Respuesta: El post del pensamiento crítico y escéptico
Sobre los orígenes de la quimifobia
Autor:
Yanko Iruin (@elbuhodelblog), Catedrático de Química Física del Departamento de Ciencia y Tecnología de Polímeros de la UPV/EHU y subdirector de Polymat, Instituto de Materiales Poliméricos. Es autor del
Blog del buho (un alegato contra la quimifobia)
Cuaderno de Cultura Científica:
julio 13, 2011
La acción conjunta de la ONU y la UNESCO al declarar 2011 como Año Internacional de la Química es señal de que han saltado las alarmas sobre el creciente desapego de los jóvenes occidentales a cursarla en sus estudios, algo que vamos a pagar caro en los próximos años. Y que ya afecta también a otras Ciencias e Ingenierías. Pero el caso de la Química tiene algún matiz adicional, al verse afectada por una extendida percepción social en Occidente según la cual el medio ambiente va de mal en peor y todo lo que comemos, bebemos o respiramos nos conduce a cánceres y trastornos genéticos sin cuento. Metales pesados como el mercurio o el plomo, pesticidas como el DDT, aditivos alimentarios, restos de monómeros y aditivos en la fabricación de plásticos (ftalatos, Bisfenol A), pueblan cabeceras alarmistas en los medios de comunicación. Sin embargo, las agencias que velan por nuestra salud, y los datos objetivos, muestran que nunca hemos vivido y comido más sano y seguro y la prueba del nueve es comparar las esperanzas de vida al principio del siglo XX y en estos años iniciales del XXI.
Los orígenes de esta Quimifobia pueden datarse en 1962, con la publicación del libro de la bióloga Rachel Carson, “The Silent Spring”, en el que cristalizaron las preocupaciones de círculos progresistas americanos sobre los peligros del uso indiscriminado (y habría que decir abusivo) de insecticidas como el DDT o el Lindane. Con antecedentes como el del llamado agente naranja, con el que se deforestaron amplias zonas del Vietnam durante la larga guerra en la que los EEUU se vieron implicados. Hoy sabemos que en su producción se generaban como subproductos miembros peligrosos de la familia de las dioxinas, como el TCDD que, años más tarde (2004), volvió a la actualidad con el envenenamiento del candidato a la presidencia de Ucrania (Viktor Yushchenko). En años anteriores y posteriores a la publicación del libro de Carson, se detectó la intoxicación de la pequeña bahía de Minamata en Japón por metil mercurio (1956), el escape del mismo TCDD en Seveso (1976) y, algo más tarde (1984), la explosión y fuga de isocianato de metilo en Bhopal (india). Y de esos barros, ya algo antiguos, nacen muchos de los lodos que alarman a la población.
En parte, esas alarmas se producen como consecuencia de avances en la actividad científica que, paradójicamente, debieran haber inducido el efecto contrario. Coetáneos con el libro de la Carson son los primeros avances espectaculares en técnicas analíticas capaces de detectar cantidades muy pequeñas de sustancias químicas en agua o aire. James Lovelock, autor de la Hipótesis Gaia y considerado por muchos como uno de los padres del ecologismo, fue también quien desarrolló en esos años el detector de captura electrónica (ECD), un dispositivo que revolucionó los niveles de detección de sustancias químicas mediante la técnica conocida como cromatografía de gases. Hoy en día, los modernos ECD nos permiten detectar DDT o Lindane en niveles cien millones de veces inferiores a los que detectaba el detector de Lovelock. Paralelamente, otras técnicas analíticas han mejorado sus capacidades y hoy podemos emplearlas para detectar sustancias en cantidades próximas a una parte por trillón (1ppt) o, lo que es igual, un miligramo de sustancia potencialmente peligrosa en 1000 toneladas de producto analizado. Pero trasladar a la población que esos avances permiten certificar la seguridad de lo que comemos o respiramos parece una titánica labor imposible de conseguir.
“Culpable” también del alarmismo quimifóbico es la proliferación de estudios que tratan de establecer relaciones causa/efecto entre productos químicos y enfermedades. Se trata de estudios rigurosos (en la gran mayoría de los casos) realizados desde dos ópticas: los basados en análisis de poblaciones humanas expuestas a un producto químico y los que, ante indicios sobre la peligrosidad de un cierto producto, tratan de probar esa peligrosidad con animales de laboratorio a los que, muchas veces, se administran dosis elevadas del mismo. En el primer caso, los resultados no son siempre concluyentes, dada la dificultad de interpretarlos en sistemas de tantas variables como los organismos vivos. En el segundo caso, extrapolar a exposiciones mucho más bajas que las suministradas a los animales de laboratorio es siempre, como en todas las extrapolaciones, algo muy arriesgado.
Si, además, el manejo posterior de los datos, en internet y en los medios, carece del adecuado rigor en términos estadísticos, el nivel de alarma se dispara en la población. Valga como ejemplo un estudio realizado en los noventa por la canadiense International Agency for Research on Cancer (IARC) sobre la relación entre el cloruro de vinilo, un gas empleado en la fabricación de PVC, y el desarrollo de un cáncer de hígado conocido como angiosarcoma. Se estudió una población de 14.351 individuos que habían estado expuestos al citado gas en 19 factorías europeas. Frente a los 8 casos de angiosarcoma que, estadísticamente, se dan en cualquier población no expuesta al mencionado gas, en ese estudio se encontraron 24 casos, algo que confirmaba su relación con la enfermedad. Pero los resultados se pueden dar de dos maneras: una, la población expuesta al gas tiene un 300% más de posibilidades de sufrir de cáncer de hígado, lo que inducirá, sin duda alguna, a la alarma. Pero tiene el mismo rigor estadístico decir que un 2 por mil de la población investigada, expuesta durante largos años al gas, desarrolló un cáncer de hígado, aunque, evidentemente, la alarma social no es la misma en este segundo enunciado.
