Una joven traductora decide huir de sus demonios particulares mudándose a un pueblo perdido. Allí, donde las condiciones de vida son más hostiles de lo que pensaba, empezando por una casa que se cae a pedazos, decide cuidar de un perro maltratado y acercarse a su enigmático vecino, con quien inicia una relación fuera de lo común…
El ambiente de los libros de Sara Mesa es asfixiante, turbador y a la vez extrañamente familiar. En ellas se intuye un núcleo de violencia, de algo innombrable, que apenas se intuye pero que está ahí, y la autora lo cuenta sin énfasis, con pocas, sencillas pero rotundas palabras. La adaptación que hace Coixet de su penúltima novela es significativa, no solamente por el enfoque más cálido, humano y sí... obvio, sino por tratarse de una película que en sí misma trata de un acto, el de traducir, que no es inocente ni imparcial. No es posible distanciarse de una realidad que, al interpretarla, acaba contagiando a quien se expresa en un lenguaje ajeno, pues quien juega con fuego, termina quemándose. Personajes que (pre)juzgan al otro, que se juzgan a sí mismos, estereotipos que (se) estereotipan, imponen su visión sesgada, como el casero machista, la anciana senil, el vecino (demasiado) amable o la vecina moderna. Se hablan distintas lenguas en la película (inglés, alemán, francés, incluso ladridos perrunos) quizá ilustrando esta idea; cada uno es lo que es gracias a, o a pesar de, ese lenguaje (o falta de él) siempre distorsionador.
La protagonista busca ser independiente, mantenerse al margen, pero no puede evitar las dependencias malsanas respecto a los demás. El idioma aparentemente universal de sexo también tiene sus propias trampas. No existe un “grado cero” de las relaciones sociales, ni siquiera en una población remota donde empezar de nuevo. El ser humano es un “zoon politikon”, pero un “zoon”, sobre todo, hambriento, cruel y desesperado cuando toca. El juego social envenenado, más aún tratándose de una pequeña y cerrada comunidad perdida en la España neo-rural, la de los pijos urbanitas que intentan también evadirse de sus problemas, la del pretendido artista bohemio que idealiza el campo… es ese muestrario de amabilidad estereotipada que encubre simulacros, postureo, expectativas y relaciones interesadas. Lo contrario es lo “indecible”, el hermetismo de quienes han sufrido el trauma, la herida. Sus silencios, la falta de sensibilidad del superviviente sin nada que ganar o perder, con poco que dar o pedir, más cerca del animal que del hombre civilizado; una brutalidad, una maldad si se quiere, menos refinada, más honesta al menos...
Digámoslo claro. Coixet convierte los inquietantes silencios de la trama literaria en una historia sobre una mujer y su perro, de iniciación, aprendizaje y empoderamiento feminista y animalista. De una chica que aprende a volverse una perra y a defenderse, frente a distintas formas de masculinidad que quizá son la misma. Sólo le falta la canción de Rigoberta Bandini en los créditos finales; no llega tan lejos. El perro, un ser híbrido que no encaja en ningún lado, igual que todos. Y una metáfora del amor, sobre domar a la bestia que nunca quiso ser domada, que reclama su naturaleza. Nadie muerde, todos somos mansos, hasta que nos tocan los cojones. El final, digámoslo también, es edulcorado y poco creíble, pues la peli cae por momentos en cierto efectismo (ese primer polvo…), en cierto guiñol y caricatura incluso. Frente a la ausencia de asideros y la mirada pesimista, circular, de quien no cree en los paraísos artificiales, doña Isabel Coixet juzga, simpatiza y condena, “traduce”, se marca un baile liberador, se pone a favor, en contra... y hace, en fin, la adaptación, la película, que le sale del potorro.