El post del pensamiento crítico y escéptico

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Impresionante la tomadura de pelo sobre la homeopatía esa. Cuando alguien me diga que toma medicinas homeopáticas se lo contaré.
 
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calla calla.. que la wat está con este rollo y me tiene frita.

El enano encadena una bronquitis tras otra, por suerte la curandera que ha escogido también es licenciada en medicina y pese a que el bebé bebe mas agua con azucar que otra cosa, en ningun momento le ha dicho que deje la medicacion tradicional.

ella dice que la homeopatia no cura, que lo unico que hace es fortalecer las defensas.

en fin, mientras lo que diga el medico se haga, lo otro mal no le hará.
 
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Si cobra y muy bien.

Pero también fue la que nos mandó al hospital cuando no estaba bien y en el CAP querian esperar un poco.
 
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mi wat es humanista.
 
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REPORTAJE: PENSAMIENTO

¡Sor-pre-sa!

JAVIER GOMÁ LANZÓN
EL PAÍS - BABELIA - 19-02-2011


El día de nuestro cumpleaños un amigo que actúa de gancho, sirviéndose de engaños y martingalas, nos conduce a la hora convenida a su casa o a la nuestra y allí otros amigos, concertados con el primero, abren de repente las puertas correderas o salen de su escondite en el salón y corean al unísono: "¡Sor-pre-sa!". Lugares y rostros son quizá los mismos de siempre, pero en ese momento lo percibimos todo con una teatralidad que rompe su habitual apariencia. Suele decirse que la curiosidad es el origen del conocimiento; puede que lo sea del científico, pero en el origen de la cultura se halla, a mi juicio, este efecto de estupefacción ante lo natural. ¿A qué podríamos comparar la actitud del hombre verdaderamente cultivado? Al extrañamiento que a veces nos produce la visión de nuestro propio brazo.

A los ojos del hombre sin cultura -sea o no hombre de vastas lecturas- cuanto le rodea disfruta de la seguridad, evidencia, sencillez y neutralidad de los hechos de la naturaleza. De igual manera que los planetas avanzan por sus órbitas, el mundo es para él un conjunto de actos regulares y previsibles, intemporales en su incuestionada validez. Lo que hace de él un yo, el entorno en que vive, las ideas que se le transmiten, el conjunto de creencias latentes en las que flota, las pulsiones, afectos y deseos que alberga, las fuentes de su placer y su dicha, las costumbres que le sostienen, las instituciones que rigen su ciudadanía, el régimen político que le gobierna, los ideales que movilizan sus emociones: todo ello es, para el hombre sin cultura -tenga o no título universitario- un mero datum, algo que está ahí, siempre lo ha estado y siempre lo estará.

Hay días que contemplamos nuestro brazo extendiéndose por nuestro campo de visión y nos desasosiega ese remo de nuestra anatomía. ¿Qué hace eso ahí? Algo semejante nos sucede cuando empezamos a comprender que la imagen del mundo dominante en una cultura, que se nos presenta con la estabilidad, regularidad y fijeza de un hecho de la naturaleza, dotado de una objetividad autónoma y trascendente al hombre, es en realidad una criatura, un "constructo" contingente de ese mismo hombre. Ese hallazgo le produce un estremecimiento no inferior al que sacudió a Jim Carrey cuando, en El show de Truman, vislumbró, por una pluralidad de indicios, la artificialidad del universo que habitaba, convertido en estudio de televisión. El axioma cultural por antonomasia rezaría como una perífrasis de la famosa sentencia de Ortega: la cultura no tiene naturaleza sino historia. En cuanto entidades simbólicas, no somos hijos biológicos de la madre naturaleza sino padres adoptivos de la cultura que producimos y cuando descubrimos esta paternidad imprevista, sentimos una extrañeza pareja a la que a veces nos suscita nuestro propio cuerpo.

Y así como la paternidad biológica puede ser deseada o no mientras que la adoptiva lo es siempre, así también nosotros, tras superar la perplejidad inicial, podemos elegir gozosamente la cultura de nuestro tiempo como resultado de una decisión meditada, y no por forzada necesidad. Caigo en la cuenta de que todo lo que soy, pienso y siento, y todo cuanto existe en la realidad, está históricamente mediado. Tener cultura no es saber mucha historia sino un negocio más sutil: tener conciencia histórica, lo que es una forma de autoconocimiento. No es lo mismo almacenar datos del pasado que ser consciente de la historicidad de lo humano, aunque a veces lo primero lleva a lo segundo.

