¿Dinamitando puentes?
Un expresidente del Gobierno de España dado a hacer declaraciones extemporáneas explicó en una universidad americana que nuestro país tiene un problema con el terrorismo islámico desde hace 13 siglos. Desde la batalla de Guadalete en 711, la España cristiana se encuentra en lucha multisecular contra ese fundamentalismo islámico empeñado en doblegarla para convertirla en parte del mundo musulmán. Produjo escándalo esa visión tan epidérmica, tendenciosa e irresponsable de la historia. Ahora, son historiadores los invitados a la llamada del Centre d’Història Contemporània vinculado al Departament de la Presidencia de la Generalitat de Cataluña para ser voces autorizadas en un simposio que con el título España contra Cataluña: una mirada histórica (1714-2014)pretende analizar la acción política “casi siempre de carácter represivo del Estado español en relación con Cataluña” en esos tres siglos, según reza su anuncio.
Quienes han programado el encuentro pareciera que utilizan el mismo discurso histórico de quienes piensan que seguimos en cruzada contra el islam, porque tratarían de convencer a la ciudadanía catalana de que su enemigo histórico es desde hace siglos el Estado español. Cual si fueran dos bolas de billar compactas, España y Cataluña llevarían enzarzadas en un combate de boxeo desigual, durante 300 años, como si hubiera un plan geoestratégico multisecular diseñado para dominar a la nación catalana.
Suponemos que no quedará en el olvido ni la opresión ejercida por los señores feudales catalanes ni la explotación del proletariado industrial por sus muy catalanes patronos o, incluso, los recientes expolios cometidos por algunos clanes políticos tan patrióticamente catalanistas… Convertida en un baúl repleto de agravios, la historia se convierte así en un fácil recurso para crear identidades antagónicas y para alimentar discursos demagógicos que tanto hacen peligrar la convivencia ciudadana, haya o no haya fronteras. Cabe imaginar la impaciencia con la que la Generalitat aguarda los resultados del simposio, pero cabe que los resultados no sean los previstos y la Generalitat se encuentre con un análisis crítico, opuesto a lo que pretendía cosechar. En todo caso, el mal ya está hecho.
Lo más triste no es este enésimo y burdo abuso de la historia. Siempre ha existido gente manipuladora o convencida de que, por ejemplo, los irreductibles vascones ya combatían a las legiones romanas al modo en que los “heroicos gudaris” atacaban cuarteles de la Guardia Civil. Lo triste reside en que este congreso lance enunciados que ya de por sí son consignas, como hablar de “España contra el País Valenciano” o del “arranque del expolio económico en el siglo XVIII”. Les endosan estos temas a algunos de los mejores historiadores de esta generación: profesionales de extraordinaria solvencia intelectual, que han renovado el conocimiento histórico, rompiendo con los antiguos moldes de la historiografía franquista y escribiendo obras de las que hemos aprendido mucho.
Confiemos en sus análisis. Si, como decía Marc Bloch, la historia es una ciencia de preguntas, seguro que estos prestigiosos colegas no se van a someter a la consigna de poner el enfrentamiento entre nuestras respectivas “comunidades imaginadas” como leit-motiv. Los organizadores del evento puede que pretendan crear una audiencia no de ciudadanos, si no de patriotas, pero están jugando con fuego. La búsqueda de los ultrajes que se remontan a la noche de los tiempos no puede más que excitar las emociones más primarias en un tema tan altamente inflamable. Si se insiste en ahondar estas fallas con propuestas como estas, la ruptura se ampliaría a crecientes sectores sociales. A algunos, esta posibilidad les parece una bendición: todo cuanto sea dinamitar puentes favorece sus aspiraciones políticas. No parece probable que tal sea el deseo de gran parte de los historiadores que participan en este encuentro, porque sabemos que siempre han invocado el compromiso social del historiador como santo y seña de su labor, y no parece razonable pensar que ese compromiso deba detenerse en el valle medio del Ebro.
Naturalmente, nada de esto implica que las reivindicaciones que la sociedad catalana está haciendo de forma cívica y democrática con respecto a su configuración política no deban ser tenidas en cuenta. Existe un serio problema de encaje de Cataluña con España que, lejos de haberse atemperado, en los últimos años ha subido a un nivel de alta tensión. La pésima gestión que el nacionalismo español ha hecho de esta situación nos obliga como ciudadanos e historiadores a buscar respuestas a esas legítimas aspiraciones, explorando todas las posibilidades sin descartar ninguna que tenga un respaldo democrático. Pero en un debate que debería ser riguroso y sosegado, que debería fomentar el respeto recíproco y que debería establecer cuáles son las consecuencias para cada una de las dos partes de las decisiones que democráticamente acaben tomándose en el futuro, no deberían tener ningún lugar los fantasmas del pasado, y menos aún cuando estos fantasmas son agitados como guiñoles que transmiten un mensaje tan sometido a la coyuntura política del momento.
Hemos aprendido de maestros como Pierre Vilar que la historia es la ciencia que estudia los cambios sociales en el tiempo y que, por tanto, nada es estático en nuestras organizaciones. Por eso, como historiadores debemos explicar los continuos cambios de esa realidad que llamamos España y que ya no puede ser encorsetada en ideas decimonónicas de Estado-nación. Los lazos que constituyeron los Estados-nación en el siglo XIX fueron y son cambiantes. Conviene conocer, por tanto, cómo se fabricaron y alentaron unas u otras identidades. Eric Hobsbawm, otro gran maestro, nos ha enseñado mucho sobre el modo de “inventar tradiciones”, sean españolas, catalanas o andaluzas…
Aunque cada historiador es muy libre de seguir una u otra consigna, escribimos esta tribuna porque pensamos que la nación no es un concepto amorfo ni neutro, por encima de diferencias ideológicas o de clase. Al ser un concepto directamente político, nos exige un doble compromiso. Posicionarnos como ciudadanos y, sobre todo, usar los recursos de la historia como ciencia para desentrañar cómo se ha construido esta realidad plurinacional española en la que hoy vivimos. No peligra España por reconocer que somos plurinacionales, pero tampoco es una entelequia maquiavélica que existe solo para producir opresión en Cataluña. A propósito de esa opresión, conviene recordar, como ciudadanos, que no es Cataluña la que tributa, sino que son las personas fiscales y que estas se definen en primer lugar por su clase social, no por ser catalanes. Lo contrario es mitificar la palabra Cataluña para obviar las diferencias de clases, viejo ardid de todo nacionalismo, también del español.
Eduardo Manzano Moreno es profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Juan Sisinio Pérez Garzón es catedrático en la Universidad de Castilla-La Mancha.