El Valle de los Expertos
Bueno, pues ya está. La comisión de expertos ha hablado, y ya sabemos lo que hay que hacer con el Valle de los Caídos. Es todo un símbolo que dicho informe sea, mutatis mutandis, el último acto del gobierno actual. El tema volverá, seguro, porque prácticamente cualquier cosa que haga el futuro gobierno que no sea cumplir punto por punto lo que los expertos le han dicho será, muy probablemente, interpretado en clave guerracivilista. Ya tenemos aquí un ejemplo más de la más prístina y acendrada habilidad de los ideólogos de toda laya: crear problemas donde no los había.
Por decir algunas cosas:
Al Valle de los Caídos ya no hay quien lo mueva; y no me refiero sólo a su existencia, sino a su significado porque, hagan lo que hagan los decretos, el significado de las cosas y de los sitios le pertenece por completo a las personas.
Una de las características fundamentales de la memoria histórica como forma de vida y cosmovisión es que se basa en la convicción de que la Historia se puede borrar. Esto no es nuevo: ya lo practicaban muchos faraones egipcios, que tomaban las piedras en las que los bajorrelieves reproducían el nombre de su antecesor, y las usaban para rellenar los pílonos de los templos que construían, donde nadie podía verlas; de esta manera, pretendían borrar del recuerdo que una vez había existido su enemigo y antecesor en el cargo. Y si alguien se cree que exagero o digo cosas de loco (que la verdad es que probablemente es así), que se lea los foros de la guerra civil de internet y repase los cienes y cienes de contertulios que han propugnado, precisamente, la idea de que los monumentos franquistas sean reducidos a gravilla y usados en el firme de las carreteras. Si cambiamos a Franco por Tutankhamon, al ministro de Fomento por Horemheb, y a los pílonos por la autovía del Cantábrico, la verdad, no veo yo la diferencia.
Pero, la verdad, todo esto es una gilipollez. Por razones que a mí se me escapan, porque es un edificio de dudoso gusto, al Valle llegan autobuses de turistas; dejarles sin espectáculo sería una tontería del tamaño de la del albañil que colocó su testículo izquierdo entre la alcayata y la pared.
Por razón de su voluntad borratriz, la memoria histórica arremete contra los nombres de las calles, las placas de las plazas, y le gustaría derribar el santuario; como sabe que no puede, va y propugna su conversión en centro de meditación civil; fistro conceptual que nos descubre que hay meditaciones civiles, militares y eclesiásticas.
Lo que hay que borrar, en esto los expertos expertean bien en mi opinión, no es el santuario, sino su característica de santuario de parte. Sí, ya sé que hay mogollón de republicanos enterrados allí; pero ni están allí por deseo propio, ni el santuario se levantó para honrar su memoria. Eso sí: el objetivo es, a mi modo de ver, batalla perdida. Por eso yo ni habría entrado en el tema.
El problema estriba en que el significado moral de los lugares no es algo que se pueda cambiar por decreto-ley. Una vez más, el dictamen de esta comisión de expertos indica la alta opinión que tienen de sí mismos las instancias políticas; que, igual que se sienten con capacidad para decidir cómo van a llamar los españoles a las poblaciones (ahora resultará que decimos Londres y no London por un decreto de Felipe II), ahora se creen capaces de decidir cuál va a ser el significado que le van a dar al Valle de los Caídos. Ya puestos, podrían decretar que, a partir de mañana a las 11, el Barranco del Lobo, donde las kabilas nos dieron hasta en el yeyuno, será un lugar de meditación sobre la alianza de civilizaciones. También podríamos pedir que los portugueses convirtiesen Aljubarrota en un centro paellero, o que los barcos ingleses vengan obligados por la Spanish and British Reconciliation Act a tocar la versión de Los Manolos de Amigos Para Siempre cada vez que sus barcos y submarinos surquen las aguas de Trafalgar.
Todo esto sale, en mi opinión, del error fundamental, de base, cometido por muchos defensores de la memoria histórica. Sacando a pasear el tema de Cuelgamuros, ellos solos se han metido en un callejón sin salida, porque el santuario no se puede volar por los aires (como poder, se puede; pero, en un país en el que se conservan corralas infectas porque forman parte del acervo arquitectónico de un barrio, poco sentido tendría intentar borrar un edificio así) ni se le puede cambiar el significado, por mucho que se le convierta en un centro por la memoria. La Comisión de Expertos dirá lo que quiera; pero tengo por mí que, dentro de x años, los falangistas seguirán yendo al valle a honrar la tumba de su fundador; y los que se tengan por herederos de los republicanos del 36 pocos autobuses van a tomar hacia Cuelgamuros para rememorar a nadie.
A todo ello hay que añadir otro factor. Si hoy por hoy es posible encontrarse en las playas de Normandía, en los aniversarios del día D, a los ya temblorosos y provectos supervivientes de las armadas aliada y alemana, juntos, honrando a todos los muertos, es porque un montón de gente, y de gobiernos, se ha tirado décadas trabajando por esa reconciliación. A los veteranos de la Cruz de Hierro y de la Medalla de Lenin, obviamente, lo que les sale de las tripas es seguir sacándose los ojos. Si han aprendido que el tiempo pasa para labrar un muro que aisle esos sentimientos radicales y aprender a comprender al otro, es porque el proceso ha sido favorecido por el discurso público.