Una conciencia histórica de estas características presenta tres ventajas:

La primera permite asombrarse por los increíbles logros conseguidos por la humanidad haciéndose cargo de los sufrimientos y el esfuerzo colectivo que han requerido. Así podemos, por ejemplo, admirarnos de que sólo en tiempo reciente el hombre haya consentido en renunciar mayoritariamente a la venganza privada y, cuando sufre un daño que estima injusto, en delegar en un tercero la determinación de la culpa y la administración del castigo, en lugar de tomarse la justicia por su mano. Ídem de lienzo respecto a la dignidad del hombre, el reconocimiento de la libertad individual, la protección del Estado social o la alternancia democrática. El inculto -sea o no intelectual reconocido y creador de opinión pública- descuenta estas conquistas, como un niño mal criado, y quizá hasta las desdeña, aburrido. Quien sabe que las sociedades antiguas, por estar privadas de ellas, fueron moralmente peores en este aspecto a las modernas llega a comprender que es un prodigio civilizatorio que la comunidad actual haya logrado ponerse colectivamente de acuerdo en principios o costumbres como los mencionados.

En segundo lugar, ese hombre puede temerse que, si no se cuidan estos grandes avances morales de la civilización, quizá se malogren en el futuro, arruinando los sacrificios que costaron. Por tanto, el hombre cultivado estará inclinado a mantenerse siempre alerta en una especie de estado de ánimo escatológico previendo los peligros que acechan, pues la suya es una mirada de madurez que anticipa el carácter precario, vulnerable y reversible de todo lo humano, y al ser sensible a la fragilidad del progreso moral, se dejará más fácilmente involucrar en su activa defensa.

Y, por último, si la cultura descansa sobre fundamentos contingentes, sus contenidos son por eso mismo susceptibles de discusión y, cuando procede, de refutación, revisión y abandono. La conciencia histórica, por consiguiente, conduce por fuerza a una conciencia crítica, autónoma y razonadora, que discrimina, en lo presente, aquello que merece conservarse de aquello que debe reformarse.

¿Qué es, pues, ser un hombre culto? Sólo una cuestión de detalles: sorprender la artificialidad del mundo, cultivar la conciencia histórica y crítica, y comprometerse en la continuidad de lo humano. Todo lo demás, como dice Verlaine, es literatura: "Car nous voulons la nuance encore / Pas la couleur, rien que la nuance. / Et tout le reste es littérature".
 
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El cerebro humano sí funciona al cien por cien

La ciencia desmiente los falsos mitos sobre el órgano rector del cuerpo humano que se multiplican con la idea de que la telepatía es posible

VERÓNICA MARTÍN
SANTA CRUZ DE TENERIFE
DIARIO DE AVISOS
Jueves, 03 de marzo de 2011


El cerebro funciona al cien por cien. Eso de que sólo utilizamos un diez por ciento de nuestro órgano rector es un mito que se ha ido pregonando desde décadas pero que, hoy en día, no tiene ninguna evidencia científica. El profesor del Departamento de Psicología Cognitiva, Social y Organizacional de la Universidad de La Laguna (ULL) Carlos Álvarez es autor del libro La Parapsicología, vaya timo y explica que todos estas leyendas urbanas dan pie a explicaciones pseudocientíficas y a verdaderos fraudes.

El profesor explica que hoy en día tenemos "formas de medir y acceder a la actividad cerebral a través de resonancia magnética o el PET y, por ello, resulta absurdo mantener opiniones como esta". Estas técnicas dejan claro que se usa el cien por cien del cerebro y recuerda que "incluso desde una perspectiva darwinista, sería absurdo afirmar que sólo usáramos el 10 por ciento pues es el órgano que más recursos consume de todo el cuerpo y no tendría ningún sentido que pasara algo así". Además, en estudios de resonancia magnética se ha comprobado que hasta para actividades realmente simples como mirar un cuadro se activan infinidad de partes del cerebro. "El problema está en que en el pasado se comentaron algunos resultados científicos que ahora se contradicen con los nuevos o que se explicaron mal y se han mantenido como mitos", recalca el profesor. Dentro de estos falsos mitos se encuentra, por ejemplo, la creencia de que la hipnosis permite mejorar determinadas cualidades como la memoria o que a través de esta técnica se puede revivir recuerdos olvidados o realizar regresiones. "Se ha demostrado que se hipnotizan a personas muy sugestionables y, claro, al ser muy susceptibles se pueden conducir hasta obtener los resultados que el supuesto hipnotizador quiera como imaginarse que se tienen tres años o situaciones similares", explica Carlos Álvarez, quien añade que es "fácil introducir falsos recuerdos en hipnosis a personas de este tipo", aunque recalca que la hipnosis se puede usar para alguna terapia igual que se hace con la relajación pero sin tener esos resultados que se promocionan en programas televisivos pseudocientíficos.

