Cajón de sastre

ARTURO PÉREZ-REVERTE

Una historia de España (V)



Y fue el caso, o sea, que mientras el imperio se iba a tomar por saco entre bárbaros por un lado y decadencia romana por otro, y el mundo civilizado se partía en pedazos, en la Hispania ocupada por los visigodos se discutía sobre el trascendental asunto de la Santísima Trinidad. Y es que de entonces (siglo V más o menos), datan ya nuestros primeros pifostios religiosos, que tanto iban a dar de sí en esta tierra antaño fértil en conejos y siempre fértil en fanáticos y en gilipollas. Porque los visigodos, llamados por los romanos para controlar esto, eran arrianos. O sea, cristianos convertidos por el obispo hereje Arrio, que negaba que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tuvieran los mismos galones en la bocamanga; mientras que los nativos de origen romano, católicos obedientes a Roma, sostenían lo de un Dios uno, trino y no hay más que hablar porque lo quemo a usted si me discute. Así prosiguió ese tira y afloja de las dos Hispanias, nosotros y ellos, quien no está conmigo está contra mí, tan español como la tortilla de patatas o el paredón al amanecer, con los obispos de unos y otros comiéndole la oreja a los reyes godos, que se llamaban Ataúlfo, Teodoredo y tal. Hasta que en tiempos de Leovigildo, arriano como los anteriores, consiguieron que su hijo Hermenegildo se hiciera católico y liaron nuestra primera guerra civil; porque el niñato, con el fanatismo del converso y la desvergüenza del ambicioso, se sublevó contra su papi. Que en líneas generales estaba resultando ser un rey bastante decente y casi había logrado, con mucho esfuerzo y salivilla, unificar de nuevo esta casa de putas, a excepción de las abruptas tierras vascas; donde, bueno es reconocerlo históricamente, la peña local seguía belicosamente enrocada en sus montañas, bosques, levantamiento de piedras e irreductible analfabetismo prerromano. El caso es que al nene Hermenegildo acabó capturándolo su padre Leovigildo y le dio matarile por la que había liado; pero como el progenitor era listo y conocía el paño, se quedó con la copla. Esto de una élite dominante arriana y una masa popular católica no va a funcionar, pensó. Con estos súbditos que tengo. Así que cuando estaba recibiendo los óleos llamó a su otro hijo Recaredo -la monarquía goda era electiva, pero se las arreglaron para que el hijo sucediera al padre- y le dijo: mira, chaval, éste es un país con un alto porcentaje de hijos de puta por metro cuadrado, y su naturaleza se llama guerra civil. Así que hazte católico, pon a los obispos de tu parte y unifica, que algo queda. Si no, esto se va al carajo. Recaredo, chico listo, abjuró del arrianismo, organizó el tercer concilio de Toledo, dejó que los obispos proclamaran santo y mártir al capullo de su hermano difunto, desaparecieron los libros arrianos -primera quema de libros de nuestra muy inflamable historia- y la iglesia católica inició su largo y provechoso, para ella, maridaje con el Estado español, o lo que esto fuera entonces; luna de miel que, con altibajos propios de los tiempos revueltos que trajeron los siglos, se prolongaría hasta hace poco en la práctica (confesores del rey, pactos, concordatos) y hasta hoy mismo (véase la simpática cara de monseñor Rouco) en las consecuencias. De todas formas, justo es reconocer que cuando los clérigos no andaban metidos en política desarrollaban cosas muy decentes. Llenaron el paisaje de monasterios que fueron focos culturales y de ayuda social, y de sus filas salieron fulanos de alta categoría, como el historiador Paulo Orosio o el obispo Isidoro de Sevilla -San Isidoro para los amigos-, que fue la máxima autoridad intelectual de su tiempo, y en su influyente enciclopedia Etimologías, que todavía hoy ofrece una lectura deliciosa, resumió con admirable erudición todo cuanto su gran talento pudo rescatar de las ruinas del imperio devastado; de la noche que las invasiones bárbaras habían extendido sobre Occidente, y que en Hispania fue especialmente oscura. Con la única luz refugiada en los monasterios, y la influyente iglesia católica moviendo hilos desde concilios, púlpitos y confesionarios, los reyes posteriores a Recaredo, no precisamente intelectuales, se enzarzaron en una sangrienta lucha por el poder que habría necesitado, para contarla, al Shakespeare que, como tantas otras cosas, en España nunca tuvimos. De los treinta y cinco reyes godos, la mitad palmaron asesinados. Y en eso seguían cuando hacia el año 710, al otro lado del Estrecho de Gibraltar, resonó un grito que iba a cambiarlo todo: No hay otro Dios que Alá, y Mahoma es su profeta.

(Continuará).

http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/arturo-perez-reverte/20130714/historia-espana-5785.html
 
Risto Mejide

Huye

Huye. Vete. Tan lejos como puedas. Corre y no pares hasta donde te permita tu bolsillo, tu memoria y las fuerzas que puedas aparentar. El destino en realidad importa menos de lo que piensas. Estarás saliendo de un país que se está cargando el suyo. Así que cualquier destino será mejor que uno que ha dejado de existir.

Espera, no sé si me estoy explicando bien. Estoy diciendo que te largues. De vacaciones, de trabajo o por simple curiosidad, da igual. Y te lo estoy diciendo por tu bien. Ellos no se piensan largar, ya lo intenté e inexplicablemente no me han hecho ni caso. Qué raro. Con el poder e influencia que tengo. En fin, que no luches. Que eso es justo lo que quieren: que protestes, para poder llamarte demagogo, anticonstitucional o, directamente, ignorante. Vamos, que si luchas aquí te acabarás quedando solo. O peor, acompañado por un representante del pueblo, un mitin, unos cuantos chanchullos y un programa electoral.

Este país no está en crisis. Está en coma. Un coma de esos irreversibles en los que hay que decidir si esperar a que ocurra algún milagro o directamente desenchufar. Ojalá ocurra lo primero, o lo segundo, da igual, mira, al menos nos estaría pasando algo.

Aquí, a base de transfusiones contaminadas y putrefactas, unos cuantos listillos se han ido cargando la sangre que mantiene viva y oxigenada a cualquier sociedad: la confianza. Nuestra confianza. Tu confianza. Y ahora que no quedan apenas fuerzas ni para levantarnos, ahora descubrimos que un tipo que está en la cárcel es el único que está dispuesto a contarnos la verdad. Ah, y además lo hace por venganza, no te vayas a pensar que lo hace por un repentino ataque de honestidad. Te estoy hablando del hombre del momento -si el PP no se atreve a pronunciar su nombre, yo tampoco, no vaya a ser una superstición chunga de la que no me he enterado- todo un héroe dentro de la cárcel de Soto del Real.

Tampoco mires hacia cualquier otro lado, ni izquierda, ni derecha, ni arriba, ni abajo, porque sólo destaparás más espabilados, mamones pestilentes y corruptos que comparecen, sobreactúan, se tapan unos a otros, se imputan y se desimputan y acaban exculpados, sobreseídos, prescritos y diluidos en la más insolente nada o peor aún, indultados por cualquier amiguete a pie de página de la actualidad.

Y mientras, eso sí, les seguimos haciendo cosquillas con pírricas manifestaciones callejeras que por no salir, no salen ni en los informativos locales, porque han dejado de preocupar a quienes tendrían que preocupar. Cuando deberíamos estar cada fin de semana en la portada del The New York Times. Pero eso sí que no, no vayamos a hacerle daño a la Marca España, que luego sube la prima de riesgo, con lo controladita que ahora la tenemos, ¿verdad? Ay mira, la intención de voto «se ha desplomado» unas décimas, «reconfigurando» el panorama electoral. Pero qué panorama ni panorama. Aquí la única Marca España realmente eficaz es la que imprime la silla de un cargo en el culo del que la ocupa. Esa sí que es para toda la vida. Lo demás, esta inacción, este sometimiento, este borreguismo nos hace cómplices del mamoneo que tanto criticamos. Y ya no te digo si encima les pensamos volver a votar.

Así que huye. Vete. Cuando se acaba la confianza, huir ya no es de cobardes. Huir pasa a ser cosa de valientes. De basta ya. De ahí te quedas. De se acabó. Lo que es de cobardes es quedarse para callar. Quedarse para aguantar lo que estamos aguantando. Quedarse para otorgar. Porque aquí, el que calla ya puede ir abriendo bien la boca.

Huye. Sal aún que puedes. De verdad. Planifica bien tu salida, pero hazlo ya. Y no te preocupes del nombre o la explicación que le das a la huida, pues ya no dependerá de tus intenciones, sino de tu situación laboral.

Si todavía tienes trabajo, disfruta de tus mal llamadas vacaciones. Como si algún puesto de trabajo pudiese aún disfrutar de un estado vacante con total tranquilidad. No sé si las necesitas, pero lo que sí estoy seguro es que te las has ganado. Aunque sólo sea por ser capaz de conservar algo tan preciado. Cuando no tengas más remedio, vuelve. Pero no esperes que haya mejorado en algo la situación.

Si estás estudiando, alguien dirá que es una fuga de cerebros. No te preocupes, el Rey acaba de darnos permiso. Tienes su bendición, esa que tanto esperabas. Además, comprobarás en propia piel la ley de gravitación universal de Newton: la gravedad de las ocurrencias del ministro Wert te parecerá inversamente proporcional a los kilómetros que pongas de por medio. Vamos, que a medida que te alejes ganarás en felicidad.

Y por último, si ni estudias ni trabajas, llámalo éxodo, llámalo lucidez mental. Automáticamente dejarás de ser un ni-ni y pasarás a ser un emigrante, palabra mucho más digna y con más futuro, para qué nos vamos a engañar.

Tú huye que aún puedes.

Yo si eso me quedo, que así tocamos a más.

por Risto Mejide

http://www.elperiodico.com/es/noticias/al-contrataque/huye-2503833
 
ABC: La red es de izquierdas porque los liberales y la gente de bien trabaja.

Internet ha creado una nueva sociedad y la Red es un continente en sí. Pero el pretender que este continente es democrático es una impostura: la Red es un campo de batalla ideológico donde las minorías organizadas y activas se imponen a la mayoría silenciosa. La Red es antidemocrática, populista, extremista y de izquierdas la mayoría de las veces. La expresión más consumada de esta toma de poder por parte de los activistas, a quienes ni la verdad ni la realidad importan, es, sin lugar a dudas, la Wikipedia. Empezando por las reseñas biográficas.

