Es un pobre hombre sin rumbo, acabado y derrotado. Sin futuro, más allá de hacerse cada vez más pequeño, hasta el olvido, hasta que tenga que hacer un crowfunding para pagarse la hipoteca dentro de veinte años y no lo consiga porque nadie recuerde quien es. Lo mantendrá el sistema que había antes de que él llegara y seguramente fabulará de viejo con que fueron ellos, los morados, quienes crearon el sistema de pensiones allá por 2020, cuando salvó personalmente a miles de ancianos de morir en residencias de un virus que apareció en el mundo. Pablo palidecerá sólo. Su mujer hizo años que lo dejó por haberse hecho lesbiana transexual, un sueño desde niño, y sus gemelos, uno se hizo caballo y el otro pez. Uno vive en las montañas comiendo hierba y corriendo a cuatro patas tras ponerse pezuñas postizas y el otro navega por los océanos buscando olas que surfear con colas de espinas dorsales, que se hizo implantar tras ser admitidos los transplantes interespecies en la seguridad social. Pablo está sólo, lleva dos pendiente, una coleta falsa que mantiene sujeta con una cinta de su serie favorita cobra kai y la dentadura postiza que pega con corega cada mañana desde que hace veinticinco años un adversario político le rompió la boca tras llamarle, en un malentendido, antifascista. "Eso sí que no te lo admito" le gritó un tal santiago abascal mientras le noqueaba de un directo de crochet y bajaba rebotando su cabeza como un monigote por las escaleras del Congreso.
Pablo Iglesias despertó sólo en un hospital desierto, en una camilla de una planta vacía llena de muebles desordenados, camillas tiradas, puertas encadenadas, paredes ensangrentadas, él vestido de policía y con un letrero colgado en el pecho con un nombre que no recordaba que fuera el suyo...Rick.
Pero esa es otra historia