Una cosa está clara es que los grandes avances de la biología actual están en la neurociencia. "Creo que el siglo XXI se considera el siglo del cerebro y queda mucho por descubrir", explica el investigador aunque aclara que "lo que se ha quedado claro es que algunas acciones que se consideran paranormales, como la la telepatía, han quedado descartadas científicamente".

Luego están las jugadas que nos hace nuestro propio cerebro como los dejà-vu que tienen explicación científica pues "el proceso de las imágenes en el cerebro es tan rápido que a veces se procesan sin que seamos conscientes y nos dan la impresión de que vivimos algo que ya hemos vivido".

Otra cosa son las premoniciones y el experto remarca que "nuestra memoria sobre hechos cotidianos es muy corta a no ser que se hagan significativos. Pensamos cada día en cientos de cosas que descartamos pero se tornan importantes en cuanto ocurre algo", remarca. Nuestro cerebro es aún enigmático pero, está claro, que no tanto.
 
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La moda que disparó el sarampión

La enfermedad crece en España ayudada por grupos que no vacunan a sus hijos por ideología - Los 1.300 casos de 2011 multiplican por cinco los de 2010

ANTÍA CASTEDO - Girona
EL PAÍS - Sociedad - 06-06-2011


Europa ha retrocedido una década en la lucha contra enfermedades como el sarampión y la rubéola, casi erradicadas en el cambio de siglo y que hoy vuelven a causar grandes brotes comunitarios. España, que solo sufrió dos casos de sarampión en 2004, acumula más de 1.300 en lo que va de año, cinco veces más que en todo 2010. El rebrote ha puesto en guardia a las autoridades de gran parte del continente: en Francia, por ejemplo, han muerto seis personas y más de 300 han sufrido neumonías graves entre los más de 5.000 afectados.

El descenso de la cobertura vacunal, espoleado por los grupos antivacunas y abonado por la pervivencia de grupos de población con riesgo de exclusión social, está en el origen del aumento de la incidencia de las viejas enfermedades infecciosas, alerta el Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades, agencia de la Unión Europea con sede en Estocolmo (Suecia).

Así, quienes se niegan a vacunar a sus hijos no son solo población marginada; también familias bien formadas que secundan estilos de vida pretendidamente naturalistas, que rechazan los productos de la industria farmacéutica como gesto de militancia.

La triple vírica (sarampión, rubéola, parotiditis) se aplica en dos dosis, una a los 15 meses y otra a los tres años de vida. Los expertos estiman que para frenar su transmisión es necesaria una cobertura vacunal infantil de más del 95%. En España, la cobertura de la primera dosis es elevada, pero baja en la segunda: 87% en Andalucía, 83% en Madrid o 92% en Cataluña. Esto facilita la circulación del virus hasta las bolsas de población no protegidas, formadas por dos grandes grupos. El primero lo forman los hijos de familias que no les vacunan, por ideología o dejadez. El segundo, la población adulta de 25 a 40 años, que creció cuando no existía la vacunación universal y no enfermaron de pequeños.

Andalucía ha sido la región más castigada, con 541 casos de sarampión. "El brote comenzó en Sevilla, en una comunidad marginal con muchos niños sin vacunar", explica José María Mayoral, jefe del Servicio de epidemiología. "Luego se extendió a los barrios de la capital", sigue.

Ante la virulencia del brote, que ha causado unas 100 hospitalizaciones, las autoridades incorporaron una dosis de vacuna a los seis meses allí donde ha habido casos y adelantaron la primera dosis a los 12 meses para todos los niños, algo que también han hecho Canarias y Cataluña.

En un colegio del Albaicín de Granada, la enfermedad se ensañó en 2010 con 35 niños cuyos padres se negaban a vacunarlos. Al final, un juez les obligó a hacerlo en defensa de la salud pública.

