La insoportable levedad de ser independentista…
Permítanme vuesas mercedes escribir estas mis primeras líneas desde el punto de vista de un nacionalista español. Algo que ni yo mismo sabía que era, hasta que cierto amigo catalán me lo indicó. Hasta dicha fecha, yo era un tipo normal, amigo de sus amigos, y amante de la diversidad. Que paseaba por las ramblas como si paseara (iluso de mi) por algo mío. Y que veía con simpatía y una media sonrisa en los labios esas mesas vestidas con una bandera a bandas rojas y amarillas, que aparecían de cuando en cuando, llenas de panfletos que cuatro señores mayores se afanaban en repartir.
Uno, que ya peina cierto número de canas y unos cuantos lumbagos, recuerda que en dicha época gobernaba un señor bajito con bastante mala leche. Y que, salvo contadas excepciones, para un catalán ser llamado “español” no constituía ofensa alguna, salvo el hecho de que podía darse el caso de que te contestaran
“si, pero sobre todo, CATALÁN, ¿eh?”, con una sonrisa en la cara y un brazo pasado por encima del hombro.
Recuerdo también que al conjunto del país lo gobernaba otro tipo con cara de buena gente, aunque se ha ido agriando por el camino (serán los disgustos que da intentar gobernar este país de cainitas y sátrapas). Y que, elección tras elección, llamaba a consultas al señor bajito (y a su homónimo del norte, que también tenía cierto regusto a vinagre), y les prometía el oro y el moro si le apoyaban frente al malvado derechoso (luego la cosa cambió de singladura, y el apoyo fue contra el satánico comunista, pero esa es otra historia, y a la vez es la misma). Y el dandy de las cejas blanquecinas les concedía todo, todo y todo, como en el anuncio. Mientras que a las comunidades periféricas allá se las fueran dando.
Y si, entonces nosotros, en la procelosa Castilla la Mancha, mirábamos con cierto recelo estos arrumacos cariñosos. Y (hay que reconocerlo), entornábamos la mirada hacia el noroeste y pudiese parecer que Máximus Detritus nos inspiraba… Por que veíamos que el proceloso estado de las autonomías, parecía exactamente eso… por la mínima. El estado de las DOS autonomías. El resto contemplábamos los toros desde la barrera.
No pretendo que vuesas mercedes entiendan esto, ni mucho menos que lo crean. Dios me libre. Pero desde la impunidad que me da el anonimato y el agnosticismo, juro ante Dios que es cierto. Nos sentíamos marginados, por que así era. Y veíamos como a los hermanos del norte / noreste se les concedía el pan y la sal, mientras que otros nos sorbíamos los mocos gracias a un tal d’Hont, que debía ser un mamón del tamaño de la catedral de Santiago.
Pero… en el fondo soy, como bien dice mi amigo catalán, un nacionalista español. Aunque en ese momento no tuviera ni puta idea de ello. Y como buen nacionalista, consideraba Cataluña parte de mi. Y si a una parte de mi le va bien… que cojones. Que menos que alegrarse. ¿No?
Y vuelvo a jurar, de nuevo desde la impunidad. Nos alegrábamos. Al menos, a alguien le iba bien. Y siempre podríamos hacer las maletas, que es algo en lo que nos nacionalistas españoles tenemos un doctorado, y coger carretera y manta hacia Salou. O hacia Halicarnaso, si los vientos fueren favorables.
Mientras tanto, mediante el ancestral arte del trueque, en Catalonia se fue consiguiendo gestionar la sanidad, la policía, la agricultura, el idioma, las prisiones, el tráfico, los museos, el medio ambiente, la red viaria… y hasta algo que pasó casi desapercibido y ahora, con la perspectiva que dan los años, causa estupor: la educación. Todo, envuelto en unos caramelos envenenados llamados “competencias”.
Y en esas andábamos cuando llegó la bonanza. Por fin a todos nos iba bien. Hasta a los vallisoletanos, los griegos y los vigueses. Pese a todo. Disfrutamos. Todo lo que pudimos. Más de lo que nos podíamos permitir. Cerrando los ojos de puro éxtasis.
Éxtasis que se acabó base de ostias. Una de ellas, la de este amigo que tuvo a bien llamarme “nacionalista español” con los ojos cargados de odio. Se acabó la fiesta. Para todos. Y de repente, nos encontramos con una realidad emponzoñada. La de un país que, de repente, era un reino de Taifas. Gobernado por sátrapas y maleantes, egoístas hasta la médula, y dispuestos a cosechar en campo anegado. Que solo tiran de una cuerda, la suya. Una cuerda amarrada firmemente a una realidad que ellos se han encargado de fabricar. Una cuerda que dice en un extremo que los españoles les roban, y en el otro que los catalanes quieren dejarnos tirados. Una cuerda que no nos pertenece, pero a la que muchos años de manipulaciones y siembras han hecho fácil agarrarse para cualquiera. La desesperación y la manipulación es lo que tienen.
Pero, amigo catalán, antes de tirar fuerte, mira a los ojos a quien tienes al otro lado de la soga. Si, a ese nacionalista español. Alguien que se ha subido a la cuerda, como tú, por que le han dicho que hacerlo es lo mejor para él. Que el enemigo está enfrente. Pero enfrente no está el que trenzó. El que trenzó es ese hijo de mil putas que ha ido fabricando una realidad de enfrentamiento y odio alejada de la realidad. De futuros esperanzadores que no existen, de agravios inventados y afrentas olvidadas, de cuitas centenarias que a nadie deberían importar, y de lecciones que debimos aprender nosotros, pero por desgracia han aprendido ellos.
No te dejes engañar. Ni ese nacionalista español nació agarrado a la cuerda, ni tu tampoco. Somos productos de una fábrica maliciosa y corrupta, que solo busca su propio beneficio, no el nuestro. No olvides que con tus desprecios, con tus "Espanya ens roba", con tus deseos de mandarnos a freir gárgaras, nos estás insultando a todos. No caigas en la trampa, y volvamos a reir con los brazos pasados por encima del hombro mientras te digo
“si, soy español, pero sobre todo, VALLISOLETANO”, y que les den.
Escrito en Turios, en el año 426 a.c.