Familias hundidas por la crisis
El paro crónico abre un duro panorama de conflictos familiares. EL PAÍS ha recogido testimonios de afectados que quieren explicarse, y también los de aquellos otros a los que el orgullo y la vergüenza impiden incluso pedir ayuda públicamente
Es como si una buena parte de la población estuviera con el agua al cuello braceando nerviosa y respirando con dificultad mientras la marea sigue avanzando. Tras inundar los consabidos sótanos de la precariedad y la exclusión social, la crisis ha alcanzado cotas de la clase media y ha penetrado en estancias tenidas por seguras. La expresión "nunca hubiera imaginado que esto podía pasarme a mí", se recita estos días en una letanía penitente surgida del estupor, la exasperación o la vergüenza. "Hace dos años me ganaba muy bien la vida de autónomo con una pequeña empresa de la construcción. Miraba a la gente que duerme en los bancos de la calle como si fueran marcianos, pero ahora he empezado a comprenderlos porque la distancia que me separa de ellos es ya mínima", dice Mariano Pérez Sandoval, de 47 años, portavoz de la asamblea de parados de Granada.
La crisis ha arrojado al paro a un millón largo de personas en los últimos 12 meses, y hay muchos hogares con todos sus miembros en el desempleo. Trabajadores de la construcción y de la industria casados o en edad de procrear, jóvenes de escasa formación con contratos temporales, mujeres solas con hijos a su cargo, hombres separados y personas mayores tienen preferencia a la hora de ingresar en el nuevo "ejército de los pobres". Y es que, asfixiadas por las deudas y sin alternativa formativa para el recambio profesional, buena parte de estas gentes parecen abocadas a traspasar el umbral de la pobreza -ingresos inferiores al 60% de la renta media- e incrementar ese 20% de pobres (15% en la UE-25) que ha permanecido casi inalterable a lo largo de las tres "décadas prodigiosas" de bonanza económica.
En su informe a la comisión del Senado que analiza la exclusión social, el profesor de Ciencias Políticas de la Pompeu Fabra Sebastián Sarasa advierte del riesgo de que el hambre se instale en hogares de familias con hijos pequeños. Las diferentes Cáritas diocesanas acusan a la Administración pública de practicar la "dimisión de responsabilidades" en los servicios sociales, al tiempo que se declaran incapaces de "sustituir la misión del Estado". Algunos analistas creen que el 40% de los hogares españoles está amenazado en mayor o menor grado por esta crisis.
Sumergirse en el problema para ponerle ojos y rostros a la estadística, tomarle la temperatura a la angustia, palpar la densidad de la devastación, es exponerse a testimonios sobrecogedores, por mucho que se pretenda huir de los casos más tremebundos. En su versión más cruda, la crisis no ha tocado fondo en las colas ante los almacenes de alimentos de Cáritas, en las oficinas municipales de servicios sociales, en los comedores sociales y los albergues, en las asambleas de parados, en las reuniones de afectados por los embargos. Lo que se encuentra en esos circuitos son, sobre todo, gentes que no hacen pie. Algunos aceptan contarlo; otros muchos se niegan, porque la miseria se oculta y camufla frecuentemente, y el orgullo y la vergüenza impiden, a menudo, gritar socorro.
"Nosotros, como los toxicómanos con lo suyo, tenemos que aprender que para salir adelante lo primero es aceptar nuestra condición de pobres", susurra entre lágrimas Jacinto Alejandro Silvente, comercial del sector mobiliario y la decoración de lujo arruinado tras el desplome de la construcción. Este hombre de 57 años, educado en Francia, nada religioso, profesa una devoción absoluta a los voluntarios de Cáritas de Valencia -"nos han salvado la vida", enfatiza-, porque le trataron con "muchísima dignidad" y antes de pedirle la documentación de su caso les llenaron de comida el frigorífico. "Al contrario que en el Ayuntamiento, donde nos citaron para dos meses más tarde, ellos se dieron cuenta de que no teníamos nada para cenar, saben lo que significa un día para el necesitado".
Jacinto vive con su mujer, una hija separada y una pequeña nieta en el piso de su suegra, que falleció hace unos meses. "Compartió con nosotros su casa y su pensión de 600 euros", dice, y en ese momento se interrumpe vencido por la emoción. Tras consultar con la mirada a su mujer, como si lo que se disponía a decir resultara demasiado doloroso o escandaloso, cuenta que al morir su suegra y suprimirse la pensión empeñaron las joyas de la desaparecida en el Monte de Piedad. Durante estos meses terribles de búsqueda desesperada, "conserje o intérprete de idiomas para extranjeros, lo que sea", Jacinto ha hecho un cáncer de vejiga, y su mujer, Ángeles Serrano, de 55 años, ha entrado en tratamiento psicológico. Ella, que siempre dispuso de asistenta en casa, se ofrece como interina por horas.
