephane Hessel, pretendido adalid teórico de las manifestaciones con su idea de “indignación”, duramente criticada por inoperante y por estar más basada en cuestiones de suficiencia moral que en una agenda concreta y capaz de transformar los acontecimientos.
De estirpe cortazariana, cuentos que bordean lo fantástico, la locura, si es que no es lo mismo, la mirada distorsionada y distorsionadora de la realidad. A menudo poco o nada conclusivos y con un lenguaje que concede un peso fundamental al espacio, al los entornos enrarecidos donde transcurren estas historias de contornos imprecisos, pero con algo inquietante que se agita en su fondo.
Así pues, “Las cartas de Gerardo” son las cartas con que comienza la agonía de una relación amorosa, pese a no haber nada sospechoso en ellas; relación cuyos restos agónicos son la única materia de un relato situado, con acierto, en un albergue de mala muerte. Se produce una transformación monstruosa en “Estricnina”, imposible escapar de ella, incluso huyendo a un lugar exótico del norte de África; cada vez más evidente, conlleva una nueva y más aguda percepción de lo real. Un inventor con tendencia al aislamiento sólo sabe inventar inventos estériles (“La isla de los conejos”), y cuando pone en práctica un truculento experimento con animales, el resultado será un eco, una simbiosis con la naturaleza de su propia interioridad solitaria y corrompida, que se basta a sí misma. Recuerdos inventados o no, verdades a medias, son parte de la memoria infantil (“Regresión”), comparable al misterio de una barriada pobre de las afueras, o a la amistad que de algún modo fue posible entre dos amigas que, con el tiempo, no tienen nada en común.
En “París périphérie” el protagonista es el entorno suburbano de la capital francesa, en un relato sobre la desorientación, no solamente en un no-lugar de la periferia sino también en la vida del individuo, desconectado de sus semejantes… muy kafkiano. Sorprende el aire como decadente y poético en su estilización de “Myotragus”, con archiduques enfermos, Mallorca y su imaginario, las jerarquías del poder vistas desde la cima solitaria de esa jerarquía, y un animal extinto, la cabra-rata, como anhelo y núcleo de una obsesión por la mujer inalcanzada. En “Notas para una arquitectura del infierno” se dan cita la locura, la presencia del mal y un enigmático hermano mayor que entra y sale de la vida de un niño, luego adolescente que perseguirá su presencia fantasmal entre las iglesias, cementerios y lugares recónditos de Madrid, pero ¿Quién persigue a quién? De lo más extraño este… tanto como la soñadora que sueña los sueños de quienes la rodean (“La habitación de arriba”), en lo que es una mirada con lupa hacia las personas insignificantes y casi sin vida propia, personalidad ni aspiraciones, que se mueven anónimas hasta el punto de la desaparición. Los fantasmas ahora se aparecen en Facebook (“Memorial”), como el de una madre que vuelve, así de inexplicable, a traer recuerdos a la memoria de su hija, aún en proceso de duelo. Locura y dependencia, o quizá realidad, en un relato tan fantástico como a la vez dolorosamente real.
De nuevo la putrefacción literal en una pareja en “Encía”, la infección, la enfermedad, como lo único auténtico en medio de un conjunto de ficciones; una boda falsa, unas vacaciones, unas vidas precarias, una incomodidad persistente que deberá ser afrontada tarde o temprano. Y por último, “La adivina”, donde la vaga presencia de la adivinación no es siquiera algo en lo que creer; más bien es algo con lo que dar cierta forma a nuestras existencias en la cuerda floja, ya no en lo laboral, con los trabajos de mierda que tocan en suerte, sino en términos generales.