La Wikipedia es la principal fuente a la que recurre el internauta para descubrir o verificar las biografías de los hombres ilustres del pasado, y más aún de nuestros contemporáneos. Si, por ventura, conocemos de antemano lo esencial de estas biografías contemporáneas, empezando por la de uno mismo, nos quedamos estupefactos ante lo repletas de errores que están, lo sesgadas que están por el odio y lo impregnadas que están por la ideología, generalmente de izquierdas y a veces racista, de los comentaristas de la Wikipedia que también son los autores de estas rúbricas. Me permito poner mi caso como ejemplo, solo porque conozco el tema, ya que en mi biografía aparece que mis padres eran judíos y apátridas -lo que es verdad-, pero en Francia no tiene una connotación neutra: apátrida es un insulto clásico en la vida intelectual francesa. Como mis libros están traducidos a varios idiomas, la reseña de la Wikipedia indica que «habrían sido traducidos», y ese condicional levanta una sospecha sobre algo que es, sin embargo, una verdad comprobable. Cualquier internauta puede intervenir en la Wikipedia para corregir errores... o para aportar otros; por tanto, he tratado varias veces de restablecer la realidad en mi propia reseña. Cada vez que lo hacía, un internauta restablecía el error o la sospecha una hora después de mi intervención. En varias ocasiones, he sustituido el «habrían sido traducidos» por «han sido traducidos», en vano. Cual diablillo encaramado en mi hombro, algún internauta anónimo volvía a poner al instante el verbo en condicional.

Algunos, por apego a su buena reputación, o a veces por vanidad, renuncian a corregir la Wikipedia y crean su propio sitio personal, que propone a los internautas una biografía alternativa. Pero como la Wikipedia es el más consultado, es el que aparece en cabeza de la clasificación, mientras que el sitio autónomo se verá relegado a los infiernos por cualquier motor de búsqueda: no es fácil escapar de la trampa de la Wikipedia que impone su verdad sesgada. Por eso, le pregunté en Nueva York a Jimmy Wales, el fundador de la Wikipedia, por qué las biografías estaban repletas de errores y de juicios llenos de odio. Jimmy Wales no niega el carácter «inestable» de las biografías, «sobre todo para los vivos», precisa. El hecho de estar vivo y activo moviliza a los adversarios, que siempre intervienen en mayor número en internet que los amigos y los partidarios. Si estamos de acuerdo con tal o cual autor o persona pública, es raro que vayamos a la Red para manifestar nuestro apoyo, mientras que los adversarios tienen el tiempo y la ira para hacerlo. «Cuando estamos muertos», me tranquiliza Jimmy Wales, «las biografías se estabilizan y se vuelven más objetivas»; en definitiva, basta con esperar.

Los temas de actualidad también son objeto de controversias y sufren el sesgo de comentaristas comprometidos. Hace poco hice una consulta sobre «la enfermedad de los fresnos», preocupado por los míos, ya que estos árboles corren el riesgo de desaparecer en Europa, devorados por un coleóptero, igual que, hace treinta años, murieron los olmos. La Wikipedia en francés menciona este insecto, pero atribuye su proliferación a unas causas que parecen más ideológicas que científicas: la globalización, los organismos genéticamente modificados y el calentamiento climático, es decir, la trilogía diabólica de los ecologistas y de los neomarxistas. En inglés, la ficha de la Wikipedia no menciona ninguna de estas razones, lo que refleja unas relaciones de fuerza políticas diferentes en Europa y en EE.UU.

Otro ejemplo: al tratar de escribir algunas referencias sobre la Revolución Verde en India para escribir un ensayo económico, descubrí con estupor que, según la mayoría de los sitios web, esta fue supuestamente concebida por fundaciones estadounidenses (Ford) y, por lo tanto, presuntamente para desestabilizar la sociedad india, al dar lugar a nuevas desigualdades sociales y a la aparición de barrios de chabolas (sic). No se dice en esos sitios -la Wikipedia en particular- que, gracias a la Revolución Verde, la gente ya no se muere de hambre en India, ni que el país se ha convertido en exportador de arroz. Es verdad que la Revolución Verde, al mejorar la productividad agrícola, desplazó a los agricultores hacia los empleos industriales. Pero ¿no es esa la senda hacia cualquier tipo de crecimiento? Sin duda alguna habría sido mejor, según nuestros internautas, que el campesino indio siguiese encorvado sobre su parcela y se muriese de hambre en vez de entrar en el ciclo del desarrollo económico. Adivinamos qué ideología se encuentra detrás de esta interpretación deshonesta de la Revolución Verde: la Red se encuentra en manos de los biempensantes «antiglobalización» y anticapitalistas, enfadados con nuestra época y con lo que se ha dado en llamar Progreso. Para estos ideólogos modernos, la Red es un refugio, una sociedad alternativa que dominan a salvo de cualquier control democrático y lejos de la realidad.

Bastaría, ¿no es cierto?, con que los liberales (un término empleado aquí de forma genérica para designar a los partidarios del Estado de Derecho y de la economía real) interviniesen en la Red con la misma frecuencia que sus adversarios para restablecer no la verdad, pero sí al menos un equilibrio y una libertad de elección para el lector. Pero los liberales no tienen tiempo para hacerlo porque están inmersos en unas actividades productivas que les impiden pasar el día en internet. Por lo general, los de izquierdas y otros extremistas ejercen en la sociedad unas funciones que les permiten vivir en lo virtual, o no ejercen ninguna, y la asimetría ideológica en la Red es un reflejo de esta asimetría social. Por otra parte, los liberales tienden a ver en la Red un espacio puramente funcional. Pero la Red no es solo funcional porque determina las ideas recibidas, más decisivas que los hechos y las pruebas. La Red no es ni una fuente de verdad ni una democracia, y la Wikipedia es lo contrario de la Enciclopedia de la Ilustración. Esta apropiación de la Red por parte de minorías activas no tendría importancia si la Red fuese insignificante, pero no lo es porque acaba con el papel para convertirse en la principal fuente de la información. Existe, por tanto, una auténtica batalla de la Red y, por el momento, los liberales se dejan manejar.

http://www.abc.es/lasfirmasdeabc/20130724/abci-continente-izquierdas-201307241144.html
 
Quiere decirse, con esta chorrada del ABC, que la RED es una colmena de zánganos y lo virtual habita la clase obrera no trabajadora y no productiva, y que lo únicos que rinden y dan el callo son los liberales y encargados de llevar por el camino de la productividad a la sociedad.


:fiu:fiu:fiu
 
ARTURO PÉREZ-REVERTE

Una historia de España (VI).


En el año 711, como dicen esos guasones versos que con tanta precisión clavan nuestra historia: «Llegaron los sarracenos / y nos molieron a palos; / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos». Suponiendo que a los hispano-visigodos se los pudiera llamar buenos. Porque a ver. De una parte, dando alaridos en plan guerra santa a los infieles, llegaron por el norte de África las tribus árabes adictas al Islam, con su entusiasmo calentito, y los bereberes convertidos y empujados por ellos. Para hacerse idea, sitúen en medio un estrecho de solo quince kilómetros de anchura, y pongan al otro lado una España, Hispania o como quieran llamarla -los musulmanes la llamaban Ispaniya, o Spania-, al estilo de la de ahora, pero en plan visigodo, o sea, cuatro millones de cabrones insolidarios y cainitas, cada uno de su padre y de su madre, enfrentados por rivalidades diversas, regidos por reyes que se asesinaban unos a otros y por obispos entrometidos y atentos a su negocio, con unos impuestos horrorosos y un expolio fiscal que habría hecho feliz a Mariano Rajoy y a sus más infames sicarios. Unos fulanos, en suma, desunidos y bordes, con la mala leche de los viejos hispanorromanos reducidos a clases sociales inferiores, por un lado, y la arrogante barbarie visigoda todavía fresca en su prepotencia de ordeno y mando. Añadan el hambre del pueblo, la hipertrofia funcionarial, las ambiciones personales de los condes locales, y también el hecho de que a algún rey de los últimos le gustaban las señoras más de lo prudente -tampoco en eso hay ahora nada nuevo bajo el sol-, y los padres, y tíos, y hermanos y tal de algunas prójimas le tenían al lujurioso monarca unas ganas horrorosas. O eso dicen. De manera que una familia llamada Witiza, y sus compadres, se compincharon con los musulmanes del otro lado, norte de África, que a esas alturas y por el sitio (Mauretania) se llamaban mauras, o moros: nombre absolutamente respetable que han mantenido hasta hoy, y con el que se les conocería en todas las crónicas de historias escritas sobre el particular -y fueron unas cuantas- durante los siguientes trece siglos. Y entre los partidarios de Witiza y un conde visigodo que gobernaba Ceuta le hicieron una cama de cuatro por cuatro al rey de turno, que era un tal Roderico, Rodrigo para los amigos. Y en una circunstancia tan española -para que luego digan que no existimos- que hasta humedece los ojos de emoción reconocernos en eso tantos siglos atrás, prefirieron entregar España al enemigo, y que se fuera todo a tomar por saco, antes que dejar aparte sus odios y rencores personales. Así que, aprovechando -otra coincidencia conmovedora- que el tal Rodrigo estaba ocupado en el norte guerreando contra los vascos, abrieron la puerta de atrás y un jefe musulmán llamado Tariq cruzó el Estrecho (la montaña Yebel-Tariq, Gibraltar, le debe el nombre) y desembarcó con sus guerreros, frotándose las manos porque, gobierno y habitantes aparte, la vieja Ispaniya tenía muy buena prensa entre los turistas muslimes: fértil, rica, clima variado, buena comida, señoras guapas y demás. Y encima, con unas carreteras, las antiguas calzadas romanas, que eran estupendas, recorrían el país y facilitaban las cosas para una invasión, nunca mejor dicho, como Dios manda. De manera que cuando el rey Rodrigo llegó a toda candela con su ejército en plan a ver qué diablos está pasando aquí, oigan, le dieron las suyas y las del pulpo. Ocurrió en un sitio del sur llamado La Janda, y allí se fueron al carajo la España cristianovisigoda, la herencia hispanorromana, la religión católica y la madre que las parió. Porque los cretinos de Witiza, el conde de Ceuta y los otros compinches creían que luego los moros iban a volverse a África; pero Tariq y otro fulano que vino con más guerreros, llamado Muza, dijeron «Nos gusta esto, chavales. Así que nos quedamos, si no tenéis inconveniente». Y la verdad es que inconvenientes hubo pocos. Los españoles de entonces, a impulsos de su natural carácter, adoptaron la actitud que siempre adoptarían en el futuro: no hacer nada por cambiar una situación; pero, cuando alguien la cambia por ellos y la nueva se pone de moda, apuntarse en masa. Lo mismo da que sea el Islam, Napoleón, la plaza de Oriente, la democracia, no fumar en los bares, no llamar moros a los moros, o lo que toque. Y siempre, con la estúpida, acrítica, hipócrita, fanática y acomplejada fe del converso. Así que, como era de prever, después de La Janda las conversiones al Islam fueron masivas, y en pocos meses España se despertó más musulmana que nadie. Como se veía venir. (Continuará).

