Editorial
Desconcierto
11/10/2017 01:04 | Actualizado a 11/10/2017 08:39
“Comparecencia del presidente de la Generalitat ante el Parlament para informar sobre la situación política actual”. Fue con este genérico y anodino enunciado, único punto en el orden del día, que la Cámara catalana celebró ayer una sesión que se quería trascendental. Según la convocatoria, era también una sesión “ordinaria”, en la que tras la intervención presidencial se daría la voz a los grupos parlamentarios y se cruzarían réplicas y contrarréplicas. Pero lo que de veras debía dirimirse en dicha sesión, una vez interpretados por el president los resultados del referéndum del 1-O, convocado ilegalmente y recontado sin garantías, era ni más ni menos que la proclamación, o no, de una declaración unilateral de independencia (DUI). Esto es, si se iba a dar un paso decisivo para la desconexión de Catalunya de España.
La expectación era máxima. Lo revelan la inquietud y los temores en los que vive sumida la ciudadanía desde hace meses. Lo prueba también la cifra récord de más de mil profesionales de la información –358 de ellos procedentes de otros países– que habían solicitado su acreditación en el Parlament. No era para menos. Tras cinco años de proceso soberanista –si fijamos su inicio en la manifestación del Onze de Setembre del 2012–, llegaba la hora de la verdad. Una DUI sin ambages, proclamada con el entusiasmo propio que hace al caso, sin condiciones ni renuncios, hubiera supuesto la culminación del mencionado proceso, para contento de los muchos –pero no mayoritarios– catalanes que lo han acompañado. Por el contrario, un prudente e inequívoco frenazo y la omisión de cualquier referencia explícita a la DUI hubiera generado gran decepción en las filas soberanistas. Pero, al tiempo, hubiera pillado a contrapié al Gobierno central y dibujado una escena marcada por el deseo de reconducir la situación, atenuar tensiones y dialogar partiendo de cero.
Carles Puigdemont quiso hallar una vía intermedia entre la proclamación de la independencia y la claudicación. Y lo que logró fue crear desconcierto y confusión. Sabía que sus palabras serían escrutadas con gran detalle. Sabía también que sería muy difícil complacer simultáneamente a sus correligionarios y a sus rivales. Y optó por una fórmula que aspiraba a declarar la independencia para, acto seguido, suspenderla e iniciar un período de diálogo. En concreto, y refiriéndose al 1-O, Puigdemont afirmó: “Como presidente de la Generalitat, asumo al presentar los resultados del referéndum ante el Parlament y a nuestros conciudadanos el mandato de que Catalunya se convierta en un estado independiente en forma de república”. Y añadió: “Proponemos que el Parlament suspenda los efectos de la declaración de independencia para que emprendamos un diálogo sin el cual no es posible llegar a una solución acordada”.
Lo que ayer hizo Carles Puigdemont, que en su día aceptó la presidencia de la Generalitat ofrecida por su antecesor, Artur Mas, con el propósito explícito de culminar el proyecto independentista para a continuación dejar el cargo, no fue, como decíamos, una declaración de independencia transparente ni que entrara en vigor automáticamente. Después de que se retrasara el inicio del pleno más de una hora, después de tensas reuniones en última instancia de la mayoría parlamentaria independentista y después de incontables rumores de signo contrapuesto, Puigdemont pronunció un discurso que suscitó lecturas diversas y muchas dudas. En especial cuando se supo que no iba a aparecer en el Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya y, por tanto, carecía de validez jurídica. Y también más tarde, cuando la vicepresidenta del Gobierno negó validez al referéndum y a la proclamación. Entretanto, con el artículo 155 de la Constitución en la recámara, y antes de aplicarlo, en el Gobierno se barajaba la posibilidad de requerir a Puigdemont una explicación más clara sobre lo ocurrido ayer. A su vez, la CUP no parecía satisfecha con el resultado de la sesión, alguno de sus miembros llegó a hablar de traición inadmisible: no lo habría dicho si la independencia se hubiera proclamado sin reservas. Los soberanistas que rodeaban el Parlament mientras se celebraba la histórica sesión no prorrumpieron en vítores a su término. Ni hubo en las calles de la ciudad manifestaciones de júbilo, aunque sí rostros decepcionados. No se descarta que la declaración de ayer produzca una brecha en la mayoría independentista del Parlament, separando a Junts pel Sí y la CUP, algo que anoche se quiso tapar con la firma de un documento de compromiso por la república, ya fuera de la Cámara. Algo digno del teatro del absurdo si la declaración proclamada poco antes fuera creíble.
Dicho esto, no podemos dejar de presentar serias objeciones al discurso del presidente Puigdemont y a las bases legales sobre las que pretende asentarse. Ayer insistió en que con la celebración del 1-O se habían ganado el derecho a la independencia, lo cual puede valer como opinión, pero no como otra cosa. Quiso dar por buena su ruta hacia la independencia, pese a basarse en las leyes de desconexión aprobadas los días 6 y 7 de septiembre, que contravenían la Constitución y el Estatut. Y que, por otra parte, fueron vulneradas también, por ejemplo en lo tocante a la Sindicatura Electoral que debía velar por el 1-O, desmantelada antes de que pudiera cumplir sus funciones y validar los resultados. Quizás por ello decía ayer a modo de enmienda a la totalidad el líder socialista catalán Miquel Iceta que “no se puede suspender un acuerdo no tomado”.
Hasta antes de su celebración, la sesión de ayer nos había sido presentada como algo parecido a una estación término, a un puerto de arribada. No lo decimos nosotros. Lo han venido asegurando los impulsores del proceso, que fijaron en ella el cumplimiento de sus aspiraciones. Pero lo que sale de dicha sesión es un intento, otro, de ganar tiempo y prolongar el proceso soberanista, ya mucho más allá de los dieciocho meses inicialmente fijados como plazo para la secesión. Es decir, se trata de mantener un estado de incertidumbre que está teniendo efectos tremendamente negativos para la sociedad catalana. De poco ha servido que la Unión Europea haya rechazado las peticiones de apoyo que ha recibido del soberanismo. (El presidente del Consejo Europeo reclamó ayer a Puigdemont que respetara el orden constitucional). O la fuga de empresas catalanas –ayer se fue Planeta a Madrid, despojando a Barcelona de su histórica capitalidad editorial–. O que la posibilidad de llevar el conflicto a la calle siga ahí. El independentismo sigue su cabalgada, en un país que dice querer mejorar, pero que va desangrándose ante sus ojos, día a día, sin que sepa cómo contener la hemorragia.