El Mundo. Opinión. Pedro J. Ramirez 29/09/2013
Fantasía de la jura del Príncipe Regente
Los mismos que hace unos meses, cuando hubo que operarle de la espalda, propugnaban la abdicación del Rey, ahora que ha habido que volver a operarle de la cadera, han propugnado la Regencia. Se trata de la misma intriga sólo que disfrazada de forma menos agresiva: el Príncipe asumiría las funciones del Jefe del Estado sólo de forma provisional, pero esa interinidad se prolongaría indefinidamente con las coartadas de la larga convalecencia, la mala salud general y la avanzada edad del Rey. Eso supondría que cuando se produjera el fallecimiento de Don Juan Carlos, el heredero subiría al trono con la experiencia de haber ejercido durante años como Príncipe Regente.
El debate ha sido impulsado por personajes ambiciosos con mucha prisa por asegurarse posiciones de influencia en un imaginario nuevo régimen felipista y ha contado otra vez con activos topos en el entorno de la propia Casa Real. Pero también ha sido alentado por políticos y comentaristas que han encontrado eco en una opinión pública sensible a los argumentos del relevo generacional, los crecientes achaques de un «anciano que lucha por su salud» o la gran preparación del Príncipe.
La última trinchera de estos impulsores de la jubilación de facto de Don Juan Carlos es la demanda de una regulación de las funciones del heredero de la Corona que en la práctica permita a Don Felipe ejercer como Jefe del Estado antes de serlo. Desde EL MUNDO siempre hemos defendido la necesidad de desarrollar el Título Segundo de la Constitución mediante una Ley del Rey que establezca los derechos, deberes e incompatibilidades de los miembros de su familia o sus propias obligaciones a la hora de informar al Gobierno sobre actividades privadas o viajes al extranjero. Pero una cosa es que en ese contexto quepa precisar supuestos relacionados con la abdicación, la Regencia o la delegación de funciones en el Príncipe y otra que haya que legislar a uña de caballo para encontrar la manera de quitar de en medio a Don Juan Carlos cuanto antes.
La mayor utilidad de haber sacado a colación el artículo 59.2 de la Constitución ha sido recordarnos el terrible castellano en que está redactada nuestra Carta Magna. Dice literalmente: «Si el Rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las Cortes Generales, entrará a ejercer inmediatamente la Regencia el Príncipe heredero». ¿Cómo que «si el Rey se inhabilitare»? ¿A qué viene ese reflexivo? ¿Significa que sólo habría lugar a la Regencia si el daño físico o mental que le impidiera desempeñar sus funciones se lo hubiera causado el Rey a sí mismo? Es verdad que Don Juan Carlos venía dando muestras desde su juventud de una inaudita capacidad de estamparse contra puertas, tropezarse en escalones y meterse en charcos. Cualquiera diría, sin embargo, que los constituyentes lo interiorizaron hasta el extremo de no contemplar las demás hipótesis de avería grave en la real persona, fruto de los imponderables de la salud o la acción de terceros.
Pero hagamos abstracción de tan lamentable lapsus, imaginemos que la Constitución estuviera correctamente escrita y dijera lo que quiere decir –o sea «si el Rey quedara inhabilitado»– y entremos en el fondo del asunto. ¿Desde cuándo la cirugía ortopédica imposibilita desempeñar sus actividades a nadie que no sea futbolista o torero, ebanista o albañil?
Hay quienes en la redacción bromean que si siento últimamente tanta simpatía por el Rey es porque nos operó el mismo cirujano –el estupendo doctor Villamor– en el mismo buen hospital y nos puso las mismas prótesis en ambas caderas. Los más malévolos añaden que en cierto modo le estoy agradecido porque después de que a él se le luxara la derecha –8% de riesgo– y se le infectara la izquierda –1% de riesgo–, las posibilidades de que a mí me suceda lo mismo se han vuelto infinitesimales. Toquemos madera.
Lo que puedo atestiguar es que cada una de las dos veces que me operaron sólo dejé de intervenir en el proceso de toma de decisiones del periódico durante unas pocas horas y no llegó a la semana el tiempo que estuve sin ir a la redacción. Hay diferencia de edad pero ni yo soy Ironman ni, como ha dicho el doctor Cabanela, el Rey está nada mal para sus años. La convalecencia va a ser en este caso más larga por la necesidad de volver a pasar por el quirófano, pero igual que es posible hacer portadas o escribir artículos con las muletas al lado, también es posible recibir a personalidades o firmar decretos después de las sesiones de rehabilitación.
Aunque ha habido otras Regencias, de haber prosperado esta maniobra habría sido la segunda vez en la Historia de España en la que las Cortes hubieran transferido los poderes de un Rey en ejercicio, invocando su supuesta incapacidad para desempeñarlos. El único precedente es el que tuvo lugar entre el 11 y el 15 de junio de 1823 cuando los diputados acordaron que sólo un estado de enajenación transitoria podía explicar que Fernando VII se negara a trasladarse de Sevilla a Cádiz cuando la vanguardia de los Cien Mil Hijos de San Luis había cruzado ya Despeñaperros. Sus poderes fueron transferidos a una Regencia, integrada por los generales Valdés, Ciscar y Vigodet, que organizó la salida de Sevilla y tras cruzar el puente de Zuazo para entrar en Cádiz repuso al Rey en sus funciones. Fernando VII se limitó a comentar: «O sea que ya no estoy loco…», mientras rumiaba la condena a muerte de todos los implicados.