En Cataluña, segunda en casos, los afectados se concentran en la ciudad y provincia de Barcelona. "El brote surgió en la zona del Vallès y pasó desapercibido", explica Pere Godoy, jefe de epidemiología de la Generalitat. El retraso en la alerta facilitó que los casos llegaran a Barcelona. Algo similar ocurrió en Tenerife en marzo, cuando un niño de 14 meses que no estaba vacunado enfermó en un viaje a Madrid y de vuelta contagió a personal del hospital Nuestra Señora de la Candelaria y a pacientes de urgencias. Los médicos tardaron en darse cuenta de que sufría sarampión. "La poca familiarización de los médicos jóvenes con la enfermedad dificulta su detección", dice Domingo Núñez, director del Servicio de Epidemiología canario.

Alarmada por el aumento de enfermedades como el sarampión o la tos ferina, la Generalitat de Cataluña hará firmar un documento a los padres que no vacunan donde conste que conocen los riesgos a los que someten a su prole. Aunque en España son una minoría, en países como Reino Unido estos padres han tenido un gran impacto en la salud pública.

La publicación en 1998 de un artículo científico que vinculaba la triple vírica con el autismo provocó un descenso de la tasa de cobertura de la vacuna por debajo del 80% en 2004. Aunque la propia revista The Lancet, una de las más reputadas en el mundo científico, retiró el artículo porque el autor había falseado datos, los activistas lo siguen citando para alertar contra las vacunas. Para Lua Català, pediatra, homeópata y simpatizante de la Liga para la Libertad de Vacunación, la retirada del artículo de Andrew Wakefiled no es más que una prueba de "los intereses oscuros" que defienden las empresas farmacéuticas.

A pesar de que los grandes brotes acaban siempre con hospitalizaciones (y fallecimientos en algunos casos), Català defiende que las enfermedades infantiles prevenibles son "benignas". Añade que "las vacunas hacen enfermar y causan síntomas más graves que las enfermedades que se intentan prevenir".

David Moreno, de la Asociación Española de Pediatría, refuta esta idea: "En solo un 5% de los casos, la vacuna del sarampión produce fiebre moderada que dura uno o dos días. La enfermedad dura una semana, con 39 o 40 grados de fiebre. En el 5% de los casos produce neumonía, y en el 10% otitis. En países pobres, la mortalidad está entre el 5% y el 10%.

Marcel Bartomeus y su pareja, Gemma Solanas, han decidido no vacunar a su bebé, de siete meses. Mientras da al niño la papilla (ecológica), Bertomeus opina que las enfermedades infantiles transmisibles "refuerzan el sistema inmunitario", y por tanto no hay razón para intentar prevenirlas. "Yo corro un riesgo al no vacunar, pero los que vacunan también, y nadie les explica esto", afirma este catalán de 35 años.

Para José María Bayas, presidente de la Sociedad Española de Vacunología, la gente como Marcel está provocando "un retraso importante en la eliminación de enfermedades como el sarampión".
 
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Por suerte, uno de los "gurus" de la crianza natural es el pediatra Carlos Gonzalez, que acaba de publicar un libro en favor de las bacunas y tiene un capitulo entero descubriendo las mentiras de los antivacunas.
 
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por cierto, el tal Marcel Bartomeus ya tiene muchas entradas en google.

Por capullo
 
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Si yo fuera padre.

Lucas Sanchez
Sonicando, 7 Jun. 2011
via: Amazings.es

Si yo fuera padre y tuviera la certeza de que las vacunas son peligrosas no vacunaría a mis hijos. Pero si fuera padre y en mi poder estuviera la salud de mi hijo lo primero que haría sería documentarme profundamente para buscar dichas “certezas”. Me darían igual los comentarios y las habladurías en general. Iría a los datos. Buscaría que es lo que podría hacer dañina a una vacuna. Y seguro que me encontraría que lo considerado “peligroso” de las vacunas son los excipientes. Entonces me gustaría saber qué son los excipientes y entonces, aprendería que hay tres tipos; conservantes, adyuvantes y aditivos.

Ahí me daría cuenta de que el gran problema, la gran polémica ha recaído sobre los conservantes, en concreto sobre los derivados del mercurio, como el Thimerosal, que se utilizaba en varias vacunas para evitar que se contaminaran las preparaciones con bacterias. También vería que no existe relación entre estos derivados con el autismo, como muchos antivacunas han intentado aleccionarme. También vería que la vida media de estos compuestos no supera una semana en sangre, no toda la vida como dicen “por ahí”. También vería como acto de buen hacer su retirada del mercado “por si acaso” en todas las vacunas posibles. Y podría seguir leyendo meses sobre esto hasta quedarme tranquilo.

