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La marcha del líder obstinado
Ibarretxe pone fin a una década en Ajuria Enea con un buen legado económico y una deriva soberanista que deja a su partido por primera vez fuera del poder
En mayo de 2001, recién ganadas las elecciones frente al tándem Mayor Oreja-Redondo Terreros, Juan José Ibarretxe contaba a un grupo de periodistas cómo siendo vicelehendakari, durante una negociación con el entonces ministro de Administraciones Públicas Mariano Rajoy, ambos concluyeron en apenas unos minutos que el pacto era absolutamente imposible. A partir de esa premisa, los dos decidieron "entretener" a la Prensa haciendo ver que estaban negociando duro y prolongaron el encuentro durante largo rato. Hablaron mucho, sí, pero de su afición por el ciclismo, lo único en común. No es extraño, pues, que al hoy líder del PP Ibarretxe le pareciera «un pelma». O, dicho de otra forma en palabras del hasta ayer inquilino de Ajuria Enea, un «tenaz» que no acostumbra a «rendirse». Un «obstinado», coinciden todos, correligionarios y adversarios políticos.
Y es esa obstinación en sus postulados, esa manera de hacer las cosas tan sorprendente para propios y extraños que le ha permitido sobrevivir en política durante un cuarto de siglo, lo que legará a los libros de Historia Juan José Ibarretxe Markuartu tras diez años al frente del Gobierno vasco. Hay decenas de anécdotas que así lo prueban. Primero, en su vida personal. En varias ocasiones, recordaba en 1998 un miembro de su cuadrilla para demostrar que «Juanjo saca tiempo para todo» y tiene un punto «distinto» a los demás, subió al Gorbea con libros y un despertador. El día del examen se levantaba a las cinco de la mañana, bajaba del monte, iba a examinarse a Bilbao y luego volvía: «Como si tal cosa».
Ya en política, sin el bagaje de un pasado antifranquista ni la pátina de una educación jesuítica como muchos burukides del PNV porque siempre estudió en centros públicos desde la primaria hasta la Facultad de Económicas de Sarriko, ganó en 1983 las elecciones municipales en Llodio, su pueblo, entonces en manos de HB. Tenía sólo 26 años. La alegría le duró poco, porque cuatro años después, y pese a una gestión brillante en la que lideró la reconstrucción de una localidad anegada por las inundaciones, los radicales le desalojaron de la Alcaldía. Lo encajó muy mal -sus contrincantes saben que «no es buen fajador», pese a sus reiterados llamamientos al «diálogo hasta el amanecer»-, pero se rehízo. «Como siempre», en palabras de quienes se precian de conocerle.
Llegaron después para Ibarretxe años tan grises como cómodos en las Juntas Generales de Álava, en los que también superó problemas médicos por su dificultad para metabolizar el colesterol que transformaron para siempre su físico: el chico gordito que era pasó a convertirse en un asceta de extrema delgadez, aunque atlético, sometido a un estricto régimen de lechuga, pescado al vapor, manzanas y cerezas y agua, y cincelado por la austeridad y el deporte de las dos ruedas.
La llave de la "hucha"
Y así hasta 1995, cuando el entonces lehendakari Ardanza le entregó las llaves de la "hucha" al nombrarle número dos de su Gobierno y consejero de Hacienda. Fue cuando se labró fama de "el negociador que se atornilla a la mesa hasta doblegar a todos". Dejó un reguero de recuerdos como la negociación para la investidura del hoy denostado por el PNV José María Aznar o el acuerdo sobre el Concierto, cerrado a las seis de la mañana y cuando ya nadie aguantaba el hambre.
Cuando le propuso, ¿tenía Ardanza ya en la cabeza que un día, cuatro años después, sería su sucesor? Probablemente, porque personas próximas a su entorno recuerdan que el escenario parecía «perfecto» para que un «gestor» como Ibarretxe diera continuidad a la línea política trazada: la crisis económica de los 80 ya era manejable, todos los partidos democráticos se reunían en torno a la Mesa de Ajuria Enea para combatir el terrorismo, el pacto PNV-PSE se había demostrado como el más eficaz para gestionar el país y los jeltzales estaban unidos tras la escisión de 1985. ¿Qué mejor, pues, que apostar por el hijo de un obrero de Villosa, de perfil discreto, competente y hábil negociador, capaz de aprender euskera, para conducir esta etapa de aparente calma?
Pero nada de eso sucedió. Ibarretxe llegó al cargo, en 1999, con el PSE definitivamente enfrente de los peneuvistas tras los movimientos que el equipo de Arzalluz había iniciado tres años antes y que culminaron con la Declaración de Lizarra; una acumulación de fuerzas nacionalistas bajo el señuelo de conseguir la paz que dio lugar a lo que tanto el ministro de Interior Mayor Oreja como ETA coincidieron en llamar, aunque con muchos meses de diferencia, «tregua trampa».
En ese contexto, ya no tenía demasiado sentido un gestor de escaso perfil político al frente del Gobierno vasco. Ibarretxe asumió con la fe del converso que estaba llamado a comandar el proceso de pacificación asentado en postulados soberanistas. Pactó con la entonces marca electoral de la izquierda abertzale, Euskal Herritarrok, y no reaccionó hasta que los crímenes de ETA y la impavidez de sus socios para condenarlos le obligaron a hacerlo. Aún se recuerda su alejamiento de los socialistas cuando la banda asesinó a quien había sido compañero de Gobierno, Fernando Buesa. Aguantó dos mociones de censura y, cuando todo apuntaba a una victoria del "frente constitucionalista PP-PSE" rubricado en el Kursaal donostiarra con el filósofo Fernando Savater como padrino, ganó las elecciones de 2001. Una vez más, supo quitar la razón a todos y «venirse arriba».
Sorpresa en casa
Fue tan sorprendente su triunfo, incluso para su propio partido, que Xabier Arzalluz no dudó en darle públicamente la manija de la formación en reconocimiento a una victoria personal que le encumbró como líder del nacionalismo democrático.
A partir de ese momento, Ibarretxe usó dos barajas. Una, la de siempre: una gestión eficaz que ha dejado llenas las arcas para que su sucesor, Patxi López, pueda endeudarse y hacer frente a una galopante crisis que ya ha dejado a 125.000 vascos en el paro. Y otra, hasta ese momento desconocida para quien se definía como partidario de un nacionalismo «abierto, amable y tolerante», la soberanista, traducida en el Plan Ibarretxe, un programa de máximos para alcanzar la independencia por vías legales que dejaba fuera a la mitad de la población vasca, los no nacionalistas.
No le frenaron ni el rechazo del Congreso de los Diputados ni el del Tribunal Constitucional. Ni siquiera Josu Jon Imaz, que prefirió dejar la presidencia del PNV antes que enfrentarse a él y propiciar una división como en la época de Garaikoetxea. Asentado al frente de Ajuria Enea y del partido, ganó los comicios del pasado 1 de marzo. Pero su victoria fue insuficiente, porque Batasuna ya no está en el Parlamento y él fagocitó a sus socios de EA y EB. Ahora, aunque persuadido de que sus propuestas son «hitos democráticos» y «mojones» sobre los que un día habrá que volver, el lehendakari del "derecho a decidir" se va. ¿Es un «adiós» para siempre?