Sonata de otoño
La disección sin paños calientes de una relación materno-filial infernal y conflictiva como ella sola, como sólo puede haberla en la vida real y como sólo el sueco es capaz de plasmar en toda su crudeza, mostrando de qué manera pueden el amor y el odio relacionarse hasta extremos indisolubles, con dos mujeres muy diferentes que de algún modo acaban siendo la misma mujer (en cierto modo ésto es una prolongación de
Persona, el mismo duelo de personalidades, idéntica relación vampírica, tocando también la cuestión de la identidad como representación más o menos hipócrita de un papel, tanto en sociedad como en las relaciones personales y familiares). Síntesis de cine y de teatro, como casi todo Bergman, gran parte de la expresión viene de la palabra, de un texto abigarrado (aunque desde luego muy bien interpretado) como forma de liberar unos sentimientos, de dar pie a unas confesiones y reproches durísimos en su punto álgido (diálogos a la manera de Strindberg y su “lucha de cerebros”)… surgen de ahí los característicos bustos parlantes, la ruptura de la cuarta pared por un narrador, incluso monólogos en voz alta. El toque visual distintivo quien lo aporta es Nykvist, con una fotografía preciosista y cuidadosa en cuanto a colores (algún momento casi pictórico, como la confesión nocturna, el vestido rojo que traza un paralelismo entre madre e hija), recorriendo rostros y expresiones en una obsesiva búsqueda de la desnudez emocional, de exteriorizar toda la mugre.
La madre, mujer fría y entregada a su carrera concertística; su mejor actuación no es ante el piano, sino la de fingir ser buena madre y esposa, una auténtica bruja egoísta que, sin embargo, intenta llenar como puede un profundo vacío y se autoengaña (poco puede sacarse de donde no hay). La nena tampoco se queda atrás, es una mujer-niña confundida y llena de odio hacia un ser deseado e inalcanzable, con una vida teledirigida (una vez más, la infancia -aquí descrita sutilmente en pequeños flashbacks mudos- como escenario tormentoso y germen de futuras frustraciones, inseguridades…). Una chiflada que ha sustituido con Dios aquello que le falta. Un par de enfermas del alma, a diferencia de una tercera, no tan irrelevante (detontante del conflicto, de hecho); la hermana discapacitada física, cuya imposibilidad para comunicarse resulta de lo más elocuente en semejante contexto. Una vez más, lo más íntimo es la base para hablar de lo que no tiene respuesta (en el fondo, el cine de este hombre siempre me ha parecido poco metafísico y sí muy humano), de cómo las personas venimos sin manual de instrucciones, nos hacemos daño, caemos en los mismos errores (eso da a entender el final)… y cómo no, la culpa tan judeocristiana, de la que ninguna de las dos se libra. Al final es el arte (la música, en este caso) la única forma de expresar lo que no podemos, un refugio ante la realidad, aunque también una ficción que nos distancia de lo realmente importante.