Lo mínimo que se merecía la ciudadanía es que alguien nos hubiera explicado sobre qué basde se ha tomado la decisión de que la nueva estrategia frente al virus sea la de que el cada uno se busque la vida. En lugar de eso, nos dicen que debemos ponernos la mascarilla por la calle y quitárnosla en el bar.
Pero además, la semana que viene, nos vamos a enfrentar a la vuelta (de tuerca) al cole. Hasta ahora, el ciudadano tenía, al menos, alguna opción a título personal: podía escoger no frecuentar bares y restaurantes, limitar reuniones familiares, cuidar distancia social, todas esas medidas de las que estamos tan hartos pero que han salvado tantas vidas. Sin embargo, el lunes que viene todos los menores de dieciséis años tendrán que ir, obligatoriamente, a clase; y enfrentarse a una desinversión cronificada en nuestro propio futuro que, increíblemente, no ha sido revertida por la pandemia. En las aulas, los chavales están en grupos de veinte, treinta o más, porque las ratios han vuelto a sus habituales niveles vergonzosos tras el respiro (en algunas comunidades) del curso pasado. La ventilación, más aún en invierno, no está garantizada, porque los centros siguen sin contar con sistemas apropiados o con algún mísero medidor de CO2. Son muchas horas para mantener distancia, para que no se le baje a alguien la mascarilla (a pesar de que los sufridos y admirables peques han demostrado un sentido medio de la responsabilidad sistemáticamente mayor el de los adultos). Se ha argumentado que, en olas anteriores, el nivel de contagios y macro brotes en los colegios fue pequeño. Pero es que esta variante es, de manera efectiva, tan contagiosa como la varicela. Y si algo se sabe de enfermedades como la varicela es que, cuando aparece en una clase, se contagia todo el mundo que no lo ha pasado.
Y eso es exactamente lo que va a pasar. A lo largo del mes de enero se van a contagiar en masa grandes cantidades de peques que aún no han pasado la ómicron. Y, junto a ellos, muchos docentes. Y sus familias, que tienen tantos boletos de contagiarse como ellos. Y esas familias incluyen a personas de más edad, o con patologías que pueden complicarse con la infección.
¿Lo hemos pensado bien? ¿Dónde están los cálculos, los modelos que avalan esa decisión? Dice la ministra que «prudencia sí, alarmismo ninguno». Que hay que «tensar los protocolos». Pero, ¿dónde está la prudencia? ¿Dónde están las bajadas de las ratios, la vuelta temporal a la no presencialidad allí donde haga menos daño? ¿Dónde están todas las medidas razonables que, para ser llevadas a cabo de forma también razonable, requieren inversión y esfuerzo de las administraciones? Otros países cercanos sí están optando por reducir la presencialidad, al menos en parte y al menos por algunas semanas. No ir al bar, o no reunirse con los amigos, es optativo, pero las familias no pueden escoger que sus niños se queden en casa. Más aún: muchas no pueden permitírselo, en parte porque nunca se han llegado a apoyar decisivamente medidas como la flexibilidad laboral generalizada o las bajas asociadas a confinamientos y conciliación, con argumentos cortoplacistas que ignoran el impacto, aún mayor, de que la población enferme de manera masiva.
La opción que han elegido nuestras administraciones es imponer que la mayoría de los menores de edad se contagie, y que con ellos lo hagan sus familias. Y para ello se usa el argumento de que la enfermedad «ya no es grave» (el revólver tiene cincuenta recámaras y una sola bala), olvidando, muy convenientemente, que cuando los contagios se cuentan por millones a la semana, estamos jugando a la ruleta rusa una y otra vez.