Como saben los que tienen la inmensa paciencia de seguirme a finales de noviembre estuve en París. Mejor dicho, en la
banlieue de París.
Aproveché para ver
Midway, el film de Roland Emmerich.
No me gustó. Es cierto que fue el día después de
J’accuse, de Roman Polanski, que de entrada no salía entre mis favoritas.
Pero una es un monumento al cine y a la historia -la división de la sociedad francesa por el caso Dreyfus- y la otra es una sucesión de efectos especiales y digitales.
Los americanos abusan a veces de los efectos especiales. Creen que, hacer buen cine es como hacer una pizza: bastan los ingredientes. Y no es verdad.
Quizá, por otra parte, permanezco anclado en
La batalla de Midway (1976) de mi juventud.
Aquella con estrellas de la época dorada de Hollywood: Charlton Heston, Henry Fonda, James Coburn, Glenn Ford.
Mi padre no lo sabía pero sospecho que mi madre estaba enamorada secretamente de Charlton Heston. El otro aspirante a su corazón era Alan Ladd.
No en vano Roland Emmerich, el director, lleva un carrerón en la materia:
Soldado universal,
Independence day,
Godzilla.
Le perdono
El Patriota pero yo creo que por Mel Gibson.
Quizá fue también por el francés porque los franceses, como nosotros, doblan las películas. Craso error.
Y porque además de una batalla contra los japoneses parecía una batalla personal entre dos de los protagonistas
En fin, ahora que la han estrenado aquí quizá vuelva a verla. En versión original, por supuesto. A ver si confirmo mi primera impresión.
Pero antes he aprovechado para leerme
Midway. La batalla que condenó al Japón (Ediciones Salamina, 2019).
Lo encontré por casualidad.
En el escaparate de una tienda especializada en efectos militares en la calle Bruch. Tienen una librería impresionante.
Parecía que estuviera esperándome. No dudé en comprarlo.
Está escrito por Mitsuo Fuchida, que lideró la primera oleada contra Pearl Harbour (1941).
Y Masatake Okumiya, que estuvo -durante la batalla- en el grupo de portaaviones que atacó las Aleutianas, una maniobra de diversión. Quizá el único éxito de los japoneses.
Ni que decir que ambos sobrevivieron al conflicto y murieron apaciblemente en la cama. Fuchida en 1976. Okumiya en el 2007.
Desde luego la historia es mejor leerla que vivirla. En los libros los fallecidos no son muertos, son bajas.
Tampoco es lo mismo estar en la cubierta de un portaaviones en llamas -o todavía peor: en el hangar- que sentado cómodamente en el sofá de casa.
¡Pero gracias a esta obra he descubierto que le primer kamikaze fue un norteamericano!
Sale en pequeñito. Y apenas le dan importancia. Casi al final: en la página 321.
“El piloto del bombardeo en picado líder -explican- intentó una osada colisión suicida contra el puente del Mikuma tras ser alcanzado por el fuego antiaéreo. Falló en el puente pero logró estrellarse contra la torre trasera, propagando el fuego en la sala de máquinas de estribor”.
“Eso causó una explosión de gases abajo que mató a todos los hombres que se hallaban trabajando en la sala de máquinas y supuso un severo golpe para el crucero, intacto hasta entonces”, añaden.
Una nota a pie de página explica que “el valeroso acto de sacrificio fue realizado por el capitán R.E. Fleming, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos”. No he conseguido encontrar nada en internet.
Por supuesto el libro no está exento de autocrítica. De hecho, para eso fue escrito.
Tras la batalla le encargaron al propio Fuchida, que resultó herido, que evaluara qué había fallado. Midway había sido el turning point de la Guerra del Pacífico. Los japoneses ya no recuperaron nunca más la iniciativa. A partir de entonces irían siempre a remolque.
El capitán de fragata cree que la Armada imperial japonesa cometió varios errores: dispersar las fuerzas, descoordinación, subestimar al enemigo, exceso de confianza.
La historia es conocida. Los norteamericanos consiguieron hundir cuatro portaaviones enemigos -
Akagi,
Kaga,
Soryu y
Hiryu-. Los pillaron cuando estaban cambiando torpedos por bombas. Las pesadas bombas las apilaban “a un lado porque no había tiempo para bajarlas al almacén” (pàg. 255). Los americanos perdieron sólo uno, el Hornet, y a causa del ataque de un submarino.
El almirante Nagumo, que estaba al mando del principal grupo de ataque, sale malparado por su “conservadurismo y pasividad”. Lo cierto es que, por el silencio de radio, tuvo que tomar decisiones críticas él solo.
“Y las batallas, como las guerras que las ocasionan, se libran a menudo más allá de los límites del sentido común”, advierten los autores (página 300).
El almirante Yamato, que mandaba toda la operación pero que al frente del Yamato estaba más retrasado, también resulta cuestionado. Quizá no era tan bueno cómo nos pensábamos. Como dicen los autores es fácil obtener “victorias fáciles contra enemigos débiles”. Tengo pendiente una de sus biografías The reluctant admiral (1982)
Pero Estados Unidos demostró poco después de Pearl Harbour no sólo su capacidad de recuperación sino que era un enemigo temible y audaz. Capaz de golpear en el mismísimo Tokio -con el raid de Doolittle en abril de 1942- o jugárselo todo a una carta como en la Batalla del Mar del Coral (mayo del mismo año).
Además la inteligencia norteamericana era muy superior a la japonesa. De hecho, en Midway, los estaban esperando. Y los buques de la Armada imperial todavía no disponían ni de radar.
Pero lo que falló a los japoneses, según los propios autores de la obra, fue el “carácter nacional japonés”.
“La causa última de la derrota japonesa, no solo en la batalla de Midway sino en la guerra, descansa en el carácter nacional japonés. Existe una irracionalidad y una impulsividad en nuestra gente que se traducen en acciones desordenadas y, a menudo, contradictorias”.
“Nuestra falta de racionalidad nos conduce, con frecuencia, a confundir deseo con realidad”, concluyen.
Al leer la frase se me ha pasado por la cabeza fugazmente -salvando todas las distancias- el proceso.
A ver si los catalanes vamos a tener algo de japoneses. Al fin y al cabo la guerra es como la política pero sin sangre.
/Un reportatge de Xavier Rius
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