http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/arturo-perez-reverte/20130728/historia-espana-5887.html
 
ARTURO PÉREZ-REVERTE


Una historia de España (VII)


Estábamos en que los musulmanes, o sea, los moros, se habían hecho en sólo un par de años con casi toda la España visigoda; y que la peña local, acudiendo como suele en socorro del vencedor, se convirtió al Islam en masa, a excepción de una estrecha franja montañosa de la cornisa cantábrica. El resto se adaptó al estilo de vida moruno con facilidad, prueba inequívoca de que los hispanos estaban de la administración visigoda y de la iglesia católica hasta el extremo del cimbel. La lengua árabe sustituyó a la latina, las iglesias se convirtieron en mezquitas, en vez de rezar mirando a Roma se miró a La Meca, que tenía más novedad, y la Hispania de romanos y visigodos empezó a llamarse Al Andalus ya en monedas acuñadas en el año 716. Calculen cómo fue de rápido el asunto, considerando que, sólo un siglo después de la conquista, un tal Álvaro de Córdoba se quejaba de que los jóvenes mozárabes -cristianos que aún mantenían su fe en zona musulmana- ya no escribían en latín, y en los botellones de entonces, o lo que fuera, decían «Qué fuerte, tía» en lengua morube. El caso fue que, con pasmosa rapidez, los cristianos fueron cada vez menos y los moros más. Cómo se pondría la cosa que, en Roma, el papa de turno emitió decretos censurando a los hispanos o españoles cristianos que entregaban a sus hijas en matrimonio a musulmanes. Pero claro: ponerte estrecho es fácil cuando eres papa, estás en Roma y nombras a tus hijos cardenales y cosas así; pero cuando vives en Córdoba o Toledo y tienes dirigiendo el tráfico y cobrando impuestos a un pavo con turbante y alfanje, las cosas se ven de otra manera. Sobre todo porque ese cuento chino de una Al Andalus tolerante y feliz, llena de poetas y gente culta, donde se bebía vino, había tolerancia religiosa y las señoras eran más libres que en otras partes, no se lo traga ni el idiota que lo inventó. Porque había de todo. Gente normal, claro. Y también intolerantes hijos de la gran puta. Las mujeres iban con velo y estaban casi tan fastidiadas como ahora; y los fanáticos eran, como siguen siendo, igual de fanáticos, lleven crucifijo o media luna. Lo que, naturalmente, tampoco faltó en aquella España musulmana fue la división y el permanente nosotros y ellos. Al poco tiempo, sin duda contagiados por el clima local, los conquistadores de origen árabe y los de origen bereber ya se daban por saco a cuenta de las tierras a repartir, las riquezas, los esclavos y demás parafernalia. Asomaba de nuevo las orejas la guerra civil que en cuanto pisas España se te mete en la sangre -para entonces ya llevábamos unas cuantas-, cuando ocurrió algo especial: como en los cuentos de hadas, llegó de Oriente un príncipe fugitivo joven, listo y guapo. Se llamaba Abderramán, y a su familia le había dado matarile el califa de Damasco. Al llegar aquí, con mucho arte, el chaval se proclamó una especie de rey -emir, era el término técnico- e independizó Al Andalus del lejano califato de Damasco y luego del de Bagdad, que hasta entonces habían manejado los hilos y recaudado tributos desde lejos. El joven emir nos salió inteligente y culto -de vez en cuando, aunque menos, también nos pasa- y dejó la España musulmana como nueva, poderosa, próspera y tal. Organizó la primera maquinaria fiscal eficiente de la época y alentó los llamados viajes del conocimiento, con los que ulemas, alfaquíes, literatos, científicos y otros sabios viajaban a Damasco, El Cairo y demás ciudades de Oriente para traerse lo más culto de su tiempo. Después, los descendientes de Abderramán, Omeyas de apellido, fueron pasando de emires a califas, hasta que uno de sus consejeros, llamado Almanzor, que era listo y valiente que te rilas, se hizo con el poder y estuvo veinticinco años fastidiando a los reinos cristianos del norte -cómo crecieron éstos desde la franja cantábrica lo contaremos otro día- en campañas militares o incursiones de verano llamadas aceifas, con saqueos, esclavos y tal, una juerga absoluta, hasta que en la batalla de Calatañazor le salió el cochino mal capado, lo derrotaron y palmó. Con él se perdió un tipo estupendo. Idea de su talante lo da un detalle: fue Almanzor quien acabó de construir la mezquita de Córdoba; que no parece española por el hecho insólito de que, durante doscientos años, los sucesivos gobernantes la construyeron respetando lo hecho por los anteriores; fieles, siempre, al bellísimo estilo original. Cuando lo normal, tratándose de moros o cristianos, y sobre todo de españoles, habría sido que cada uno destruyera lo hecho por el gobierno anterior y le encargara algo nuevo al arquitecto Calatrava.
(Continuará)

http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/arturo-perez-reverte/20130811/historia-espana-5971.html
 
María, por Salvador Sostres.

Le puse a mi hija Maria como una declaración de principios. Maria, madre de Dios. Hay que poner nombres que vengan en el santoral. Nombres serios, sólidos. Se empieza poniéndole Kevin a tu hijo y se acaba votando a Izquierda Unida.

Hay que hacer las cosas bien desde el principio. Maria. Acudir con ella a los restaurantes, descubrirle los gustos, las texturas, los modales. Hay que bendecir la mesa. Por el amor de Dios, pero también para que aprenda a dar las gracias.

No podemos hacer como si no fuéramos padres, no podemos inhibirnos ni dejarlo para mañana. Hay que explicar las cosas desde el primer día aunque no siempre nos entiendan. Si insistimos ya nos entenderán, y más pronto de lo que nos pensábamos.

Hay una imprescindible vertebración moral de los hijos y es nuestra absoluta responsabilidad. Hay una disciplina básica, un obedecer fundamental. Para poder algún día saltarse las normas sin ser un patán, hay que haberlas sabido cumplir. Para luego saber mandar tienes que haber obedecido mucho. El mundo se basa en el orden y en la jerarquía y el mayor enemigo de la libertad es el caos.



Le puse a mi hija Maria. No cuesta nada hacer las cosas bien. No cuesta nada. Que sepa cuando sea mayor que, acertando o equivocándose, sus padres pensaron siempre en lo que hicieron.

Un nombre que venga en el Santoral. Un padre y una madre: los dos roles diferentes, diferenciadores y claros. Una estructura sólida y heredada. La fe de nuestros padres. Maria. No hace falta inventar nada. Maria. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/guantanamo/2013/08/16/maria.html

A veces es capaz de escribir algo con lo que incluso cualquiera puede estar de acuerdo y otras veces se le va la olla de tal manera...

:roto2
 
Creo que escribe para los que le leen, simplemente. Lo malo es que a sus lectores, por la media de edad, les quedan unos 7-10 años
 
Pues me he partido de risa... porque es un chiste. No me creo que haya alguien tan sumamente unicejo y patán.
 
ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (VIII)

