Gran cuentista estadounidense, Raymond Carver suele ser encasillado dentro del denominado realismo sucio, pero a diferencia de otros “realistas sucios” (Bukowski, Fante) nunca opta por la provocación escatológica (más bien al contrario), ni por lo abiertamente autobiográfico (más bien en detalles puntuales). Lo que hace de él un autor, en mi opinión, mucho menos accesible, aunque capaz de alcanzar mediante la escritura una depuración y una verdad (que no necesariamente es lo mismo que la belleza) no alcanzada quizá por otros, es una mirada pura, neutra (si algo así es posible), con la que observa las existencias de unos personajes sin nada de particular, cuyas historias apenas son tales, pues carecen del artificio de un principio atrapante, un nudo emocionante y un impactante desenlace, sin apenas intriga ni catársis. Carver es especialista en ver lo que nadie ve, en contar lo que nadie querría contar, pero que sin embargo es lo más importante. Los doce relatos de Catedral, como poemas en prosa hiperrealista, están hechos de frases cortas, de palabras concisas, y al mismo tiempo, con la libertad de quien no espera explicar ni entender nada. Aún así, contienen numerosos elementos absurdos y pintorescos (el pavo real de
Plumas, la oreja cortada de
Vitaminas), como algo inquietante que espera tras la realidad del día a día, o pequeñas pero significativas alteraciones de la cotidianeidad (como la nevera averiada en
Conservación). En
Desde donde llamo y
La brida, protagonistas-testigos iluminan la realidad en torno suyo, y en
Fiebre, es algo tan normal como la fiebre lo que lleva a superar un trauma.
Carver da un lenguaje y un objetivo propio al cuento, lo convierte en una instantánea de la vida, de momentos tan irrelevantes como a veces fundamentales de ésta. Y aunque suele retratar un mundo muy estadounidense de clase media-baja, de empleos y desempleos, de problemas con el alcohol y la pareja, hay algo atemporal en lo que cuenta, sin grandes reflexiones ni juicios morales (
La casa de Chef, una cosa tremenda en apenas unos trazos, o
Cuidado, la odisea de un tipo con un tapón en el oído). Se limita a encogerse de hombros, adoptando una filosofía resignada, estoica, que podría confundirse con pesimismo. El azar tiene un papel destacado, por lo tanto, a la hora de poner al lector ante la fragilidad del individuo contemporáneo, de los anti-héroes que pueblan estas páginas;
El compartimento hace un uso magistral de ese azar (un tren, un hombre que espera reencontrarse con un hijo, un reloj que parece haber sido robado), y
Parece una tontería, para mí la obra maestra del volumen, y no solamente por lo duro de la temática (la pérdida repentina de un hijo por culpa de un accidente fatal), une humanamente, gracias también al azar, a unos personajes inconexos más allá de una relación puramente contractual (los padres del niño y un pastelero hasta el gorro de trabajo). El contexto suele estar sugerido vagamente y hay mucho más tras lo aparente (
El tren, todo un ejercicio en torno a una incógnita surrealista y la limitación del punto de vista). El cuento que da título al libro, una declaración de intenciones y puro Carver condensado, una especie de milagro cotidiano.
No tiene mucho sentido comentar uno por uno y en profundidad cada cuento (el argumento es lo de menos), cosa que contribuye a dar una unidad al volumen, cual tejido de vidas anónimas, inconexas, con un fondo común todas ellas. En el fondo, lo que hacía este autor era algo de una simplicidad tan grande que, irónicamente, nos retrata como especie mejor que casi nadie.