Aprendería por el camino que los adyuvantes pueden causar efectos secundarios leves, pero que son necesarios para potenciar el efecto de la vacuna. Que los aditivos son sustancias tan normales como azúcares, aminoácidos y proteínas residuales o añadidos para dar estabilidad. Que salvo si uno es alérgico a uno de esos azúcares, aminoácidos o proteínas, no se debe preocupar. Y me creería los datos de los que, cuando tienen el más minimo indicio, advierten, por si acaso.

Si yo fuera padre y no tuviera ni idea de historia no vacunaría a mis hijos. Porque en caso contrario me habría dado cuenta de que mi movimiento ultrarevolucionario naturalista es tan antiguo como la vacunación misma y bastante anterior al desarrollo farmacéutico-satánico que no soporto. Porque en 1900 ya había antivacunas a los que se les multaba o se les encarcelaba por negarse a vacunarse de viruela. Porque el sistema sanitario de entonces desafió a cualquier mayor de edad (nada de experimentar con sus propios hijos) que aceptara el reto de no vacunarse y se expusiera a pacientes infectados con viruela. Porque el Dr.Immanuel Pfeiffer respondió a la oferta y tras meterse en un hospital con 100 pacientes de viruela se la llevó puesta. Y los periódicos del momento se hicieron eco publicando un titular que decía “Pfeiffer tiene viruela, los antivacunas no pueden vivir”.

Si yo fuera padre y no estuviera atento a las noticias no vacunaría a mis hijos. Porque justo “la gran mentira” antivacunas actual salió de la boca de Andrew Wakefield, un médico inglés que lo que quería era denunciar a compañías farmacéuticas multinacionales y hacerse de oro. Y se inventó lo de la triple vírica y el autismo. Y cundió el pánico porque se publicó en The Lancet, una revista altamente prestigiosa. Y no le costó nada maltratar a niños por el camino, en concreto a amigos de sus propios hijos. Practicar en ellos técnicas invasivas y abusivas. Poner su salud en riesgo para nada. Y porque, al final, hasta la revista científica que publicó sus resultados ha tenido que retractarse y pedir disculpas.

Si yo fuera padre y no tuviera ni idea de cómo funciona una vacuna no vacunaría a mis hijos. Porque entonces sabría que el objetivo de vacunar es estimular clones de linfocitos T o B que corren por las venas y linfa de mi hijo, que son específicos para una parte de un patógeno. Que mi hijo ya los tiene y que lo único que necesita es prepararlos para una futura batalla. Que para ganarla necesita que la calidad y la cantidad de esos linfocitos sea suficiente. Y ojo, que no hace falta tener muchos estudios, que ya lo dejaban bien riguroso y mascadito en “Érase una vez la vida“. Y también hay campañas del Ministerio de Salud, con datos recientes, QUE NO SE DEBEN PERDER.

Si yo fuera padre y no tuviera ni idea de lo que es la inmunidad de barrera no vacunaría a mis hijos. Porque lo que me importan son mis hijos y no los hijos de los demás. Pero resulta que la inmunidad de barrera es la que no sólo protege a mis hijos sino TAMBIÉN a los de los demás. Porque para que la barrera funcione todos los niños tienen que estar vacunados. Porque así nos evitamos males mayores. Porque no solamente puedes provocar epidemias, sino también tener que acabar, como diría el Dr.House, comprando ataúdes de pino de un metro de largo.

Si yo fuera padre y no tuviera sentido común no vacunaría a mis hijos. Porque hace falta no tener sentido común para pensar que las vacunas son veneno cuando millones de personas en el mundo reciben más de 15 inoculaciones en su vida sin efectos secundarios. Porque hay que tener poco sentido común para pensar que la industria farmacéutica puede sobornar a toda la OMS, a todos y cada uno de los investigadores que trabajan en el desarrollo de vacunas y a todas sus familias. Porque nadie que sepa de vacunas ha salido para decir lo contrario. Porque pagarles millones por su silencio no acabaría siendo un negocio. Porque si yo quisiera engañar al mundo entero con algo que no funciona, lo que haría sería venderle agua. Haría lo que hacen los homeópatas, irme a casa con la conciencia tranquila de que no voy a matar a nadie, ni a curarlo tampoco. Nunca le sacaría dinero a un veneno porque podrían pillarme cuando empezara a morir gente. Agua, o como mucho agua y edulcorante, y a dormir tranquilo sobre fajos y fajos de billetes.

