Un rebaño de animales tímidos
JUAN MANUEL DE PRADA
La posición de Rusia en el conflicto es mostrada ante el rebaño como la emergencia de un monstruo con nostalgias soviéticas.
TOCQUEVILLE ya avizoró, en un pasaje célebre de
La democracia en América, la emergencia de un poder que convierte a los pueblos en un picadillo informe, dócil a sus conveniencias como el títere a las manipulaciones del titiritero: «No destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales tímidos». Ciertamente, esta nueva forma de tiranía que nos ha convertido en un mismo rebaño de animales tímidos, balando con el mismo sonsonete, tragándonos la misma alfalfa propagandística y regurgitándola tan campantes (el retuiteo es la gran metáfora de esta sociedad embrutecida que profetizó Tocqueville, el regüeldo automático del rebaño ahíto de propaganda), es algo que ya no nos sorprende; pero todavía hay ocasiones en que la mansedumbre blandulona del rebaño, comulgando ruedas de molino del tamaño de castillos, se convierte en un espectáculo desgarrador. Ocurre así, por ejemplo, con todo lo que está sucediendo en Ucrania.
La posición de Rusia en el conflicto es mostrada ante el rebaño como la emergencia de un monstruo con nostalgias soviéticas que pretende anexionarse territorios de la nación vecina, sirviéndose para ello de cuatro exaltados rusófilos (y, por supuesto, la propaganda se esfuerza en fotografiar a estos rusófilos con enseñas estalinistas, como en España se hace con todas las expresiones populares que conviene desprestigiar, fotografiando a quienes portan banderas nacionales con el águila de San Juan). Pero lo cierto es que la única nostalgia o reliquia soviética es el propio estado de Ucrania, un artificio inexistente hasta hace apenas veinte años, hijo directo de la bolchevique República Popular Ucraniana, en la que se mezclaron en batiburrillo territorios que habían sido rusos desde la noche de los tiempos con territorios cuyos pobladores se distinguían por un odio atávico hacia los rusos; y, para completar este artificioso Frankenstein territorial, en la década de los sesenta los soviéticos añadieron a la República Ucraniana la península de Crimea, conquistada por Rusia al turco y defendida frente a la rapacidad de ingleses y franceses. Cuando, aprovechando el colapso soviético, los nacionalistas ucranianos (rusófobos viscerales) proclaman la independencia de Ucrania, constituyen un Estado de nuevo cuño sobre el Frankenstein territorial amalgamado por los soviéticos, un engendro sin fundamento histórico alguno, con regiones que habían sido fundadas y pobladas por rusos occidentales y ciudades tan constitutivamente rusas como Odesa, conquistada a los turcos cuando sólo era un poblacho cochambroso por el almirante de la armada rusa José de Ribas, español de Nápoles, y convertida en ciudad floreciente por Catalina la Grande.
La llamada «opinión pública» europea (o sea, los repartidores de alfalfa propagandística) han conseguido, sin embargo, que la resistencia patriótica de estas regiones y ciudades que nacieron rusas y morirán rusas (tal vez por exterminio de un ejército a las órdenes de la CIA que masacra población civil indefensa) sea mostrada ante el rebaño como una «agresión» contra un Estado-Frankenstein creado arbitrariamente hace veinte años. Europa es hoy un rebaño de animales tímidos, pastoreado por el Gran Inquisidor americano. Y es que –como ha afirmado Putin– «un mundo unipolar y estandarizado no requiere Estados soberanos, sino siervos que renieguen de la propia identidad y de la diversidad del mundo donada por Dios».