La coartada de la locura se apoyaba en el artículo 187 de La Pepa que prescribía la Regencia «cuando el Rey se halle imposibilitado por cualquier causa física o moral» pero tenía el ofensivo agravante de lo ocurrido en Gran Bretaña, donde la aguda enfermedad mental de Jorge III había dado lugar a nueve años de Regencia del que luego sería coronado como Jorge IV. Si no fuera por el habitual desconocimiento de la Historia que rige por estos lares, podría pensarse que la prosperidad económica, la vitalidad social y cultural y los triunfos militares –Waterloo incluido– durante aquella célebre Regencia, allende el Canal de la Mancha, han debido moldear el inconsciente de quienes propugnaban que algo parecido sucediera ahora en España.
Nadie se ha atrevido a decir que el Rey Juan Carlos esté loco –aunque no falte quien ponga el foco en sus esporádicos brotes de mal humor– pero muchos insisten en que está viejo, como si se tratara de un automóvil al que toca retirar de la circulación. Quienes alegan eso de forma bienintencionada ignoran cuál es la esencia de la Monarquía y sin saberlo incurren en el espejismo de creer que bastará con adelantar de facto el hecho sucesorio para que la peor de nuestras calles adquiera el lustre de las arcadas curvas de Regent Street y el peor de nuestros parques la prestancia de los jardines de Regent Park.
Ni soy monárquico, ni dejo de serlo, pero si hemos adoptado esa forma de Gobierno –contraponiendo a la contingencia del poder ejecutivo la permanencia del Jefe del Estado– debemos ser coherentes al aplicar sus normas. Máxime cuando el Rey, llámese Juan Carlos o Felipe, no dispone de atribuciones constitucionales que le permitan incidir de forma determinante en ninguno de los problemas que nos acongojan.
Es cierto que, como se vio en Buenos Aires, el Príncipe está muy bien preparado para ejercer las funciones que le corresponderán un día; pero al margen de que Don Felipe también es él y sus circunstancias, nada podría dañarle tanto como que se creara el precedente de hacerle llegar por un atajo. En todo caso el mito de la abdicación o relevo vía Regencia del Rey como factor de cambio y elemento dinamizador es un engañabobos que sólo sirve para encubrir la esclerosis de nuestra política y el bloqueo de cualquier proyecto regenerador en todos los demás ámbitos de la vida pública española.
Esta semana, mientras el perdedor en las elecciones alemanas dimitía de todos sus cargos, tanto Rajoy como Rubalcaba han anunciado que pretenden ser candidatos en 2015 y prolongar por lo tanto sus auxilios mutuos, al modo de Cánovas y Sagasta, hasta los albores de 2020. Con las responsabilidades políticas contraídas por el uno en ese caso Bárcenas del que, como se ha visto en Estados Unidos, no podrá despegarse nunca; y por el otro, por no remontarnos más allá, en el oprobioso caso Faisán, en ningún otro país democrático tendrían la más remota posibilidad de sucederse a sí mismos. Pero como en España la suma de la ley electoral, la falta de democracia interna y el dinerito fresco que manejan los partidos les permite depender tan sólo de quienes dependen de ellos, es muy probable que se salgan con la suya.
De igual manera cada vez está más claro que en España o lo que quede de ella se está consolidando una casta de intocables, cuyo poder fáctico supera con creces al de los mejores espadones del XIX, constituida por esos banqueros y grandes empresarios que, directa o indirectamente, formando en la práctica un cerrado cartel, han empezado a quedarse con los medios de comunicación más influyentes. Tendría gracia que la forma de compensar la falta de renovación en la política y sus aledaños fuera cambiando apresuradamente de Rey. Rajoy seguiría breándonos a impuestos sin crear empleo, Rubalcaba haciéndole el juego atornillado a su sillón y los separatistas escalando impunemente hacia la destrucción del Estado, con los de siempre mandando entre bambalinas, pero tendríamos un joven Regente en vez de un anciano Rey.
Como, a diferencia de tantos otros, nunca le hice la pelota a Don Juan Carlos, puedo repetir aquí lo mismo que acabo de declarar en la edición norteamericana de Vanity Fair: siempre habrá sombras «embarazosas» que planearán sobre su figura, pero «en el fondo» ha sido y sigue siendo «un gran Rey». Además la edad no está en el esqueleto sino en el corazón y cualquiera que se fije, en esa foto que ocupó la portada de EL MUNDO, en la mirada pícara y chispeante que, clavado sobre sus muletas, dirigió horas antes de volver a pasar por el «taller» a la cámara de Alberto Cuéllar, se dará cuenta de que Don Juan Carlos se siente a veces como el travieso Tom Sawyer, a punto de presentarse en la iglesia en la que se celebra su propio funeral o de colarse en el taller en el que se pinta el cuadro de la jura de su heredero. Que los impacientes sepan que cuando a Sorolla le encargaron en 1890 que concluyera el histórico óleo de Jover sobre la proclamación de la Regente que hoy remeda Ricardo Martínez con el talento que siempre honra a esta sección, tardó ocho años más en entregarlo.
pedroj.ramirez@elmundo.es