Kevin Spacey visitó Madrid varias veces y tras el estreno de un montaje conjunto entre el Teatro Español y el Old Vic, la venerable institución que entonces dirigía, coincidimos en una fiesta en el Cock, el mítico bar madrileño que ha entretenido al franquismo, la movida y todo lo que somos. Spacey buscaba no llamar la atención, participando en pequeñas conversaciones con una actitud discreta. También con discreción, un genial director de cine nos explicó que ese adjetivo es una etiqueta que pesa como una losa en la vida de los gais
armarizados, “los discretos”. En un momento dado, el acompañante de Spacey, un treintañero mucho menos discreto, se lanzó a improvisar unas bulerías en una de las mesas. “Se armó el guirigay”, soltó alguien, y Spacey me tomó del brazo y me pidió que bajara a su amigo. El joven continuó con su danza golpeando unas castañuelas que le habían regalado e invitando a que me uniera. Estuve a punto, pero el propio Spacey se acercó mucho y dijo, con voz de Otelo: “Suficiente, nos vamos”. Apenas se fueron todo el mundo empezó a cuchichear. “Tanta discreción pero ¡menudo novio!”. Confirmé que no me gustaría una vida así. Conteniendo lo evidente para que en un simple castañeo todo se haga trizas.