Grande Victor McLaglen en
El delator con su Gypo Nolan, un completo bruto que roza la idiotez y que se mueve por impulsos, más que por motivaciones claras, un completo descerebrado que sin embargo se alza con el protagonismo de un film en torno a la traición y al perdón, con el conflicto irlandés de fondo aún reciente. Traiciona a su mejor amigo, buscado por las autoridades británicas, con tal de obtener la exigua recompensa de veinte libras que ofrecen por su cabeza; la culpa la tiene el hambre, la necesidad y unas vagas ilusiones de una vida mejor en América con su pseudo-novia abocada a la prostitución.
Pronto sentiremos tanta compasión como ganas de espabilarle de un sopapo en cuanto comienza a actuar arbitrariamente, víctima de los remordimientos y del consumo cada vez más prolongado de alcohol (increíble la manera de beber del tipo) que le arrastra a las malas compañías, creyéndose el rey y siendo tan sólo el bufón. Gypo es puro lumpen, desarraigado, vagabundo prácticamente y sin empleo ni intención de tenerlo, considerado un paria por todos. Recurre a la agresividad, al autoengaño, a excusas poco creíbles y como de niño, pues guarda un fondo inocente, incluso tierno en su rudeza (cómo intenta patéticamente echarle el muerto a uno que le cae mal por haberle intentado robar a la chica). Se obtiene así un retrato meticuloso del calvario psicológico de un hombre, aun siendo un hombre más próximo a la bestia que otra cosa.
El entorno es miserable, de pobreza, frío y necesidad; tabernas, burdeles, calles sombrías que patrullan incansables las brigadas de “black and tans” y donde para ser el amo no hace falta más que tener cuatro cuartos en el bolsillo. Sombras, las de un conflicto que se ha cobrado demasiadas vidas y que nadie es capaz de parar. La mirada con que se contempla la resistencia irlandesa es positiva y recaen en ella las simpatías; son valientes, patriotas, íntegros, cuentan hasta con sus propias instituciones para impartir justicia, pero incluso ellos están atrapados en una lógica de violencia y retribución, de no ceder un palmo al enemigo (que aparece deshumanizado), pues el mayor peligro es el de la delación, ya que puede dar al traste con todo.
Son las mujeres fordianas, sean madres, putas, o bien la frágil prometida del héroe, quienes encarnan la sensatez, la piedad, la comprensión, y son quienes más sufren… por otra parte, la subtrama romántica del líder es bastante anémica y en general la cosa pierde cuando no está McLaglen en pantalla. El trasfondo religioso y en concreto católico es indisimulado, pues la película se abre con una cita bíblica, el amigo muerto es literalmente Cristo, nuestro hombre es Judas y “no sabía lo que hacía”, en una historia sobre la redención y el perdón de los pecados para poner fin a tanto mal. Que no salvará nuestros cuerpos quebrantados, pero sí nuestras almas.
La herencia visual muda es descarada, en especial unos primeros minutos en que se nos presenta la situación y a sus implicados, con uso de sobreimpresiones. Es también expresionista y sombría, en una película nocturna, con presencia de un ciego siniestro como los de Lang y de un tribunal que dicta sentencia en una especie de catacumbas, nada casual. Las actuaciones pueden ser tirando a histriónicas y, aunque no abundan, tampoco faltan unos puntos de humor borrachuzo y picaresca callejera, con porrazos varios de exagerado efecto. Pocos planos amplios, más bien cerrados, opresivos, aún con numerosas figuras dentro del encuadre a veces, y algún que otro detalle visual propio del cineasta; la repugnancia con que el villano acerca, con la punta del bastón, ese dinero maldito, o la secuencia del tiroteo con el prófugo, el momento en que este es abatido y se aferra desesperadamente al marco de la ventana antes de caer.