Y por último:

Si yo fuera padre y no supiera buscar información, leer algo de historia, estar atento a las noticias o dejarme aconsejar por los expertos antes de jugar con la salud de mis hijos…quizás no debería ser padre.

Y por favor, tanto si usted es padre/madre como si no lo es, antes de entrar a los comentarios a defender lo indefendible haga usted el favor de leerse los links, de buscar certezas y de criticarlas si hace falta, pero después de leer un poquito. Ya verá como seguramente no le haga falta.


(Acceder al artículo en el sitio original para disponer de la multitud de enlaces de apoyo)
 
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Sobre los orígenes de la quimifobia

Autor: Yanko Iruin (@elbuhodelblog), Catedrático de Química Física del Departamento de Ciencia y Tecnología de Polímeros de la UPV/EHU y subdirector de Polymat, Instituto de Materiales Poliméricos. Es autor del Blog del buho (un alegato contra la quimifobia)

Cuaderno de Cultura Científica: julio 13, 2011

La acción conjunta de la ONU y la UNESCO al declarar 2011 como Año Internacional de la Química es señal de que han saltado las alarmas sobre el creciente desapego de los jóvenes occidentales a cursarla en sus estudios, algo que vamos a pagar caro en los próximos años. Y que ya afecta también a otras Ciencias e Ingenierías. Pero el caso de la Química tiene algún matiz adicional, al verse afectada por una extendida percepción social en Occidente según la cual el medio ambiente va de mal en peor y todo lo que comemos, bebemos o respiramos nos conduce a cánceres y trastornos genéticos sin cuento. Metales pesados como el mercurio o el plomo, pesticidas como el DDT, aditivos alimentarios, restos de monómeros y aditivos en la fabricación de plásticos (ftalatos, Bisfenol A), pueblan cabeceras alarmistas en los medios de comunicación. Sin embargo, las agencias que velan por nuestra salud, y los datos objetivos, muestran que nunca hemos vivido y comido más sano y seguro y la prueba del nueve es comparar las esperanzas de vida al principio del siglo XX y en estos años iniciales del XXI.

Los orígenes de esta Quimifobia pueden datarse en 1962, con la publicación del libro de la bióloga Rachel Carson, “The Silent Spring”, en el que cristalizaron las preocupaciones de círculos progresistas americanos sobre los peligros del uso indiscriminado (y habría que decir abusivo) de insecticidas como el DDT o el Lindane. Con antecedentes como el del llamado agente naranja, con el que se deforestaron amplias zonas del Vietnam durante la larga guerra en la que los EEUU se vieron implicados. Hoy sabemos que en su producción se generaban como subproductos miembros peligrosos de la familia de las dioxinas, como el TCDD que, años más tarde (2004), volvió a la actualidad con el envenenamiento del candidato a la presidencia de Ucrania (Viktor Yushchenko). En años anteriores y posteriores a la publicación del libro de Carson, se detectó la intoxicación de la pequeña bahía de Minamata en Japón por metil mercurio (1956), el escape del mismo TCDD en Seveso (1976) y, algo más tarde (1984), la explosión y fuga de isocianato de metilo en Bhopal (india). Y de esos barros, ya algo antiguos, nacen muchos de los lodos que alarman a la población.

En parte, esas alarmas se producen como consecuencia de avances en la actividad científica que, paradójicamente, debieran haber inducido el efecto contrario. Coetáneos con el libro de la Carson son los primeros avances espectaculares en técnicas analíticas capaces de detectar cantidades muy pequeñas de sustancias químicas en agua o aire. James Lovelock, autor de la Hipótesis Gaia y considerado por muchos como uno de los padres del ecologismo, fue también quien desarrolló en esos años el detector de captura electrónica (ECD), un dispositivo que revolucionó los niveles de detección de sustancias químicas mediante la técnica conocida como cromatografía de gases. Hoy en día, los modernos ECD nos permiten detectar DDT o Lindane en niveles cien millones de veces inferiores a los que detectaba el detector de Lovelock. Paralelamente, otras técnicas analíticas han mejorado sus capacidades y hoy podemos emplearlas para detectar sustancias en cantidades próximas a una parte por trillón (1ppt) o, lo que es igual, un miligramo de sustancia potencialmente peligrosa en 1000 toneladas de producto analizado. Pero trasladar a la población que esos avances permiten certificar la seguridad de lo que comemos o respiramos parece una titánica labor imposible de conseguir.