Al principio de la España musulmana, los reinos cristianos del norte sólo fueron una nota a pie de página de la historia de Al Andalus. Las cosas notables ocurrían en tierra de moros, mientras que la cristiandad bastante tenía con sobrevivir, más mal que bien, en las escarpadas montañas asturianas. Todo ese camelo del espíritu de reconquista, el fuego sagrado de la nación hispana, la herencia visigodo-romana y demás parafernalia vino luego, cuando los reinos norteños crecieron, y sus reyes y pelotillas cortesanos tuvieron que justificar e inventarse una tradición y hasta una ideología. Pero la realidad era más prosaica. Los cristianos que no tragaban con los muslimes, más bien pocos, se echaron al monte y aguantaron como pudieron, a la española, analfabetos y valientes en plan Curro Jiménez de la época, puteando desde los riscos inaccesibles a los moros del llano. Don Pelayo, por ejemplo, fue seguramente uno de esos bandoleros irreductibles, que en un sitio llamado Covadonga pasó a cuchillo a algún destacamento moro despistado que se metió donde no debía, le colocó hábilmente el mérito a la Virgen y eso lo hizo famoso. Así fue creciendo su vitola y su territorio, imitado por otros jefes dispuestos a no confraternizar con la morisma. El mismo Pelayo, que era asturiano, un tal Íñigo Arista, que era navarro, y otros animales por el estilo -los suplementos culturales de los diarios no debían de mirarlos mucho, pero manejaban la espada, la maza y el hacha con una eficacia letal- crearon así el embrión de lo que luego fueron reinos serios con más peso y protocolo, y familias que se convirtieron en monarquías hereditarias. Prueba de que al principio la cosa reconquistadora y las palabras nación y patria no estaban claras todavía, es que durante siglos fueron frecuentes las alianzas y toqueteos entre cristianos y musulmanes, con matrimonios mixtos y enjuagues de conveniencia, hasta el extremo de que muchos reyes y emires de uno y otro bando tuvieron madres musulmanas o cristianas; no esclavas, sino concertadas en matrimonio a cambio de alianzas y ventajas territoriales. Y al final, como entre la raza gitana, muchos de ellos acabaron llamándose primo, con lo que mucha degollina de esa época quedó casi en familia. Esos primeros tiempos de los reinos cristianos del norte, más que una guerra de recuperación de territorio propiamente dicha fueron de incursiones mutuas en tierra enemiga, cabalgadas y aceifas de verano en busca de botín, ganado y esclavos -una algara de los moros llegó a saquear Pamplona, reventando, supongo, los Sanfermines ese año-. Todo esto fue creando una zona intermedia peligrosa, despoblada, que se extendía hasta el valle del Duero, en la que se produjo un fenómeno curioso, muy parecido a las películas de pioneros norteamericanos en el Oeste: familias de colonos cristianos pobres que, echándole huevos al asunto, se instalaban allí para poblar aquello por su cuenta, defendiéndose de los moros y a veces hasta de los mismos cristianos, y que acababan uniéndose entre sí para protegerse mejor, con sus granjas fortificadas, monasterios y tal; y que, a su heroica, brutal y desesperada manera, empezaron la reconquista sin imaginar que estaban reconquistando nada. En esa frontera dura y peligrosa surgieron también bandas de guerreros cristianos y musulmanes que, entre salteadores y mercenarios, se ponían a sueldo del mejor postor, sin distinción de religión; con lo que se llegó al caso de mesnadas moras que se lo curraban para reyes cristianos y mesnadas cristianas al servicio de moros. Fue una época larga, apasionante, sangrienta y cruel, de la que si fuéramos gringos tendríamos maravillosas películas épicas hechas por John Ford; pero que, siendo españoles como somos, acabó podrida de tópicos baratos y posteriores glorias católico-imperiales. Aunque eso no le quite su interés ni su mérito. También por ese tiempo el emperador Carlomagno, que era francés, quiso quedarse con un trozo suculento de la península; pero guerrilleros navarros -imagínenselos- le dieron las suyas y las de un bombero en Roncesvalles a la retaguardia del ejército gabacho, picándola como una hamburguesa, y Carlomagno tuvo que conformarse con el vasallaje de la actual Cataluña, conocida como Marca Hispánica. También, por aquel entonces, desde La Rioja empezó a extenderse una lengua magnífica que hoy hablan 450 millones de personas en todo el mundo. Y que ese lugar, cuna del castellano, no esté hoy en Castilla, es sólo uno de los muchos absurdos disparates que la peculiar historia de España iba a depararnos en el futuro.
(Continuará)

http://www.finanzas.com/xl-semanal/...verte/20130825/historia-espana-viii-6055.html
 
Arturo Pérez-Reverte

Conmigo, o contra mí

Un lector me preguntó el otro día por mi escepticismo político: mi falta de fe en el futuro y mi despego de esta casta parásita que nos gobierna, sólo comparable a la desconfianza que siento hacia nosotros los gobernados: sin víctimas fáciles no hay verdugos impunes. Siempre sostuve, porque así me lo dijeron de niño, que los únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la cultura. Que, incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos. Y que los pueblos analfabetos nunca serán libres, pues su ignorancia y su abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador astuto, a cualquier lobo hambriento, a cualquier manipulador malvado. También en torpes animales peligrosos para sí mismos. En lamentables suicidas sociales.

Hace dos largas décadas que escribo en esta página. También, en los últimos dos años, Twitter me ha permitido acercarme a lo más caliente de nuestro modo de respirar. Y no puedo decir que sea confortable. Inquieta el lugar en que una parte de los lectores españoles se sitúan: lo airado de sus reacciones, el odio sectario, la violenta simpleza -rara vez hay argumentos serios- que a menudo llegan a un desolador extremo de estolidez, cuando no de infamia y vileza. Cualquier asunto polémico se transforma en el acto, no en debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el rigor, sino el más elemental sentido común.

Destaca, significativa, la necesidad de encasillar. Si usted opina, por ejemplo, que a Manuel Azaña se le fue la República de las manos, no encontrará criterios serenos que comenten por qué se le fue o no se le fue, sino airadas reacciones que, tras mencionar el burdo lugar común de Hitler y Mussolini, acusarán al opinante de profranquista y antidemócrata. Y si, por poner otro ejemplo, menciona el papel que la Iglesia Católica tuvo en la represión de las libertades durante los últimos tres siglos de la historia de España, abundarán las voces calificándolo en el acto de anticatólico y progre de salón. Pondré un ejemplo personal: una vez, al ser interrogado sobre mi ideología, respondí que yo no tengo ideología porque tengo biblioteca. No pueden ustedes imaginar cómo llovieron, en el acto, las violentas acusaciones de que escurría el bulto «y no me mojaba». Y es que en España parece inconcebible que alguien no milite en algo y, en consecuencia, no odie cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese algo. Reconocer un mérito al adversario es para nosotros impensable, como aceptar una crítica hacia algo propio. Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectas viscerales heredadas, asumidas sin análisis. Odios irreconciliables. Toda discrepancia te sitúa directamente en el bando enemigo. Sobre todo en materia de nacionalismos, religión o política, lo que no toleramos es la crítica, ni la independencia intelectual. O estás conmigo, o contra mí. O eres de mi gente -y mi gente es siempre la misma, como mi club de fútbol- o eres cómplice de la etiqueta que yo te ponga. Y cuanto digas queda automáticamente descalificado porque es agresión. Provocación. Crimen.

Qué fácil resulta entender, así, nuestra despiadada Guerra Civil. Si ahora no se dan delaciones y paseos por las cunetas, es sencillamente porque ya no se puede. Pero las ganas, el impulso, siguen ahí. Me pregunto muchas veces de dónde viene esa vileza, esa ansia de ver al adversario no vencido o convencido, sino exterminado. La falta de cultura no basta para explicarlo, pues otros pueblos tan incultos y maleducados como nosotros se respetan a sí mismos. Quizá esa Historia que casi nadie enseña en los colegios pueda explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos, el peso de la Inquisición con sus delaciones y envidias, la infame calidad moral de reyes y gobernantes. Pero no estoy seguro. Esa saña que lo mismo se manifiesta en una discusión política que entre cuñados y hermanos en una cena de Navidad es tan española, tan nuestra, que me pregunto quién nos metió en la sangre su cochina simiente. Desde ese punto de vista, el español es por naturaleza un perfecto hijo de puta. Por eso necesitamos tanto lo que no tenemos: gobernantes lúcidos, sabios sin complejos que hablen a los españoles mirándonos a los ojos, sin mentir sobre nuestra naturaleza y asumiendo el coste político que eso significa. Dispuestos a decir: «Preparemos al niño español para que se defienda de sí mismo. Eduquémoslo para que conviva con el hijo de puta que siglos de reyes, obispos, mediocridad, envidia, corrupción, violencia, injusticia, le metieron dentro».

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Una historia de España (IX)

Estábamos en que la palabra Reconquista vino luego, a toro pasado, y que los patriohistoriadores dedicados a glorificar el asunto de la empresa común hispánica y tal mintieron como bellacos; así como también mienten, sobre etapas posteriores, ciertos neohistoriadores del ultranacionalismo periférico. En el tiempo que nos ocupa, los enclaves cristianos del norte bastante tenían con arreglárselas para sobrevivir, y no estaban de humor para soñar con recomponer Hispanias perdidas: unos pagaban tributo de vasallaje a los moros de Al Andalus y todos se lo montaban como podían, a menudo haciéndose la puñeta entre ellos, traicionándose y aliándose con el enemigo, hasta el punto de que los emires musulmanes del sur, dándose con el codo, se decían unos a otros: tranqui, colega Mojamé, colega Abdalá, que no hay color, dejemos que esos cantamañanas se desuellen unos a otros -lo que demuestra, por otra parte, que como profetas los emires tampoco tenían ni puta idea-. Cómo estarían las cosas reconquistadoras de poco claras por ese tiempo, que el primer rey cristiano de Pamplona del que se tiene noticia, Íñigo Arista, tenía un hermano carnal llamado Muza que era caudillo moro, y entre los dos le dieron otra soba después de Roncesvalles a Carlomagno; que en sus ambiciones sobre la Península siempre tuvo muy mal fario y se diría que lo hubiese mirado un tuerto. El caso es que así, poco a poco, entre incursiones, guerras y pactos a varias bandas que incluían alianzas y tratados con moros o cristianos, según convenía, poco a poco se fue formando el reino de Navarra, crecido a medida que el califato cordobés y los musulmanes en general pasaban por períodos -españolísimos, también ellos- de flojera y bronca interna, en un período en el que cada perro se lamía su cipote, dicho en plata, y que acabó llamándose reinos de taifas, con reyezuelos que, como su propio nombre indica, iban a su rollo moruno. Y de ese modo, entre colonos que se la jugaban en tierra de nadie y expediciones militares de unos y otros para saqueo, esclavos y demás parafernalia -eso de saquear, violar y esclavizar era práctica común de la época en todos los bandos, aunque ahora suene más bien raro-, la frontera cristiana se fue desplazando alternativamente hacia arriba y hacia abajo, pero sobre todo hacia abajo. Sancho III el Mayor, rey navarro, uno de los que le había puesto a Almanzor los pavos a la sombra, pegó un soberbio braguetazo con la hija del conde de Castilla, que era la soltera más cotizada de entonces, y organizó un reino bastante digno de ese nombre, que al morir dividió entre sus hijos -prueba de que eso de unificar España y echar de aquí a la mahometana morisma todavía no le pasaba a nadie por la cabeza-. Dio Navarra a su hijo García, Castilla a Fernando, Aragón a Ramiro, y a Gonzalo los condados de Sobrarbe y Ribagorza. De esta forma se fue definiendo el asunto: los de Castilla y Aragón tomaron el título de rey, y a partir de entonces pudo hablarse, con más rigor, de reinos cristianos del norte y de Al Andalus islámico al Sur. En cuanto a Cataluña, entonces feudataria de los vecinos reyes francos, fue ensanchándose con gobernantes llamados condes de Barcelona. El primero de ellos que se independizó de los gabachos fue Wifredo, por apodo el Pilós o Velloso, que además de peludo debía de ser piadoso que te rilas, pues llenó el condado de magníficos monasterios. Ciertos historiadores de pesebre presentan ahora al buen Wifredo como primer rey de una supuesta monarquía catalana, pero no dejen que les coman el tarro: reyes en Cataluña con ese nombre no hubo nunca. Ni de coña. Los reyes fueron siempre de Aragón, y la cosa se ligó más tarde, como contaremos cuando toque. De momento eran condes catalanes, a mucha honra. Y punto. Por cierto, hablando de monasterios, dos detalles. Uno, que mientras en el sur morube la cultura era urbana y se centraba en las ciudades, en el norte, donde la gente era más bestia, se cultivaba en los monasterios, con sus bibliotecas y todo eso. El otro punto es que por ese tiempo la Iglesia Católica, que iba adquiriendo grandes posesiones rurales de las que sacaba enormes ingresos, inventó un negocio estupendo, que podríamos llamar truco o timo del monje ausente: cuando una aceifa mora asolaba la tierra y saqueaba el correspondiente monasterio, los monjes lo abandonaban una larga temporada para que los colonos que se buscaban la vida en la frontera se instalaran allí y pusieran de nuevo las tierras en valor, cultivándolas. Y cuando la propiedad ya era próspera de nuevo, los monjes reclamaban su derecho y se adueñaban de todo, por la cara.
(Continuará)