El seísmo es de tal magnitud que está expulsando de sus hogares a aquellos que, con una economía familiar precaria y poco conscientes de encontrarse en la cuerda floja laboral, se lanzaron a adquirir una vivienda, contagiados por una euforia crediticia desaforada que ha llegado a abarcar el coche, las vacaciones y la televisión de plasma. La pérdida de uno de los dos sueldos, el destinado a la hipoteca, es, en esos casos, la antesala del embargo, el resquebrajamiento del proyecto familiar, la catástrofe. El hacinamiento severo y el subarriendo de habitaciones a precios abusivos se extienden por el país del millón de viviendas vacías. Son las ocho de la noche en un piso de Cáritas del centro de Valencia. El hispano-colombiano Gustavo Adolfo Maldonado, de 34 años, se afana en preparar la cena de sus hijos, cuatro caritas aseadas de 11, 9, 2 y 1 años que corretean por la sala. Falta la madre, Diana, de 30 años. Trabaja de interina en Londres y con lo que gana mantiene a su familia. Salió de España cuando todavía amamantaba a la más pequeña porque, cerradas todas las puertas, Londres, donde vive su hermana, pareció la única vía de supervivencia. No es un caso aislado. La desagregación familiar amenaza particularmente a las parejas inmigrantes en apuros. La falta de red familiar y social obliga con frecuencia a uno de los dos a regresar a su país de origen.
Gustavo vino a España hace nueve años. Trabajaba en la Ford de Almusafes como soldador y ganaba 1.600 euros que, sumados a los 700 que sacaba su mujer en la hostelería, les animaron a embarcarse en un crédito de vivienda de 138.000 euros. "Tres años después, habíamos rebajado la deuda a 110.000, pero llegó la crisis, no me renovaron el contrato y mi mujer perdió el empleo", cuenta con una cadencia dulce y esa elegancia tonal de los latinoamericanos. "Hubo que optar entre comer o pagar la hipoteca. En el banco me indicaron que mis problemas personales no les interesaban". A la espera de los 420 euros de la ayuda posdesempleo y mientras aguarda la orden de desahucio, saca un dinero con el alquiler de su piso. Comenta que, al principio, le costó mucho hacerse cargo de los niños y que todas las mañanas tiene que hacer un esfuerzo para no derrumbarse ante ellos, pero que adora a su mujer. "Como dicen ustedes, hay que tener un par para irse así, a Londres. Nos comunicamos por el Skype de Internet, que le sale casi gratis. Es el único capricho que nos damos: poder vernos y hablarnos. Ella sufre mucho por no poder abrazar a sus niños".
Descomponer la estadística del paro por grupos sociales ayuda a hacerse una idea más cabal de la sociología de la devastación. Y es que los inmigrantes y los jóvenes, víctimas preferentes de la precariedad laboral, soportan tasas del 36% de paro, tres veces más que los autóctonos maduros. Aunque las políticas varían notablemente de una autonomía a otra, las familias de inmigrantes sin permiso de residencia encuentran muchas más dificultades para acceder a las rentas mínimas, excepto en Euskadi, donde existe una suerte de salario social. Los profesionales y voluntarios que trabajan a pie de obra con los más necesitados -no esperen ahí a los sindicatos- alertan de que el grueso de los parados entrará pronto en la segunda fase, caracterizada por el agotamiento de las prestaciones sociales y la acumulación de los problemas.
No es arriesgado suponer que la cronificación del paro abrirá un panorama de conflictos familiares -los divorcios disminuyen, probablemente porque la gente no puede pagárselos, pero aumentan los malos tratos y las rupturas afectivas bajo el mismo techo-; y regreso a la ilegalidad de inmigrantes que necesitan renovar sus contratos de trabajo para poder seguir residiendo en nuestro país. "Dentro de un año habrá aumentado mucho la economía sumergida, la prostitución autóctona y los pequeños robos y atracos", vaticina Mercè Darnell, analista de Cáritas. Es seguro que los 30.000 sin techo que vagabundean en nuestro país encontrarán nuevos compañeros en su viaje a ninguna parte.
"Era tan fácil pedir crédito. Como los alquileres estaban casi tan altos como las cuotas de las hipotecas, parecía cosa de tontos no meterse en un piso", exclama Gustavo Gaytán Ardilla, de 46 años, padre de dos hijos, colombiano de Bogotá, conductor profesional. Al igual que otros "ahogados por las hipotecas", él también se ha unido a grupos alternativos juveniles catalanes que pelean desde hace años por el derecho a la vivienda. Por chocante que pueda resultar la unión de estos inmigrantes autónomos de edad madura con los jóvenes contestatarios barceloneses, hay que creerlos a pie juntillas cuando te dicen, con la emoción en los ojos, que estos muchachos son las únicas personas que les han escuchado y animado a luchar. Escuchar al necesitado merece convertirse en precepto, a la altura de "dar de comer al hambriento" o "visitar al enfermo", que predica la caridad cristiana. Tal es la sensación de invisibilidad y nulidad que ataca a los parados más indefensos.