“Culpable” también del alarmismo quimifóbico es la proliferación de estudios que tratan de establecer relaciones causa/efecto entre productos químicos y enfermedades. Se trata de estudios rigurosos (en la gran mayoría de los casos) realizados desde dos ópticas: los basados en análisis de poblaciones humanas expuestas a un producto químico y los que, ante indicios sobre la peligrosidad de un cierto producto, tratan de probar esa peligrosidad con animales de laboratorio a los que, muchas veces, se administran dosis elevadas del mismo. En el primer caso, los resultados no son siempre concluyentes, dada la dificultad de interpretarlos en sistemas de tantas variables como los organismos vivos. En el segundo caso, extrapolar a exposiciones mucho más bajas que las suministradas a los animales de laboratorio es siempre, como en todas las extrapolaciones, algo muy arriesgado.

Si, además, el manejo posterior de los datos, en internet y en los medios, carece del adecuado rigor en términos estadísticos, el nivel de alarma se dispara en la población. Valga como ejemplo un estudio realizado en los noventa por la canadiense International Agency for Research on Cancer (IARC) sobre la relación entre el cloruro de vinilo, un gas empleado en la fabricación de PVC, y el desarrollo de un cáncer de hígado conocido como angiosarcoma. Se estudió una población de 14.351 individuos que habían estado expuestos al citado gas en 19 factorías europeas. Frente a los 8 casos de angiosarcoma que, estadísticamente, se dan en cualquier población no expuesta al mencionado gas, en ese estudio se encontraron 24 casos, algo que confirmaba su relación con la enfermedad. Pero los resultados se pueden dar de dos maneras: una, la población expuesta al gas tiene un 300% más de posibilidades de sufrir de cáncer de hígado, lo que inducirá, sin duda alguna, a la alarma. Pero tiene el mismo rigor estadístico decir que un 2 por mil de la población investigada, expuesta durante largos años al gas, desarrolló un cáncer de hígado, aunque, evidentemente, la alarma social no es la misma en este segundo enunciado.

Hechos como los que anteceden han generado, entre otros corolarios, la ya popular disyuntiva entre lo natural (bueno) y lo sintético o químico (perjudicial), resultando casi imposible introducir en el debate hechos que invaliden claramente esa percepción. Como es el caso de muchas sustancias naturales que son letales a dosis francamente pequeñas, como la toxina botulínica (bótox), el ácido oxálico de algunas verduras como el ruibarbo o las espinacas, venenos de plantas (belladona), tubérculos (solanina de las patatas) y setas (muscarina) o ese simpático alcaloide al que llamamos cafeína. Está bien documentada la presencia de sustancias químicas peligrosas en alimentos que consumimos desde siempre, como los hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAPs), presentes en carnes preparadas en parrillas o barbacoas. Algunos HAPs como los benzopirenos son tan cancerígenos como las dioxinas. Algo similar ocurre con la acrilamida, un reputado cancerígeno que se genera merced a las reacciones de Maillard en procesos como la fritura de las modestas patatas fritas o en el tostado del café.

El mundo de los aditivos alimentarios también tiene sus casos emblemáticos en esta disyuntiva. Si uno, por ejemplo, introduce en google Monosodium glutamate (MSG), obtiene casi dos millones de entradas, la mayoría de ellas previniendo de los riesgos del uso de este potenciador de sabor que, en los medios más innovadores de la gastronomía, se identifica ahora con el quinto sabor (umami). Y entre esas entradas, uno encuentra muchos estudios con animales de laboratorio sometidos a dosis elevadas de MSG y resultados alarmantes. Sin embargo, el MSG es producido de forma “natural” en la leche materna en cantidades de 200 ppm y ha sido ingerido, desde la noche de los tiempos, por nuestros más tiernos infantes. Encontrándose también en concentraciones similares en quesos como el Roquefort o en los tomates.