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ARTURO PÉREZ-REVERTE

Una historia de España (X)

Mientras Al Andalus se estancaba militarmente, con una sociedad artesana y rural que cada vez era menos inclinada a las trompetas y fanfarrias bélicas, los reinos cristianos del norte, monarquías jóvenes y ambiciosas, se lo montaban más de chulitos y agresivos, ampliando territorios, estableciendo alianzas y jugándose unos a otros la del chino Fumanchú en aquel tira y afloja que ahora llamamos Reconquista, pero que entonces sólo era buscarse la vida sin miras nacionales. Prueba de que aún no había conciencia moderna de España ni sentimiento patriótico general es que, ya metidos en el siglo XII, Alfonso VII repartió el reino de Castilla -unido entonces a León- entre sus dos hijos, Castilla a uno y León a otro, y que Alfonso I dejó Aragón nada menos que a las órdenes militares. Ese partir reinos en trozos, tan diferente al impulso patriótico cristiano que a los de mi quinta nos vendieron en el cole -y que tan actual sigue siendo en la triste España del siglo XXI-, no era ni es nuevo. Se dio con frecuencia, prueba de que los reyes hispanos y sus niños -añadamos una nobleza tan oportunista y desnaturalizada como nuestra actual clase política- iban a lo suyo, y lo de la patria unificada tendría que esperar un rato; hasta el punto de que todavía la seguimos esperando, o más bien ya ni se la espera. El ejemplo más bestia de esa falta de propósito común en la España medieval es Fernando I, rey de Castilla, León, Galicia y Portugal, que en el siglo onceno hizo un esfuerzo notable, pero a su muerte lo echó a perder repartiendo el reino entre sus hijos Sancho, Alfonso, García y Urraca, dando lugar a otra de nuestras tradicionales y entrañables guerras civiles, entre hermanos para variar, que tuvo consecuencias en varios sentidos incluido el épico, pues de ahí surgió la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, cuya vida quedó contada en una buena película -Charlton Heston y Sophia Loren- que, por supuesto, rodaron los norteamericanos. En esto del Cid, de quien hablaremos con detalle en el siguiente capítulo, conviene precisar que por aquel tiempo, con los moros locales bastante amariconados en la cosa bélica, poco amigos del alfanje y tibios en cuanto a rigor islámico, empezaron a producirse las invasiones de tribus fanáticas y belicosas que venían del norte de África para hacerse cargo del asunto en plan Al Qaida.
Fueron, por orden, los almorávides, los almohades y los benimerines: gente dura, de armas tomar, que sobre todo al principio no se casaba ni con su padre, y que a menudo dio a los monarcas cristianos cera hasta en el carnet de identidad. El caso es que así, poquito a poco, a trancas y barrancas, con altibajos sangrientos, haciéndose pirulas, casándose, aliándose, construyendo cada cual su catedral, matándose entre sí cuando no escabechaban moros, los reyes de Castilla, León, Navarra, Aragón y los condes de Cataluña, cada uno por su cuenta -Portugal iba aún más a su aire-, fueron ampliando territorios a costa de la morisma hispana; que aunque se defendía como gato panza arriba y traía, como dije, refuerzos norteafricanos para echar una mano -y luego no podía quitárselos de encima-, se replegaba despacio hacia el sur, perdiendo ciudades a chorros. La cosa empezó a estar clara con Fernando III de Castilla y León, pedazo de rey, que tomó a los muslimes Córdoba, Murcia y Jaén, hizo tributario al rey de Granada, y reforzado con tropas de éste conquistó Sevilla, que había sido mora durante 500 años, y luego Cádiz. Su hijo Alfonso X fue uno de esos reyes que por desgracia no frecuentan nuestra historia: culto, ilustrado, pese a que hizo frente a otra guerra civil -la enésima, y las que vendrían- y a la invasión de los benimerines, tuvo tiempo de componer, u ordenar hacerlo, tres obras fundamentales: la Historia General de España -ojo al nombre-, las Cantigas y el Código de las Siete Partidas. Por esa época, en Aragón, un rey llamado Ramiro II el Monje, conocedor de la idiosincrasia hispana, sobre todo la de los nobles -los políticos de entonces- tuvo un detalle simpático: convocó a la nobleza local, los decapitó a todos y con sus cabezas hizo una bonita exposición -hoy lo llamaríamos arte moderno- conocida como La campana de Huesca. Por esas fechas, un plumilla moro llamado Ibn Said, chico listo y con buen ojo, escribió una frase sobre los bereberes que no me resisto a reproducir, porque define perfectamente a los españoles musulmanes y cristianos de aquellos siglos turbulentos, y también a buena parte de los de ahora mismo: «Son unos pueblos a los que Dios ha distinguido particularmente con la turbulencia y la ignorancia, y a los que en su totalidad ha marcado con la hostilidad y la violencia».
(Continuará).

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Arturo Pérez-Reverte
El calvario de ser becario

Llamémosles Ana, o Juan: veintipocos años, brillantes, con nota de proyecto de fin de carrera de notable a sobresaliente. Acaban de rematar de modo espléndido los estudios de ingeniero aeronáutico, arquitecto, médico o filólogo. Lo que ustedes prefieran. Y los dos, como algunos otros afortunados, están entre los pocos jóvenes españoles con posibilidad de encontrar un trabajo decente, con futuro, en un país de la Unión Europea. Alemania, por ejemplo. O Dinamarca. Uno de esos que parecen serios. Esto es posible gracias a los fondos comunitarios para becas que administran universidades y fundaciones españolas; dinero destinado a financiar los seis primeros meses de contrato laboral de esos chicos en el país donde los requieran. E imaginen ustedes que Ana, o Juan, o como se llamen, por sus brillantes expedientes académicos, logran su sueño. Que una empresa de Hamburgo, de Copenhague o de Estocolmo les dice: vente para acá, chaval, que nos interesas. Tuyo es el curro. En cuanto una universidad o fundación española te conceda beca, te vienes. Y como además has hecho una carrera impecable y eres un tipo de élite, lo que significa una buena inversión para nosotros, aparte de los seis meses que te pagarán con fondos comunitarios para tenerte a prueba te pagaremos de nuestro bolsillo otros seis meses, lo que casi asegura contrato laboral indefinido. Dicho de otra manera, tu futuro resuelto. Durante un mes te reservamos el puesto de trabajo prometido. Así que pide la beca, agiliza el papeleo y espabila.

Y entonces, señoras y señores, Juan o Ana, como cualquier chico en su situación, se tropiezan con la España de toda la vida: vacaciones de Semana Santa, puente de San Prepucio, he ido a tomar café, cerrado por agosto, etcétera. Eso, de una parte. De la otra, la criminal lentitud de una burocracia infame que, en lugar de estar al servicio del individuo facilitándole la vida, no existe sino para arruinársela. Y así, los chicos que solicitan la beca pueden ver pasar tres, cuatro o cinco meses sin que el asunto se resuelva -el último caso que conozco, beca solicitada en junio, aún no está decidido-. Y ahora pónganse en el lugar de Ana, o de Juan, intentando explicarle a un empresario sueco que, a diferencia de otros chicos italianos o franceses cuya beca se tramitó en quince días, en España las cosas van de otra manera. Que aquí, a pesar de las grandilocuentes declaraciones del presidente Rajoy, algunos de sus ministros y otros esbirros, a la hora de ayudar a los chicos a buscarse la vida, no se mueve nadie. Porque los españoles -imaginen, insisto, la cara del empresario sueco, danés o kuwaití- nos movemos a otro ritmo. Calculen la angustia, la desesperación, la impotencia. Lo absurdo. Y eso, atención al detalle, con fondos que ni siquiera son dinero español, sino de la comunidad europea.

Pero es que todo puede ser más simpático, si cabe. Más nuestro y castizo. Porque, si en vista del retraso, angustiados porque pueden perder la oferta de trabajo, los chicos intentan olvidar esa beca y pedir otra que maneje parecidos fondos -de 600 a 800 euros al mes, calculen la fortuna-, tendrán que empezar otra vez desde cero, arriesgándose a que, cansada de esperar y de concederles aplazamientos, la empresa empleadora dé el trabajo a otros, lo que ocurre de continuo. Y lo más bonito del asunto es que, una vez concedida la beca, cobrarla puede llevar meses -muchas becas españolas de doctorado de 2012 no se pagaron hasta 2013-; y, como cierta clase de becas es incompatible con trabajos remunerados, quienes las consiguen pueden pasar larguísimas temporadas trabajando gratis, sin seguridad social, indefensos en lugares extraños y ciudades que no son las suyas, sufragándose ellos los gastos de alojamiento y comida. Mantenidos por sus padres, quienes puedan. Con lo que se da la deliciosa paradoja de que, en España, los únicos que pueden permitirse vivir de una beca son precisamente quienes no la necesitan. Eso, claro, los que logren sobrevivir al BOE, donde las convocatorias de becas parecen redactadas para disuadir de pedirlas: farragosas, torpes, con una sintaxis tan enrevesada y confusa que a veces parece redactada por el más analfabeto del departamento; hasta el punto de que ya circula con éxito por Internet un manual para solicitar becas sin meterse en el absurdo laberinto del boletín oficial de un Estado que cada vez tiene menos consideración y menos vergüenza, pese a camelos y triunfalismos estúpidos como el de la marca España y sus mariachis. Eso, mientras a los chicos ni siquiera los ayudan a buscarse un futuro fuera. Así que calculen. Nos va a sacar del agujero nuestra puta madre.