"El pasado 6 de enero, día de Reyes, Gustavo Gaytán conducía un camión frigorífico cargado de fruta por las inmediaciones de Nápoles, después de haber pasado todas las navidades solo, en la carretera, lejos de su familia. Se encontró en una recta muy larga con final en curva cerrada que salvaba un precipicio. La idea empezó a abrirse paso en su cabeza: "no cojas la curva y acaba con la hipoteca y con todo". Iba lanzado, pero clavó las ruedas en el asfalto en el último segundo porque dice que pensó en sus hijos y en ese matrimonio de españoles que, llevado por su generosidad, le avaló el crédito hipotecario con su propia vivienda y que ahora puede quedarse en la calle, como él. "Me pone enfermo ver lo que están sufriendo por mi culpa, pero no puedo hacer nada. Cuando firmé el crédito llegaba a ganar con las horas extras y los fines de semana hasta 3.800 euros al mes, mientras que ahora, en el taxi, apenas saco 1.200. Mi piso salió a subasta en julio y esto es ya un proceso imparable", dice.
Tal y como lo explican los damnificados, el proceso judicial se desencadena inexorablemente a partir de una serie de cuotas impagadas, aunque los jueces se lo piensen muy mucho a la hora de ejecutar el desahucio. "Embargan tu casa, la sacan a subasta y como no hay subasteros que pujen, el mismo banco se la queda por el 50% de su valor de tasación. Hacen un buen negocio y tú te quedas sin el piso, con la deuda pendiente y con el pago de las costas judiciales que, en mi caso, suponen la barbaridad de 73.000 euros. Es una condena de por vida".
En estos encuentros soplan vientos tempestuosos contra los bancos y los gobiernos. "Que se enteren los políticos: si la gente no paga es porque no puede. Debería caérseles la cara de vergüenza al ver que se embargan casas con niños y que gente adulta tiene que vivir de la pensión de sus padres", alza su voz ronca María Blanca Yaya, de 44 años, vecina de Alfacar (Granada), separada y con un hijo de 16 a su cargo. "Mis clientas tenían a sus maridos en el andamio y cuando la construcción se vino abajo tuve que cerrar mi tienda de ropa. Mi piso sale a subasta el 10 de noviembre", afirma, exasperada.
También a Elena Diéguez se le ha hundido el mundo este año. Maltratada por su marido, separada y con un niño de tres años, vive con 421 euros de la ayuda familiar. "Lo mío es para echarse a llorar y no parar; mi marido no me pasa la pensión y ya no sé qué hacer para conseguir un trabajo", indica esta bilbaína de 35 años, camarera de profesión. Desde que quebró la empresa familiar de la construcción, en el hogar de Celia Díaz Campos, de 39 años, con dos hijos, no entra otro salario que los 480 euros que gana como limpiadora de fin de semana en un hospital. "Estamos en la ruina. Nos han quitado el piso, la maquinaria y los vehículos. Si comemos en casa es gracias a la pensión de mi padre y a la ayuda de mis hermanos". Los anuncios de que las grandes corporaciones repartirán beneficios crispan muchos los ánimos. "También las personas deberíamos poder declararnos fallidas, en quiebra, como en Inglaterra", plantea uno de los jóvenes asamblearios.
"He llegado al punto de que me fallan las fuerzas para seguir buscando trabajo", dice Dora Cubilla, de 38 años. En 2006 dejó su puesto de profesora de matemáticas en un instituto de Buenos Aires para seguir a su marido. La crisis les ha pillado de lleno y como ya no les llega para vivir, ella trata de emplearse en lo que salga, limpiando casas a cuatro euros la hora, lo que sea. "Hasta ahora creía que tener tres hijos era una bendición, pero he descubierto que cuando se trata de buscar trabajo resulta un obstáculo insalvable. Ser mujer y extranjera tampoco ayuda, seguro. Estoy tan desesperanzada", dice, y se aprieta las manos en un gesto nervioso, "que he empezado a dudar de mí misma, de mi capacidad, de mi propia identidad. Y menos mal que aquí, en Castellón, está la Fundación Patim, que nos ayuda mucho", indica. Castellón es un buen exponente del terremoto que ha sacudido nuestro país. En poco más de un año, la provincia que ostentaba el privilegio del pleno empleo técnico -menos del 5% de paro- ha pasado a liderar la destrucción masiva de los puestos de trabajo.
