La moción de censura sacó del carril a Cs. Entonces auxiliaba a un PP exangüe y soñaba con desplazar al PSOE. Ahora firmaría un gobierno con una ultraderecha que huele a olla podrida y a sacristía vieja. La degradación de las expectativas riveristas es proporcional a su pésima digestión del sanchismo. Se entiende que censure con duros epítetos la distensión con los independentistas; no la obsesión personalista que le lleva a presentar a Sánchez como un peligro público o cualquier otra sandez de este calibre. El programa socialista repudia la autodeterminación, mantiene la reforma laboral y entierra el impuesto a la banca. Garicano es más compatible con Calviño que con Lacalle. Sin embargo, queriendo taponar la fuga de votos a su derecha, Rivera insiste en limitar sus opciones a ser vicepresidente de un Ejecutivo echado al monte de la aznaridad. Grave error. El cordón sanitario a un partido fundador de la democracia del 78 puede liquidar su liderazgo. Quizá eso justifica la operación de mover a Arrimadas de la Ciutadella a las Cortes.
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El drama de Rivera no estriba en la incomprensión cainita del liberalismo, sino en su renuncia a ocupar el centro y asumir su papel histórico. Puedes tener tres millones de votos o quedarte en la mitad. Lo que no puedes es alardear de moderado y acabar trajinando leyes con los iluminados que aún berrean el falso mito de la Reconquista.