Hechos como los que anteceden han generado, entre otros corolarios, la ya popular disyuntiva entre lo natural (bueno) y lo sintético o químico (perjudicial), resultando casi imposible introducir en el debate hechos que invaliden claramente esa percepción. Como es el caso de muchas sustancias naturales que son letales a dosis francamente pequeñas, como la toxina botulínica (bótox), el ácido oxálico de algunas verduras como el ruibarbo o las espinacas, venenos de plantas (belladona), tubérculos (solanina de las patatas) y setas (muscarina) o ese simpático alcaloide al que llamamos cafeína. Está bien documentada la presencia de sustancias químicas peligrosas en alimentos que consumimos desde siempre, como los hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAPs), presentes en carnes preparadas en parrillas o barbacoas. Algunos HAPs como los benzopirenos son tan cancerígenos como las dioxinas. Algo similar ocurre con la acrilamida, un reputado cancerígeno que se genera merced a las reacciones de Maillard en procesos como la fritura de las modestas patatas fritas o en el tostado del café.
El mundo de los aditivos alimentarios también tiene sus casos emblemáticos en esta disyuntiva. Si uno, por ejemplo, introduce en google Monosodium glutamate (MSG), obtiene casi dos millones de entradas, la mayoría de ellas previniendo de los riesgos del uso de este potenciador de sabor que, en los medios más innovadores de la gastronomía, se identifica ahora con el quinto sabor (umami). Y entre esas entradas, uno encuentra muchos estudios con animales de laboratorio sometidos a dosis elevadas de MSG y resultados alarmantes. Sin embargo, el MSG es producido de forma “natural” en la leche materna en cantidades de 200 ppm y ha sido ingerido, desde la noche de los tiempos, por nuestros más tiernos infantes. Encontrándose también en concentraciones similares en quesos como el Roquefort o en los tomates.
Todas estas cuestiones han generado una picaresca que se resiste a ser desmontada. Es corriente, por ejemplo, encontrar en tiendas de productos ecológicos o “naturales” mermeladas y otros productos que declaran emplear citratos o pectina de manzana como aditivos reafirmantes o gelificantes. Por sus resonancias gramaticales suenan a naturales, pero ambos son producidos en procesos industriales que implican la mano humana con manejo de ácidos y bases, controles en el pH o el empleo de sustancias químicas como el isopropanol. El marketing perverso hace que en la etiqueta, y detrás de esos productos, no se coloque el código E correspondiente, (E-333 en el caso del citrato, E-440 en el caso de la pectina), algo a lo que obliga la legislación europea en materia alimentaria. Se nos vende, igualmente, la idea de que la mal llamada agricultura orgánica no emplea pesticidas, cuando lo cierto es que emplean sustancias como el llamado polvo de Derris (una familia de plantas), que debe su validez como insecticida a su alto contenido en rotenona, una molécula muy peligrosa para la vida acuática y que recientes estudios sobre animales la ligan al Alzheimer. Resultados de este tipo serán más corrientes cuando las agencias destinadas a velar por nuestra salud usen las mismas varas de medir y empiecen a considerar con seriedad la composición de los productos de esas tiendas, herboristerías, etc.
Algo que ya ha empezado a hacer tímidamente el Departamento de Salud americano. En su 12th Report on Carcinogens, hecho público por el 10 de junio de este año, incluía ocho nuevas sustancias con claras sospechas de relación con el cáncer basadas en estudios in vivo. Entre ellas, dos que se encuentran en cantidades significativas en preparados de la medicina tradicional china: los ácidos aristolóquicos y la rideliina. Lo que no es sino el reflejo de lo que ha puntualizado en repetidas ocasiones el bioquímico Bruce N. Ames, Profesor de Bioquímica en Berkeley e inventor del test de Ames, un método efectivo y barato para evaluar el carácter cancerígeno de una sustancia: “En cualquier caso, el 99.9% de las sustancias químicas que comemos son de origen natural. Por ejemplo, el 99.99% de los pesticidas que ingerimos son productos químicos naturales presentes en las plantas como recurso para ahuyentar insectos y otros depredadores. Más de la mitad de esas moléculas que se han chequeado en el laboratorio con animales (y se han chequeado pocas) son cancerígenas a las altas dosis habitualmente empleadas. Hay 10.000 o más pesticidas naturales en nuestra dieta y están presentes a dosis mucho más altas de las que están los pesticidas sintéticos”. O también: “Una taza de café es un cóctel químico. Se han identificado en ella cientos de productos químicos. Sólo se han probado en laboratorio unas decenas y la gran mayoría son cancerígenos” (como la acrilamida antes citada). “Hay del orden de 10 miligramos de conocidos carcinógenos en una taza de café y eso es más que los que uno puede ingerir en un año, derivados de los pesticidas sintéticos”.
vía: Amazings.es