Todas estas cuestiones han generado una picaresca que se resiste a ser desmontada. Es corriente, por ejemplo, encontrar en tiendas de productos ecológicos o “naturales” mermeladas y otros productos que declaran emplear citratos o pectina de manzana como aditivos reafirmantes o gelificantes. Por sus resonancias gramaticales suenan a naturales, pero ambos son producidos en procesos industriales que implican la mano humana con manejo de ácidos y bases, controles en el pH o el empleo de sustancias químicas como el isopropanol. El marketing perverso hace que en la etiqueta, y detrás de esos productos, no se coloque el código E correspondiente, (E-333 en el caso del citrato, E-440 en el caso de la pectina), algo a lo que obliga la legislación europea en materia alimentaria. Se nos vende, igualmente, la idea de que la mal llamada agricultura orgánica no emplea pesticidas, cuando lo cierto es que emplean sustancias como el llamado polvo de Derris (una familia de plantas), que debe su validez como insecticida a su alto contenido en rotenona, una molécula muy peligrosa para la vida acuática y que recientes estudios sobre animales la ligan al Alzheimer. Resultados de este tipo serán más corrientes cuando las agencias destinadas a velar por nuestra salud usen las mismas varas de medir y empiecen a considerar con seriedad la composición de los productos de esas tiendas, herboristerías, etc.

Algo que ya ha empezado a hacer tímidamente el Departamento de Salud americano. En su 12th Report on Carcinogens, hecho público por el 10 de junio de este año, incluía ocho nuevas sustancias con claras sospechas de relación con el cáncer basadas en estudios in vivo. Entre ellas, dos que se encuentran en cantidades significativas en preparados de la medicina tradicional china: los ácidos aristolóquicos y la rideliina. Lo que no es sino el reflejo de lo que ha puntualizado en repetidas ocasiones el bioquímico Bruce N. Ames, Profesor de Bioquímica en Berkeley e inventor del test de Ames, un método efectivo y barato para evaluar el carácter cancerígeno de una sustancia: “En cualquier caso, el 99.9% de las sustancias químicas que comemos son de origen natural. Por ejemplo, el 99.99% de los pesticidas que ingerimos son productos químicos naturales presentes en las plantas como recurso para ahuyentar insectos y otros depredadores. Más de la mitad de esas moléculas que se han chequeado en el laboratorio con animales (y se han chequeado pocas) son cancerígenas a las altas dosis habitualmente empleadas. Hay 10.000 o más pesticidas naturales en nuestra dieta y están presentes a dosis mucho más altas de las que están los pesticidas sintéticos”. O también: “Una taza de café es un cóctel químico. Se han identificado en ella cientos de productos químicos. Sólo se han probado en laboratorio unas decenas y la gran mayoría son cancerígenos” (como la acrilamida antes citada). “Hay del orden de 10 miligramos de conocidos carcinógenos en una taza de café y eso es más que los que uno puede ingerir en un año, derivados de los pesticidas sintéticos”.

vía: Amazings.es
 
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Esto último no está tan claro.
 
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No conocía a James Randi y la verdad es que su discurso sobre la homeopatía me ha encantado. A determinadas personas es imposible explicarles que una solución 1/10 diluida 20 veces es casi como si te comieras una sola molécula de principio activo :D. Y no digamos de su comparación sobre una solución de 1/10^1500 (un grano de arroz disuelto en una esfera de agua de radio... ¡la distancia del Sol a Plutón!... pero repitiendo el proceso... ¡¡2000 millones de veces!!

Y también es la primera vez que oigo hablar de la "hipersensibilidad electromagnética" :chalao Menuda chufa...

Por cierto, el vídeo del discurso de Randi sobre la homeopatía está subtitulado, por si a alguien le interesa:

http://www.youtube.com/watch?v=drPNYLVsGQM
 
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Hola
nuevo acá
titulo no casual
haced el favor de darme curiosidad
morirse es desiteresarse
he ido dos veces a programas TV
Barnum decia
"todos los dias nace un tonto/creduo/magufo"
 
Respuesta: El post del pensamiento crítico y escéptico

Este hilo es una joya. Siempre he pensado cómo es posible que en pleno siglo XXI haya tanta gente que se fía más de las pseudociencias y las supercherías que de la ciencia. Lo de la homeopatía y los movimientos antivacunas me repatea especialmente.
 
Respuesta: El post del pensamiento crítico y escéptico

La magufería cada vez alcanza mayores cotas de sofisticación y emplea el lenguaje ciéntífico con mayor soltura para meterte el caramelo envenenado.

Por ejemplo, lo que al principio parece un impecable vídeo que explica el experimento de la doble ranura (o de Young) espera hasta el final para darte el "cambiazo" y venderte la superchería:

http://www.youtube.com/watch?v=DfPeprQ7oGc

Efectivamente, forma parte de un largometraje pseudodocumental de bastante éxito, What the Bleep Do We Know!? (¿¡Y tú qué sabes!?, 2004), que no es más que propaganda de una secta new age americana que predica el "misticismo cuántico": la Escuela de Ramtha.
 
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