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El Mundo. Opinión. Pedro J. Ramirez 29/09/2013

Fantasía de la jura del Príncipe Regente


Los mismos que hace unos meses, cuando hubo que operarle de la espalda, propugnaban la abdicación del Rey, ahora que ha habido que volver a operarle de la cadera, han propugnado la Regencia. Se trata de la misma intriga sólo que disfrazada de forma menos agresiva: el Príncipe asumiría las funciones del Jefe del Estado sólo de forma provisional, pero esa interinidad se prolongaría indefinidamente con las coartadas de la larga convalecencia, la mala salud general y la avanzada edad del Rey. Eso supondría que cuando se produjera el fallecimiento de Don Juan Carlos, el heredero subiría al trono con la experiencia de haber ejercido durante años como Príncipe Regente.

El debate ha sido impulsado por personajes ambiciosos con mucha prisa por asegurarse posiciones de influencia en un imaginario nuevo régimen felipista y ha contado otra vez con activos topos en el entorno de la propia Casa Real. Pero también ha sido alentado por políticos y comentaristas que han encontrado eco en una opinión pública sensible a los argumentos del relevo generacional, los crecientes achaques de un «anciano que lucha por su salud» o la gran preparación del Príncipe.

La última trinchera de estos impulsores de la jubilación de facto de Don Juan Carlos es la demanda de una regulación de las funciones del heredero de la Corona que en la práctica permita a Don Felipe ejercer como Jefe del Estado antes de serlo. Desde EL MUNDO siempre hemos defendido la necesidad de desarrollar el Título Segundo de la Constitución mediante una Ley del Rey que establezca los derechos, deberes e incompatibilidades de los miembros de su familia o sus propias obligaciones a la hora de informar al Gobierno sobre actividades privadas o viajes al extranjero. Pero una cosa es que en ese contexto quepa precisar supuestos relacionados con la abdicación, la Regencia o la delegación de funciones en el Príncipe y otra que haya que legislar a uña de caballo para encontrar la manera de quitar de en medio a Don Juan Carlos cuanto antes.

La mayor utilidad de haber sacado a colación el artículo 59.2 de la Constitución ha sido recordarnos el terrible castellano en que está redactada nuestra Carta Magna. Dice literalmente: «Si el Rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las Cortes Generales, entrará a ejercer inmediatamente la Regencia el Príncipe heredero». ¿Cómo que «si el Rey se inhabilitare»? ¿A qué viene ese reflexivo? ¿Significa que sólo habría lugar a la Regencia si el daño físico o mental que le impidiera desempeñar sus funciones se lo hubiera causado el Rey a sí mismo? Es verdad que Don Juan Carlos venía dando muestras desde su juventud de una inaudita capacidad de estamparse contra puertas, tropezarse en escalones y meterse en charcos. Cualquiera diría, sin embargo, que los constituyentes lo interiorizaron hasta el extremo de no contemplar las demás hipótesis de avería grave en la real persona, fruto de los imponderables de la salud o la acción de terceros.

Pero hagamos abstracción de tan lamentable lapsus, imaginemos que la Constitución estuviera correctamente escrita y dijera lo que quiere decir –o sea «si el Rey quedara inhabilitado»– y entremos en el fondo del asunto. ¿Desde cuándo la cirugía ortopédica imposibilita desempeñar sus actividades a nadie que no sea futbolista o torero, ebanista o albañil?

Hay quienes en la redacción bromean que si siento últimamente tanta simpatía por el Rey es porque nos operó el mismo cirujano –el estupendo doctor Villamor– en el mismo buen hospital y nos puso las mismas prótesis en ambas caderas. Los más malévolos añaden que en cierto modo le estoy agradecido porque después de que a él se le luxara la derecha –8% de riesgo– y se le infectara la izquierda –1% de riesgo–, las posibilidades de que a mí me suceda lo mismo se han vuelto infinitesimales. Toquemos madera.

Lo que puedo atestiguar es que cada una de las dos veces que me operaron sólo dejé de intervenir en el proceso de toma de decisiones del periódico durante unas pocas horas y no llegó a la semana el tiempo que estuve sin ir a la redacción. Hay diferencia de edad pero ni yo soy Ironman ni, como ha dicho el doctor Cabanela, el Rey está nada mal para sus años. La convalecencia va a ser en este caso más larga por la necesidad de volver a pasar por el quirófano, pero igual que es posible hacer portadas o escribir artículos con las muletas al lado, también es posible recibir a personalidades o firmar decretos después de las sesiones de rehabilitación.

Aunque ha habido otras Regencias, de haber prosperado esta maniobra habría sido la segunda vez en la Historia de España en la que las Cortes hubieran transferido los poderes de un Rey en ejercicio, invocando su supuesta incapacidad para desempeñarlos. El único precedente es el que tuvo lugar entre el 11 y el 15 de junio de 1823 cuando los diputados acordaron que sólo un estado de enajenación transitoria podía explicar que Fernando VII se negara a trasladarse de Sevilla a Cádiz cuando la vanguardia de los Cien Mil Hijos de San Luis había cruzado ya Despeñaperros. Sus poderes fueron transferidos a una Regencia, integrada por los generales Valdés, Ciscar y Vigodet, que organizó la salida de Sevilla y tras cruzar el puente de Zuazo para entrar en Cádiz repuso al Rey en sus funciones. Fernando VII se limitó a comentar: «O sea que ya no estoy loco…», mientras rumiaba la condena a muerte de todos los implicados.

La coartada de la locura se apoyaba en el artículo 187 de La Pepa que prescribía la Regencia «cuando el Rey se halle imposibilitado por cualquier causa física o moral» pero tenía el ofensivo agravante de lo ocurrido en Gran Bretaña, donde la aguda enfermedad mental de Jorge III había dado lugar a nueve años de Regencia del que luego sería coronado como Jorge IV. Si no fuera por el habitual desconocimiento de la Historia que rige por estos lares, podría pensarse que la prosperidad económica, la vitalidad social y cultural y los triunfos militares –Waterloo incluido– durante aquella célebre Regencia, allende el Canal de la Mancha, han debido moldear el inconsciente de quienes propugnaban que algo parecido sucediera ahora en España.

Nadie se ha atrevido a decir que el Rey Juan Carlos esté loco –aunque no falte quien ponga el foco en sus esporádicos brotes de mal humor– pero muchos insisten en que está viejo, como si se tratara de un automóvil al que toca retirar de la circulación. Quienes alegan eso de forma bienintencionada ignoran cuál es la esencia de la Monarquía y sin saberlo incurren en el espejismo de creer que bastará con adelantar de facto el hecho sucesorio para que la peor de nuestras calles adquiera el lustre de las arcadas curvas de Regent Street y el peor de nuestros parques la prestancia de los jardines de Regent Park.

Ni soy monárquico, ni dejo de serlo, pero si hemos adoptado esa forma de Gobierno –contraponiendo a la contingencia del poder ejecutivo la permanencia del Jefe del Estado– debemos ser coherentes al aplicar sus normas. Máxime cuando el Rey, llámese Juan Carlos o Felipe, no dispone de atribuciones constitucionales que le permitan incidir de forma determinante en ninguno de los problemas que nos acongojan.

Es cierto que, como se vio en Buenos Aires, el Príncipe está muy bien preparado para ejercer las funciones que le corresponderán un día; pero al margen de que Don Felipe también es él y sus circunstancias, nada podría dañarle tanto como que se creara el precedente de hacerle llegar por un atajo. En todo caso el mito de la abdicación o relevo vía Regencia del Rey como factor de cambio y elemento dinamizador es un engañabobos que sólo sirve para encubrir la esclerosis de nuestra política y el bloqueo de cualquier proyecto regenerador en todos los demás ámbitos de la vida pública española.

Esta semana, mientras el perdedor en las elecciones alemanas dimitía de todos sus cargos, tanto Rajoy como Rubalcaba han anunciado que pretenden ser candidatos en 2015 y prolongar por lo tanto sus auxilios mutuos, al modo de Cánovas y Sagasta, hasta los albores de 2020. Con las responsabilidades políticas contraídas por el uno en ese caso Bárcenas del que, como se ha visto en Estados Unidos, no podrá despegarse nunca; y por el otro, por no remontarnos más allá, en el oprobioso caso Faisán, en ningún otro país democrático tendrían la más remota posibilidad de sucederse a sí mismos. Pero como en España la suma de la ley electoral, la falta de democracia interna y el dinerito fresco que manejan los partidos les permite depender tan sólo de quienes dependen de ellos, es muy probable que se salgan con la suya.

De igual manera cada vez está más claro que en España o lo que quede de ella se está consolidando una casta de intocables, cuyo poder fáctico supera con creces al de los mejores espadones del XIX, constituida por esos banqueros y grandes empresarios que, directa o indirectamente, formando en la práctica un cerrado cartel, han empezado a quedarse con los medios de comunicación más influyentes. Tendría gracia que la forma de compensar la falta de renovación en la política y sus aledaños fuera cambiando apresuradamente de Rey. Rajoy seguiría breándonos a impuestos sin crear empleo, Rubalcaba haciéndole el juego atornillado a su sillón y los separatistas escalando impunemente hacia la destrucción del Estado, con los de siempre mandando entre bambalinas, pero tendríamos un joven Regente en vez de un anciano Rey.

