Lejanas revoluciones
JUAN MANUEL DE PRADA
Como no somos burgueses, no podemos ver con agrado lo que sucede en Ucrania
OBSERVABA Nicolás Gómez Dávila que «nada enternece más al burgués que el revolucionario de país ajeno». Y es que, en efecto, el burgués abomina de las revoluciones en casa, porque dejan olor a pies en el ambiente; en cambio, gusta mucho de embellecer las revoluciones cuando suceden lejos. Vista en la distancia, la toma de la Bastilla puede parecer un magno acontecimiento histórico en el que los asaltantes pronuncian muy lindos discursos y los liberados protagonizan gestas heroicas; vista de cerca, en cambio, la toma de la Bastilla no es sino el asalto de unas turbas regurgitantes de vino peleón a una comisaría de barrio donde estaban encerrados cuatro pelmas borrachos y algún pobre loco evadido del manicomio. Pero las revoluciones acaban siempre volviéndose contra los burgueses que las embellecieron, como les ocurrió a aquellos snobs británicos del XIX que escribían tratados sobre la libre determinación de los pueblos, mientras cazaban tigres en Bengala; y que acabarían viendo consternados cómo se les escapaba la inmensa India, de cuyo saqueo tanto se habían beneficiado.
En España, nuestros burgueses se pusieron como la niña del exorcista cuando unos mozos con las tripas horras y el cacumen ahíto de propaganda quisieron montar una revolución sedente y primaveral en la Puerta del Sol; en cambio, están emocionadísimos y como poseídos de una suerte de lujuria democrática con los mozos ucranianos que han montado una revolución invernal y destrozona, deponiendo presidentes, montando parlamentos de chichinabo y descalabrando policías. Pero la razón de que los revolucionarios fracasados de la Puerta del Sol repeliesen a nuestros burgueses, tan enternecidos en cambio con los revolucionarios triunfantes de Ucrania, nos la explica también Gómez Dávila: «Las revoluciones victoriosas han sido desbordamientos de codicias. Sólo las revoluciones derrotadas suelen ser insurrecciones de oprimidos». En este desbordamiento de codicias que acontece en Ucrania descubrimos, además, otro rasgo muy propio de las revoluciones de hogaño. Las turbas hediondas que fueron a la Bastilla no sabían que aquello era «la toma de la Bastilla», porque la Historia se tomaba su tiempo en decantar los hechos. En cambio, los peleles que, al dictado de los intoxicadores de la CIA o de Bruselas, levantan barricadas en Kiev creen estar protagonizando un «acontecimiento histórico», porque así lo repiten los noticiarios, las tertulias televisivas u olimpiadas del anacoluto, los retuiteos infestados de faltas de ortografía y demás subgéneros atorrantes de la propaganda democrática. Y así, vemos en los revolucionarios ucranianos un modo de ser, de comportarse, de moverse y de saludar a la cámara propios de los «personajes históricos», aunque sólo sean unos pobres peleles que ni siquiera saben quiénes manejan sus hilos.
Como no somos burgueses, no podemos ver con agrado lo que sucede en Ucrania, porque sabemos que toda revolución no hace sino agravar los males en contra de los cuales estalla. Y, además, tampoco podemos olvidar que, allá en una noche lejana del siglo XV, rodeado por la nieve antigua y litúrgica de Rusia, el monje Filoteo profetizó: «Bizancio es la segunda Roma; la tercera Roma será Moscú». A lo mejor por eso los revolucionarios de Ucrania, cuna de Femen, quieren arrimarse a la Unión Europea, que es el campo de operaciones donde las guarras de Femen retozan tan ricamente, profanando iglesias; porque, desde luego, en la tercera Roma ya saben que, si se ponen a profanar templos, las mandan de vacaciones a Siberia, como les ocurrió a sus amiguitas del Coño Amotinado (vulgo Pussy Riot).