Titanic
¿Qué bonita, EH?
Obra cumbre cameroniana, alarde de megalomanía y prodigio técnico para la época, al servicio de un espectáculo épico y hollywoodiense muy a la vieja usanza. Uniendo lo clásico y lo moderno, el bueno de James obtuvo la fórmula infalible del Oscar, del éxito popular y hasta de un fenómeno sociológico, una todo-película enfocada a cualquier espectador y diseñada para arrasar: temática histórica “de prestigio” con vestidos de época para tu madre y detalles técnicos y náuticos para tu padre, romance ñoño, trágico (sin descuidar un punto de screwball) y adolescente para las nenas (que descubrirían a su ídolo mojabrajas noventero), aventuras, acción y espectáculo catastrófico para la chavalada... un cine aún con un fuerte aroma a estudio y sin la sobredosis CGI actual, aunque con un empacho consciente de destrucción y pirotecnia para epatar. Sigue impresionando la magnitud del tinglado: los escenarios, las emociones, el hecho en sí y su trascendencia... todo es gigante y “bigger than life”, un anticipo de la catástrofe, del cambio brutal que aguardaba al mundo unos años más tarde, por no hablar del impulso juvenil del nuevo continente, encarnado por Di Caprio, frente a la decadencia de la aburrida, anquilosada y vieja Europa.
Que es un folletín absoluto, muy burdo y evidente (¡la niña que nos explica lo que es un trasatlántico!), cierto. Que carga con buenas dosis de sentimentalismo y manipulación, pues también (lo de la proa y el atardecer anaranjado, puro kitsch de ayer y de hoy). Sin embargo, el maestro no descuida el factor ideológico, entregando una obra poliédrica, compleja, de múltiples capas de lectura, donde el espectador rojete hallará una fábula prometeica sobre las clases sociales, la burguesía encerrada en su burbuja artificial y el imparable avance de la naturaleza, del proletariado mundial, que la hará añicos. El amigo del libre mercado aplaudirá ante una oda al libertarismo extremo, a la precariedad vital como generadora de oportunidades (ser pobre según esta película es cojonudo y mola mucho). Incluso el hippie coelhista de turno llorará, pues es un canto a la vida, a hacer tus sueños realidad y creer en yourself (menuda sesión de coach en mitad de Atlántico). Si todo genio necesita imitar a un referente, está claro que Cameron imita a los más grandes; al cisne de Avon y su inmortal, trágica, universal,
Romeo y Julieta.
¡Y qué decir de un tramo final desgarrador, de puro pathos trágico, terrorismo emocional en estado puro, con violines, viejos y niños que dan pena! Cameron, el camionero, el poeta, el feminista (que enseña a las mujeres a serlo) nos ofrece un guión por completo inverosímil, ingenuo, como sólo puede serlo el cine, y lo transmuta en pura ambrosía de multisalas; la fábrica de sueños funcionando a pleno rendimiento. Su mundo está habitado por buenos muy buenos y guapísimos, por malos malísimos hasta el final, hay un mayordomo Terminator, una Bates que mola un huevo, un Theoden conmovedor... y la historia que sirve de marco bien puede ser un documental divulgativo protagonizado por Dan Brown y su amigo gañán. Ni
Avatar, ni gaitas galletas... ésta es la buena.