Como, a diferencia de tantos otros, nunca le hice la pelota a Don Juan Carlos, puedo repetir aquí lo mismo que acabo de declarar en la edición norteamericana de Vanity Fair: siempre habrá sombras «embarazosas» que planearán sobre su figura, pero «en el fondo» ha sido y sigue siendo «un gran Rey». Además la edad no está en el esqueleto sino en el corazón y cualquiera que se fije, en esa foto que ocupó la portada de EL MUNDO, en la mirada pícara y chispeante que, clavado sobre sus muletas, dirigió horas antes de volver a pasar por el «taller» a la cámara de Alberto Cuéllar, se dará cuenta de que Don Juan Carlos se siente a veces como el travieso Tom Sawyer, a punto de presentarse en la iglesia en la que se celebra su propio funeral o de colarse en el taller en el que se pinta el cuadro de la jura de su heredero. Que los impacientes sepan que cuando a Sorolla le encargaron en 1890 que concluyera el histórico óleo de Jover sobre la proclamación de la Regente que hoy remeda Ricardo Martínez con el talento que siempre honra a esta sección, tardó ocho años más en entregarlo.

pedroj.ramirez@elmundo.es

:)
 
Arturo Pérez-Reverte

Una historia de España (XI).


Tenía pensado hablarles hoy del Cid Campeador, en monográfico, porque el personaje es para darle de comer aparte. De él se ha usado y abusado a la hora de hablar de moros, cristianos, Reconquista y tal; y en tiempos de la historiografía franquista fue uno de los elementos simbólicos más sobados por la peña educativa en plan virtudes de la raza ibérica, convirtiéndolo en un patriota reunificador de la España medieval y dispersa, muy en la línea de los tebeos del Capitán Trueno y el Guerrero del Antifaz; hasta el punto de que en mis libros escolares del curso 58-59 figuraban todavía unos versos que cito de memoria: «La hidra roja se muere / de bayonetas cercada / y el Cid, con camisa azul / por el cielo azul cabalga». Para que se hagan idea. Pero la realidad estuvo lejos de eso. Rodrigo Díaz de Vivar, que así se llamaba el fulano, era un vástago de la nobleza media burgalesa que se crió junto al infante don Sancho, hijo del rey Fernando I de Castilla y León. Está probado que era listo, valiente, diestro en la guerra y peligroso que te rilas, hasta el punto de que en su juventud venció en dos épicos combates singulares: uno contra un campeón navarro y otro contra un moro de Medinaceli, y a los dos dio matarile sin despeinarse. En compañía del infante don Sancho participó en la guerra del rey moro de Zaragoza contra el rey cristiano de Aragón -la hueste castellana ayudaba al moro, ojo al dato-; y cuando Fernando I, supongo que bastante chocho en su lecho de muerte, hizo la estupidez de partir el reino entre sus cuatro hijos, Rodrigo Díaz participó como alférez abanderado del rey Sancho I en la guerra civil de éste contra sus hermanos. A Sancho le reventó las asaduras un sicario de su hermana Urraca; y otro hermano, Alfonso, acabó haciéndose con el cotarro como Alfonso VI. A éste, según leyenda que no está históricamente probada, Rodrigo Díaz le habría hecho pasar un mal rato al hacerle jurar en público que no tuvo nada que ver en el escabeche de Sancho. Juró el rey de mala gana; pero, siempre según la leyenda, no le perdonó a Rodrigo el mal trago, y a poco lo mandó al destierro. La realidad, sin embargo, fue más prosaica. Y más típicamente española. Por una parte, Rodrigo había dado el pelotazo del siglo al casarse con doña Jimena Díaz, hija y hermana de condes asturianos, que además de guapa estaba podrida de dinero. Por otra parte, era joven, apuesto, valiente y con prestigio. Y encima, chulo, con lo que no dejaban de salirle enemigos, más entre los propios cristianos que entre la mahometana morisma. La envidia hispana, ya saben. Nuestra deliciosa naturaleza. Así que la nobleza próxima al rey, los pelotas y tal, empezaron a hacerle la cama a Rodrigo, aprovechando diversos incidentes bélicos en los que lo acusaban de ir a su rollo y servir sus propios intereses. Al final, Alfonso VI lo desterró; y el Cid -para entonces los moros ya lo llamaban Sidi, que significa señor- se fue a buscarse la vida con una hueste de guerreros fieles, imagínense la catadura de la peña, en plan mercenario. Como para ponerse delante. No llegó a entenderse con los condes de Barcelona, pero sí con el rey moro de Zaragoza, para el que estuvo currando muchos años con éxito, hasta el punto de que derrotó en su nombre al rey moro de Lérida y a los aliados de éste, que eran los catalanes y los aragoneses. Incluso se dio el gustazo de apresar al conde de Barcelona, Berenguer Ramón II, tras darle una amplia mano de hostias en la batalla de Pinar de Tévar. Así estuvo la tira de años, luchando contra moros y contra cristianos en guerras sucias donde todos andaban revueltos, acrecentado su fama y ganando pasta con botines, saqueos y tal; pero siempre, como buen y leal vasallo que era, respetando a su señor natural, el rey Alfonso VI. Y al cabo, cuando la invasión almorávide acogotó a Alfonso VI en Sagrajas, haciéndolo comerse una derrota como el sombrero de un picador, el rey se tragó el orgullo y le dijo al Cid: «Oye, Sidi, échame una mano, que la cosa está chunga». Y éste, que en lo tocante a su rey era un pedazo de pan, campeó por Levante -de paso saqueó la Rioja cristiana, ajustando cuentas con su viejo enemigo el conde García Ordóñez-, conquistó Valencia y la defendió a sangre y fuego. Y al fin, en torno a cumplir 50 tacos, cinco días antes de la toma de Jerusalén por los cruzados, temido y respetado por moros y cristianos, murió en Valencia de muerte natural el más formidable guerrero que conoció España. Al que van como un guante otros versos que, éstos sí, me gustan porque explican muchas cosas terribles y admirables de nuestra Historia: «Por necesidad batallo / y una vez puesto en la silla / se va ensanchando Castilla / delante de mi caballo».

(Continuará).

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Tensión sexual no resuelta.

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Pérez Reverte tiene un cariño especial a Anasagasti. Por eso siempre que puede le tira la puya. Y el otro con calificar a todo aquel que le dice lo que es, un puto inútil, con llamarle facha tiene la papeleta resuelta.
 
Arturo Pérez-ReverteSígueme enTwiterARTURO PÉREZ-REVERTE
Relaxing cup in Madrid


Plaza del Callao, Madrid. Doce y media de la mañana. Tirado en el suelo sobre una manta y cartones, junto a un cochecito de niño cargado de paquetes y chismes, entorpeciendo el paso de la gente, un fulano barbudo, sucio, corpulento, está quitándose pelotillas de entre los dedos de los pies descalzos. La postura es de lo más relaxing cup de café con leche in Madrid, que diría la alcaldesa Ana Botella: tiene una pierna cruzada sobre otra -y quizá porque está tumbado al sol y hace calor- los pantalones bajados hasta las ingles, mostrando unas carnes mugrientas e hirsutas y unos calzoncillos de sospechosos tonos pardos. Al llegar a su altura, la peña se aparta con precaución, creándole en torno una pequeña tierra de nadie, un glacis en el que se ve un reguero de algo líquido que proviene del vivac callejero del fulano, ignoro si vino de un tetrabrik que figura entre sus posesiones o alguna clase de líquido de origen más personal y orgánico que, con tal de no levantarse, el individuo ha excretado directamente desde su cómodo apostadero.

Caminando unos pasos delante de mí, dos policías municipales, hombre y mujer, pasan ante la escena sin inmutarse, fijos los ojos en la lontananza, y se alejan entre la multitud, en absoluto dispuestos a complicarse la existencia, a que el fulano se rebote y les monte bronca, o a que quienes pasamos por allí -no sería la primera vez- los llamemos esbirros fascistas por meterse con un indefenso mendigo en pleno ejercicio de tal. En ese ámbito concreto, Madrid es una relaxing cup de hacer lo que te salga del ciruelo, les han recordado esta mañana en el Ayuntamiento antes de mandarlos de patrulla. Que así lo marcó con su estilo, en plan buen rollito y todos compadres, el ex alcalde Ruiz-Gallardón. Y ellos, claro, cumplen. A ver si no. Como cumplen sus colegas que miran al tendido, atentos a si un músico toca el violín sin pagar las tasas municipales o un taxista pisa la continua, mientras en las aceras los peatones zigzaguean entre muñones desnudos y perros drogados, y en los semáforos los coches esquivan a viejecitas encorvadas y tipos sin afeitar, jóvenes y absolutamente sanos, que limosnean en lenguas balcánicas, metiéndose entre los coches para que los atropelles y te busques la ruina mientras a ellos, con la oportuna indemnización, les solucionas la vida.

Porque oigan. Si quieren ustedes una relaxing cup de café con leche, con o sin juegos olímpicos, no se pierdan bajo ningún concepto el centro de Madrid. Y no olviden una cámara de fotos o el móvil con flash, porque en su pueblo no se lo van a creer si no media testimonio gráfico del paisaje. ¿Imaginan el Barrio Latino o Saint Germain de París, la Plaza Navona de Roma o lugares así, con este ambiente tan descuidado y cutre? ¿A que no? ¿A que se les funden los plomos de la fantasía? Pues ahí está el detalle. El hecho diferencial. El relaxing cup de toda la puta vida. Y más ahora, que es el turismo foráneo el que nos va a sacar del hoyo. Dicen. España, potencia turístico-cultural y demás. Tela marinera. Ambiente de élite.

Les propongo una ocasión inolvidable. Gratis y por la cara. Un paseo por la Plaza Mayor, según la hora, puede ser una experiencia casi gastronómica: aromas, jugos, decoración, paisanaje, ofrecen posibilidades de relaxing cup inolvidables. Y si además te roban el bolso, ya ni te cuento. Todo eso, oído al parche, en el barrio emblemático de Madrid. En el corazón turístico de una de las ciudades más sucias de Europa. A partir de media tarde, lo de pisar cucarachas apenas llama la atención: van y vienen, pequeñas y rojizas, correteando entre la porquería acumulada en los rincones, las papeleras repletas, los montones de envases y restos de comida. Pero lo mejor llega de noche, cuando docenas de indigentes duermen bajo sus divertidos cartones y el elegante turisteo de chanclas, calzoncillos, poca higiene y rastro de basura -no siempre coinciden los factores, pero a menudo hay conexión lógica- se ha ido a sobar al hotel. Cuando las calles tienen su castizo olor a orines y vómito habitual, y las ratas salen a tomar el aire desde las alcantarillas y sótanos cercanos, echando partidas de mus bajo la estatua de Felipe III y contándose sus cosas. Todo muy exportable, o sea. Muy trendy. Cada vez que paso de noche por allí y me cruzo con uno de esos bichos, actualizo para mi coleto un viejo chiste donde le dicen a Ana Botella: «Oiga, señora alcaldesa, he visto en la Plaza Mayor que una rata iba del brazo de un murciélago». Y ella responde, sonriente, simpática, en plan relaxing cup of café con leche total: «Oh, sí... Como novio el murciélago era feísimo, ¿verdad?... Pero tenga en cuenta que es piloto».

