Las uvas de la ira
Crónica del éxodo masivo que empujó a familias enteras en EEUU a labrarse un porvenir en California, lejos de unos hogares perdidos para siempre debido a la gran depresión: en lugar de encontrar la tierra prometida y una mejor situación, se toparon allí con el hambre, la miseria y la explotación que afectaba a cientos de personas en su misma situación. Un alegato a favor de la unidad familiar, o lo que es lo mismo, lo último que se pierde cuando nos lo arrebatan todo, unos valores intangibles que perviven, o deben pervivir, lejos de la tierra natal que les sirve de base, cuando la dureza de las condiciones amenaza con la definitiva extinción de estos vínculos. Uno de los puntos fuertes de la película es el sensible retrato femenino que hace Ford de la madre de la familia protagonista, los Joad, una mujer tan frágil, tan vulnerable, como capaz de mostrar fortaleza cuando las circunstancias lo requieren y ser quien mantiene unidos a los demás. El viaje de estos granjeros de Oklahoma a través de un país inmenso (que, siendo el suyo propio, bien podría ser Marte para ellos), lleno de riesgos y porque no les queda otra, es tratado con la sencillez habitual del director, convirtiéndolo en algo épico, en una aventura que les pondrá a prueba y no todos saldrán ilesos. Cada uno de los Joad tiene sus rasgos particulares y motivaciones: entereza el padre, inocencia los niños (entrañable descubrimiento de algo tan cotidiano como unos baños públicos), comprensible realismo el cuñado… aunque me entero de que alguno desaparece bruscamente de la trama por cuestiones de montaje.
Obra muy grande, lírica sin aparentarlo, sin efectismos más allá de la puta realidad y con algún que otro subrayado en forma de diálogos-monólogos expositivos; el final, por ejemplo, es un poco pegote y busca atenuar la crudeza de la historia (que en la novela de Steinbeck es mucho más desesperanzadora, al parecer, y que podría haber finalizado con la despedida de madre e hijo), apostando por el optimismo ante un futuro incierto y apelando al pueblo (alusión tomada de la constitución americana), una interpelación directa al espectador del momento, que tan putas las había pasado. La era Roosevelt y sus políticas intervencionistas (o un “ayudemos al americano medio para que no se haga comunista”), de hecho, quedan bien retratadas en forma de represión policial (fuerzas del orden del lado de los propietarios) y de una visión positiva de las ayudas públicas (un oasis en la tortuosa odisea de los Joad). La vida, en definitiva, como ciclo que no puede permitirse parar, con sus alegrías y sus pesares, la adversidad como prueba continua de nuestras fortalezas (mensaje peligroso, aunque comprensible en su contexto)… y por encima de todo, la dignidad, lo último que nos separa de ser animales o máquinas, de todo ésto va la película. Ahí tenemos a Fonda, un tipo perseguido hasta el final, siempre íntegro, ignorante pero ansioso por entender lo que le rodea; el suyo es un viaje de aprendizaje que sólo acaba de comenzar… por no mencionar a su mentor, un predicador loco sólo en apariencia, cuya fe revive en forma de lucha contra las injusticias desde su misma base.
No me olvido de destacar la labor fotográfica de Gregg Toland, que nos regala instantes tan potentes en lo visual como el comienzo en la granja (convertida en un territorio de muerte y abandono, donde los pocos que quedan parecen almas en pena), los tractores arrasando con todo, como dirigidos por un poder invisible y burocrático, que las pobres gentes no entienden y ante el que nada pueden hacer… por no mencionar el plano subjetivo recorriendo el campamento de inmigrantes, próximo a lo documental.