Ahora que no trabaja en la obra, sólo alguna chapuza ocasional, el nigeriano Clive Edosa Uwadiae, un hombretón de 36 años, se levanta todos los días con el cuerpo hecho polvo y una punzada de dolor en la cabeza. Como no puede pagar la hipoteca, trata, infructuosamente, de que el banco se quede con su piso a cambio de la deuda. "Necesito un trabajo para comer y renovar mis papeles", insiste. Por primera vez en los 10 años que lleva en España, Clive no ha enviado este mes a Nigeria los 150 euros que permiten vivir a su numerosa familia. "Sería triste volver, porque mi pueblo sólo es bonito cuando lo miras desde lejos". La cosa se ha puesto imposible para gentes como José Luis Coronado, un antiguo heroinómano con antecedentes que necesita culminar su larga rehabilitación con la estabilidad de un empleo. "El trabajo es la manera de cerrar definitivamente la puerta del pasado. La gente con problemas tiene malos pensamientos cuando está parada y a algunos nos resulta difícil abrirnos a pedir auxilio", indica.
"¿No podéis ayudarnos? No tenemos nada que comer". El alcalde de Yuncos (Toledo), Gregorio Rodríguez (PP), oyó esta súplica desde su despacho un mañana de enero. Surgió así el plan municipal que otorga vales de comida e higiene por valor de dos euros por persona y día a los miembros de las familias en paro empadronadas que no sumen más de 120 euros en subsidios. "Una familia de cuatro miembros se asegura comida por valor de 56 euros semanales sin necesidad de ponerse a la vista de todo el mundo en un comedor social. Es suficiente para sobrevivir haciendo economías y el gasto sólo supone el 1% del presupuesto municipal, nada que no podamos ahorrar reduciendo partidas como la dedicada a las fiestas", indica el alcalde. Su vecino Juan María Sánchez, casado y con un hijo, dice que si comen en casa es gracias a esta ayuda. "Cobro 700 euros de paro y pago 500 de alquiler; el mes que viene tendremos que meternos en una habitación".
Todas y cada una de las personas que los viernes a mediodía recogen su sobre con el vale de comida tienen una historia que contar, pero pocas tan desgraciadas como la de este hombre menudo de 41 años, Antonio López, carpintero encofrador, padre de dos mellizos de ocho años que sale de las oficinas municipales con los ojos enrojecidos. Cuenta que al quedarse en paro se le ocurrió abrir un bar con un préstamo hipotecario avalado con el piso de sus padres. El negocio resultó ruinoso y sus padres se han quedado sin casa. "Vivimos gracias a los 700 euros de la pensión. Busco trabajo, pero también tengo que criar a mis hijos. Mi mujer se suicidó con pastillas hace dos meses. Mirando sus papeles, nos enteramos de que le habían diagnosticado un cáncer. Se ve que no pudo aguantar más, pero nos ha dejado muy solos a los tres".
A riesgo de que sus palabras suenen peregrinas en los estratos más castigados por la crisis, Laia Fábregas, autora del documental 501, que expone las emociones de un grupo de mujeres de mediana edad despedidas de Levi's, pone un toque esperanzador con la idea de que el paro puede ser también una segunda oportunidad individual y colectiva. Economista y hoy directora del Instituto de Cine Catalán, Laia Fábregas sostiene que "la crisis está pidiendo a gritos que pensemos qué sociedad queremos ser". En un plazo más inmediato, el país de la OCDE que más desempleo y trabajo precario crea y que gasta en protección social siete puntos menos que sus vecinos de la zona euro, tendrá que decidir cómo abordar el problema.
"La clase media optará entre dos reacciones básicas: la del miedo y la de la solidaridad. La primera se salda con demandas de cierre de fronteras, penalización de la acogida de inmigrantes irregulares, crecimiento de la población encarcelada y atrincheramiento en los privilegios adquiridos", afirma Pedro Cabrera, profesor de sociología en la Universidad de Comillas. "Si se opta por la solidaridad, deberíamos ir más allá de la beneficencia y de los comedores de caridad e interrogarnos sobre el desastre burocrático de las ayudas, la bajísima dotación de recursos y la descoordinación entre las diferentes áreas de la Administración. Eso significaría reorganizar eficazmente los sistemas de protección social, darles una mayor prioridad presupuestaria y cobrar los impuestos correspondientes a todos aquellos que deben pagarlos", subraya Pedro Cabrera.
Se trata de evitar el desmoronamiento de una parte de la sociedad. Conseguir salir de esta crisis sin el corazón colectivo demasiado encanallado ya sería un triunfo.