Cielo negro, de Manuel Mur Oti
Emilia (Susana Canales) trabaja en una casa de modas. Soltera, tímida y sin vida social, sus compañeras se burlan de ella a sus espaldas, pero todo cambia el día en que recibe una invitación de un apuesto conocido para ir a la verbena.
Melodrama en torno a una mujer puteada hasta el límite, sin que tiemble el puso al recurrir a elementos de folletín ni en que resulte maniqueo el dibujo de seres inocentes, que desde el principio se ganan las simpatías del espectador, frente a gente brutal, hipócrita, malos bichos… la visión que propone Mur Oti de aquella España, o la que al menos se intuye, es muy negativa a nivel moral; la fría madame, jefa de las chicas, dirige su negocio con puño de hierro, una autoridad la suya cruel y sin compasión con el menor desliz, que impide incluso hablar (muy francés y muy moderno todo, pero...). Nuestra heroína anhela vivir, amar, salir a divertirse, ilusiones propias de su edad, pero que sólo son eso, ilusiones sin futuro, voluntad de engañarse; son las mentiras el motor del argumento, centrado en una cruel broma que gastan a la pobre muchacha, para la cual es reclutado un poeta de tres al cuarto, capaz de cualquier cosa con tal de comer. Pero incluso sujetos tan frívolos entienden que todo tiene un límite y son susceptibles de demostrar cierto buen fondo.
La escena en la feria permite el lucimiento visual, así como la aparición inquietante de un payaso triste que aporta un halo existencial al asunto. A nivel narrativo, una película muy hábil en sus elipsis, en cómo articula las distintas subtramas, con toques de casticismo (secundarios como esa portera y su sabiduría popular) y con una interpretación brutal de la actriz protagonista, que despliega un rango de emociones amplio (entusiasmo, fragilidad, dolor, pero también dureza). La pérdida de la visión tiene su razón de ser y su sentido metafórico; se está ciego porque no se quiere ver, pero cuando todo está perdido y todo se ve negro, surgirá una nueva visión interior, superior a la física. El plano-secuencia final, posiblemente una de las secuencias más potentes a nivel visual que ha dado nuestro cine, es un momento de epifanía tarkovskiana décadas antes del ruso, con la lluvia, las campanas… idéntico concepto de dilatar el tiempo para hacer cobrar una nueva dimensión a la imagen, mostrar la transfiguración espiritual de un alma destruida y sin esperanzas. Que nos cuelen una catequesis en vena (al parecer no era la intención del director, curiosamente) poco importa, pues lejos de convencernos con ideas rancias, lo están haciendo con recursos puramente cinematográficos.
El pisito, de Marco Ferreri e Isidoro M. Ferry
Comedia cruel en torno a las penurias económicas de la España de finales de los 50 y primera película con Azcona como guionista. Mucha carga crítica en una historia que nos cuentan con humor, pero que perfectamente podría tratarse de un drama o incluso una de terror, destacando la tendencia al esperpento y una perspectiva muy pesimista. Con una picaresca muy typical spanish, una pareja de novios incapaces de conseguir un piso para poder independizarse inventa un plan para lograrlo; casarse él con su ancianísima casera y esperar a heredar el alquiler… soluciones peregrinas a problemas de un sistema que impide hacer su vida a los (ya no tan) jóvenes (de qué nos sonará ésto…).
En éste caso, son dos a quienes se les ha pasado el arroz; un López Vázquez de pasividad alarmante, mangoneado por todos y tan buena gente que es tonto, y una Mary Carrillo que compone uno de los personajes femeninos más repulsivos, pura antipatía que deja ver a una personaje profundamente amargado, infeliz en su autoritarismo (la misoginia de Azcona es clara aquí). Si por fin lograsen adueñarse del “pisito” de marras, cabría preguntarse si el esfuerzo ha merecido la pena, si el pobre tipo (el único con integridad moral más allá de la actitud utilitaria) escaparía de la sartén para ir a caer en las brasas…
El egoísmo, los intereses, son lo primero. La anciana, la auténtica ganadora del trato, una mirada amable hacia la tercera edad, aunque igual no lo es tanto con la infancia y los niños tocanarices. El jefe tiránico, otro que tal (“qué tendrá que ver el sueldo...”). Una brillante galería de secundarios, de tipos estrambóticos en su normalidad; el podólogo listillo, el aristócrata decadente, la chavala de vida alegre, por no hablar de la criada llorosa… perdedores todos ellos. La idea de la muerte presidiendo estas vidas se manifiesta en la trama principal: alguien tiene que morir para que los demás puedan seguir con lo suyo. Las imágenes describen entornos abarrotados, de hacinamiento, pero también lugares abiertos (los edificios de nueva construcción en el extrarradio madrileño) que expresan desolación. Toda una inmersión en lo mustio de la época, con esos empleos degradantes, la omnipresente música de organillo (un soniquete cual valsecito infernal que se repite), con gags tan brutales como el de ese cojo tan feliz. Las conversaciones se superponen, aparecen elementos que molestan y frustran la comunicación humana (ellos dos no tienen nada que decirse). Insuperable ese baile tristísimo en que el tempo narrativo se congela, como el tiempo que ha pasado y que ha aniquilado la relación.
Y pese a todo, te descojonas.