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Una historia de España (XII) por Arturo Pérez Reverte.

Para el siglo XIII o por ahí, mientras en el norte se asentaban los reinos de Castilla, León, Navarra, Aragón, Portugal y el condado de Cataluña, los moros de Al Andalus se habían vuelto más bien blanditos, dicho en términos generales: casta funcionarial, recaudadores de impuestos, núcleos urbanos más o menos prósperos, agricultura, ganadería y tal. Gente por lo general pacífica, que ya no pensaba en reunificar los fragmentados reinos islámicos hispanos, y mucho menos en tener problemas con los cada vez más fuertes y arrogantes reinos cristianos. La guerra, para la morisma, era más bien defensiva y si no quedaba más remedio. La clase dirigente se había tirado a la bartola y era incapaz de defender a sus súbditos; pero lo que peor veían los ultrafanáticos religiosos era que los preceptos del Corán se llevaban con bastante relajo: vino, carne de cerdo, poco velo y tal. Todo eso era visto con indignación y cierto cachondeo desde el norte de África, donde alguna gente, menos barnizada por el confort, miraba todavía hacia la península con ganas de buscarse la vida. De qué van estos mierdas, decían. Que los cristianos se los están comiendo sin pelar, no se respeta el Islam y esto es una vergüenza moruna. De manera que, entre los muslimes de aquí, que a veces pedían ayuda para oponerse a los cristianos, y la ambición y el rigor religioso de los del otro lado, se produjeron diversas llegadas a Al Andalus de tropas frescas, nuevas, con ganas, guerreras como las de antes. Peligrosas que te mueres. Una de estas tribus fue la de los almohades, gente dura de narices, que proclamó la Yihad, la guerra santa -igual el término les suena-, invadió el sur de la vieja Ispaniya y le dio al rey Alfonso VIII de Castilla -otra vez se había dividido el reino entre hijos, para no perder la costumbre, separándose León y Castilla- una paliza de padre y muy señor mío en la batalla de Alarcos, donde al pobre Alfonso lo vistieron de primera comunión. El rey castellano se lo tomó a pecho, y no descansó hasta que pudo montarles la recíproca a los moros en las Navas de Tolosa, que fue un pifostio de mucha trascendencia por varios motivos. En primer lugar, porque allí se frenó aquella oleada de radicalismo guerrero-religioso islámico. En segundo, porque con mucha habilidad el rey castellano logró que el papa lo proclamase cruzada contra los sarracenos, para evitar así que, mientras se enfrentaba a los almohades, los reyes de Navarra y León -que, también para variar, se la tenían jurada al de Castilla, y viceversa- le hicieran la puñeta apuñalándolo por la espalda. En tercer lugar, y lo que es más importante, en las Navas el bando cristiano, aparte de voluntarios franceses y de duros caballeros de las órdenes militares españolas, estaba milagrosamente formado por tropas castellanas, navarras y aragonesas, puestas de acuerdo por una vez en su puta vida. Milagros de la Historia, oigan. Para no creerlo ni con fotos. Y nada menos que con tres reyes al frente, en un tiempo en el que los reyes se la jugaban en el campo de batalla, y no casándose con lady Di o cayéndose en los escalones del bungalow mientras cazaban elefantes. El caso es que Alfonso VIII se presentó con su tropa de Castilla, Pedro II de Aragón, como buen caballero que era -había heredado de su padre el reino de Aragón, que incluía el condado de Cataluña-, fue a socorrerlo con tropas aragonesas y catalanas, y Sancho VII de Navarra, aunque se llevaba fatal con el castellano, acudió con la flor de su caballería. Faltó a la cita el rey de León, Alfonso IX, que se quedó en casa, aprovechando el barullo para quitarle algunos castillos a su colega castellano. El caso es que se juntaron allí, en las Navas, cerca de Despeñaperros, 27.000 cristianos contra 60.000 moros, y se atizaron de una manera que no está en los mapas. La carnicería fue espantosa. Parafraseando unos versos de Zorrilla -de La leyenda del Cid, muy recomendable podríamos decir eso de: Costumbres de aquella era / caballeresca y feroz / donde acogotando al otro / se glorificaba a Dios. Ganaron los cristianos, pero en el último asalto. Y hubo un momento magnífico cuando, viéndose al filo de la derrota, el rey castellano, desesperado, dijo «aquí morimos todos», picó espuelas y cargó ciegamente contra el enemigo. Y los reyes de Aragón y de Navarra, por vergüenza torera y no dejarlo solo, hicieron lo mismo. Y allá fueron, tres reyes de la vieja Hispania y la futura España, o lo que saliera de aquello, cabalgando unidos por el campo de batalla, seguidos por sus alféreces con las banderas, mientras la exhausta y ensangrentada infantería, entusiasmada al verlos llegar juntos, gritaba de entusiasmo mientras abría las filas para dejarles paso. (Continuará).

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Una historia de España XIII, Arturo Pérez Reverte.

En los albores del siglo XIII, el reino de Aragón se hacía rico, fuerte y poderoso. Petronila (una huerfanita de culebrón casi televisivo, heredera del reino) se había casado y comido perdices con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV; así que en el reinado del hijo de éstos, Alfonso II (el que se batió como un tigre en Las Navas), quedaron asentados Aragón y Cataluña bajo las cuatro barras de la monarquía aragonesa. Aquella familia tuvo la suerte de parir un chaval fuera de serie: se llamaba Jaime, fue el primer rey de Aragón con ese nombre, y pasó a la Historia con el apodo de El Conquistador no por las señoras entre las que anduvo, que también -era muy aficionado a intercambiar fluidos-, sino porque triplicó la extensión de su reino. Hombre culto, historiador y poeta, Jaime I dio a los moros leña hasta en el turbante, tomándoles Valencia y las Baleares, y poniendo en el Mediterráneo un ojo de águila militar y comercial que aragoneses y catalanes ya no entornarían durante mucho tiempo. Su hijo Pedro III arrebató Sicilia a los franceses en una guerra que salió bordada: el almirante Roger de Lauria los puso mirando a Triana en una batalla naval -hasta Trafalgar nos quedaban aún seiscientos años de poderío marítimo-, y en el asedio de Gerona los gabachos salieron por pies con epidemia de peste incluida. La expansión mediterránea catalano-aragonesa fue desde entonces imparable, y las barras de Aragón se pasearon de tan triunfal manera por el que pasó a ser Mare Nostrum que hasta el cronista Desclot escribió -en fluida lengua catalana- que incluso «los peces llevan las cuatro barras de la casa de Aragón pintadas en la cola». Hubo, eso sí, una ocasión de aún mayor grandeza perdida cuando Sancho el Fuerte de Navarra, al palmar, dejó su reino al rey de Aragón. Esto habría cambiado tal vez el eje del poder en la historia futura de España; pero los súbditos vascongados no tragaron, subió al trono un sobrino del conde de Champaña, y la historia de la Navarra hispana quedó por tres siglos vinculada a Francia hasta que la conquistó, incorporándola por las bravas a Aragón y Castilla, Fernando el Católico (el guapo que sale en la tele con la serie Isabel). Pero el episodio más admirable de toda esta etapa aragonesa y catalana de nuestra peripecia nacional es el de los almogávares, las llamadas compañías catalanas: gente de la que ahora se habla poco, porque no era, ni mucho menos, políticamente correcta. Y su historia es fascinante. Eran una tropa de mercenarios catalanes, aragoneses, navarros, valencianos y mallorquines en su mayor parte, ferozmente curtidos en la guerra contra los moros y en los combates del sur de Italia. Como soldados resultaban temibles, valerosos hasta la locura y despiadados hasta la crueldad. Siempre, incluso cuando servían a monarcas extranjeros, entraban en combate bajo la enseña cuatribarrada del rey de Aragón; y sus gritos de guerra, que ponían la piel de gallina al enemigo, eran Aragó, Aragó, y Desperta ferro: despierta, hierro. Fueron enviados a Sicilia contra los franceses; y al acabar el desparrame, los mismos que los empleaban les habían cogido tanto miedo que se los traspasaron al emperador de Bizancio, para que lo ayudaran a detener a los turcos que empujaban desde Oriente. Y allá fueron, 6.500 tíos con sus mujeres y sus niños, feroces vagabundos sin tierra y con espada. De no figurar en los libros de Historia, la cosa sería increíble: letales como guadañas, nada más desembarcar libraron tres sucesivas batallas contra un total de 50.000 turcos, haciéndoles escabechina tras escabechina. Y como buenos paisanos nuestros que eran, en los ratos libres se codiciaban las mujeres y el botín, matándose entre ellos. Al final fue su jefe el emperador bizantino quien, acojonado, no viendo manera de quitarse de encima a fulanos tan peligrosos, asesinó a los jefes durante una cena, el 4 de abril de 1305. Luego mandó un ejército de 26.000 bizantinos a exterminar a los supervivientes. Pero, resueltos a no dar gratis el pellejo, aquellos tipos duros decidieron morir matando: oyeron misa, se santiguaron, gritaron Aragó y Desperta ferro, e hicieron en los bizantinos una matanza tan horrorosa que, según cuenta el cronista Muntaner, que estaba allí, «no se alzaba mano para herir que no diera en carne». Después, ya metidos en faena, los almogávares saquearon Grecia de punta a punta, para vengarse. Y cuando no quedó nada por quemar o matar, fundaron los ducados de Atenas y Neopatria, y se instalaron en ellos durante tres generaciones, con las bizantinas y tal, haciendo bizantinitos hasta que, ya más blandos con el tiempo, los cubrió la marea turca que culminaría con la caída de Constantinopla. (Continuará).

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