En España, sin embargo, es impensable un acto en el que, en la explanada del Valle de los Caídos, se junten combatientes nacionales y republicanos para darse la mano; a pesar de que muchos de ellos, aunque sus bisnietos pretendan otra cosa, estuvieron en uno u otro bando por pura casualidad geográfica y nadie, en realidad, les preguntó si querían luchar por lo que lucharon. Y si hablamos de los más ideologizados... ¿alguien, verdaderamente, se imagina un acto conjunto de los supervivientes de los tercios requetés y los veteranos de las Brigadas Internacionales?
La visión oficial del problema guerra civil ha sido, en los últimos años, una visión centrada en proveer a una serie de personas de un reconocimiento que por lo visto les faltaba; y escribo por lo visto porque, que yo sepa, quien ha querido homenajear a cualquier víctima de la guerra civil o de la represión franquista, hace cosa de 35 años que lo puede hacer en plena libertad. Por lo tanto, se ha alimentado el yo sí, tú no. Filosofía que, por negar, está negando incluso la visión que de la guerra civil nos han dejado sus protagonistas no comunistas del bando republicano e, incluso, no pocos de los comunistas. Pero, claro, al fin y al cabo, ¿qué sabrán de la guerra civil Indalecio Prieto, o Peirats, o Azaña, o Zugazagoitia, o Sánchez Albornoz, al lado de un chavalín con un bisabuelo combatiente que ha subrayado la palabra «guerra» y la ha comentado con su compañero?
¿Cómo va a ser el Valle de los Caídos expresión de una reconciliación que los reconciliandos niegan? ¿Acaso es compatible la creación del centro de meditación civil con tentativas como la garzonita de hacer borrón y cuenta nueva de la amnistía del 77 (una vez más, la soberbia del contemporáneo: los del 77 tendrían sus razones para aprobarla, pero mis razones, por supuesto, son más sólidas) y comenzar a saldar cuentas de una guerra que terminó hace 26.500 días, con sus noches?
Esa vertiente de la memoria histórica que se mira a sí misma a través de una lente de cabestrez se empeña en no darse cuenta de que se puede cerrar al público el despacho del general Moscardó en El Alcázar, pero eso no evitará que el Alcázar sea lo que es para mucha gente, y para la Historia. Lo único que se puede hacer es dejarlo ahí, esperando pacientemente a que quienes ven en el Alcázar el símbolo de una resistencia heroica, vayan siendo minoría. Y el gesto de cerrar el despachito, o de capidisminuirlo en los materiales que enseña, va en la dirección exactamente contraria, es decir enerva a mucha gente para que perseveren en sus sentimientos.
El problema, pues, es que las iniciativas de memoria histórica, a menudo, generan el efecto exactamente contrario al que pretenden. Los hombres somos iguales toda la vida, lo cual quiere decir que, ya adultos, somos como ese niño pequeño que no se fija en su camión de juguete en toda la tarde, pero que monta un expolio de la hostia porque de repente quieres quitárselo. En el fondo de esta cuestión reside el problema básico de que la memoria, el recuerdo, como el olvido, no son cosas que se hagan nacer, o morir, por decisión de una ponencia del Congreso de los Diputados o de una sedicente comisión de expertos.
Esto puede acabar pasando con Franco. Si el CIS hiciese hoy una encuesta, estoy seguro que encontraría que no menos del 40% de los españoles, y yo creo que estoy pecando de optimismo, yerra al explicar quién fue Francisco Franco Bahamonde. Es más: estoy seguro que si se les ofreciese la posibilidad de decir que fue un ciclista que ganó el Tour, no menos de un tercio de los encuestados elegirían esta respuesta. En la segunda pregunta, la encuesta descubriría que, como mínimo, la mitad de los españoles de hoy no tiene ni puta idea, o la tiene tan ligera que no cabe sospechar nada bueno de su virtud, de dónde está enterrado Franco.
Lo que teníamos antes de que a la memoria histórica se le ocurriese dictarle a la sociedad española lo que debe pensar o dejar de pensar sobre su pasado, era una sociedad que, básicamente, no pensaba nada sobre dicho pasado, y que, desde luego, no estaba dispuesta a batirse el cobre por ninguna de las formas de interpretarlo. Lo que tendremos, en el momento en que la momia del general salga de debajo de la losa del Valle de los Caídos, será la posibilidad de que un señor del que ya nadie sabía gran cosa vaya y se convierta, de repente, en objeto de culto y de peregrinación. Ese día, si es que llega, el proceso de memoria histórica habrá alcanzado sus máximas cotas de estupidez.
El mejor desprecio es no hacer aprecio, dice un sabio refrán español, que los arquitectos de la memoria histórica, por lo que se ve, no conocen.