Jesús Cacho
El 21 de febrero pasado,
Alejandra Olcese publicó en este diario una noticia que refleja a la perfección la arrastrada vida que cualquier emprendedor lleva en un país como este acostumbrado a vivir de espaldas al mundo de la empresa y con Gobiernos, particularmente el de
Pedro &
Pablo, convencidos de que todo empresario es por definición un vampiro dispuesto a chupar la sangre de sus empleados. Decía la noticia que
el 14 abril expira el plazo para que las empresas de más de 50 trabajadores tengan lista una auditoría salarial, documento en el que deberá venir reflejada la valoración de todos los puestos de trabajo con su correspondiente remuneración. El objetivo es que la “autoridad” pueda comprobar fácilmente si hombres y mujeres obtienen la misma paga por puestos de idéntica responsabilidad, ello de acuerdo con el Real Decreto-ley 902/2020, de 13 de octubre, que también alude a medidas para evitar “el acoso sexual y el acoso por razón de sexo”, arbitrando “procedimientos para su prevención y para dar cauce a las denuncias que puedan formular quienes hayan sido objeto del mismo”.
Como es fácil imaginar, “las consultas se amontonan en las mesas de los despachos especializados en laboral”, decía Olcese, porque son legión, particularmente pymes, las que, abrumadas por esta nueva carga burocrática, no tienen más remedio que recurrir a ayuda externa, con su correspondiente coste, para tener lista la nueva exigencia. Y es que todo son “facilidades” en
España para montar una empresa y crear empleo o, dicho en su voz pasiva y sin sombra de ironía, hace falta ser un poco masoquista para adentrarse de buen grado en semejante vía crucis. Las dificultades no han hecho sino crecer con el
Gobierno de coalición.
Pedro & Pablo han interiorizado que el mundo de la empresa es una especie de pozo sin fondo lleno de lingotes de oro que hay que repartir entre los menesterosos, empezando por ellos mismos, pozo que, además, nunca mengua por mucho que se saque. La idea de que para repartir hay que crear primero no entra en su mollera, del mismo modo que no entienden que la creación de riqueza es el final de un proceso complejo en el que se aúnan capital, trabajo y tecnología, entre otras cosas. Ellos han decidido especializarse en el reparto de la miseria.
Nunca como ahora fue tan difícil la actividad empresarial, precisamente cuando más necesario sería ayudar a mantener el empleo aligerando burocracia, reduciendo gravámenes y cargas sociales (las
cotizaciones a la Seguridad Social, por ejemplo, ese “impuesto al empleo” que en España está entre los más altos de la
OCDE), y facilitando ayudas directas a las más afectadas por decisiones políticas adoptadas para el control de la pandemia. El dogal regulatorio y fiscal sobre la empresa no deja de apretarse. A la citada auditoría salarial se une la reciente normativa sobre el “teletrabajo” que, mediante el Real Decreto-ley 28/2020, de 22 de septiembre, carga en la cuenta de la empresa los costes inherentes a los medios y herramientas de trabajo y podría llegar a alcanzar al material de oficina, la luz, el teléfono, la calefacción, etc. Crecen los costes y se cierran las posibilidades de aligerar nómina, porque el Gobierno ha prohibido por decreto los despidos procedentes por causas económicas, imponiendo la obligación de mantener el empleo seis meses para las empresas en
ERTE, obligación automáticamente renovada cada vez que se prorroga el mecanismo. Ello por no hablar de los cambios tributarios introducidos en los PGE para este año, tal que la modificación de la exención de dividendos en el
Impuesto de Sociedades o la
subida del Impuesto del Patrimonio. Y por no hablar, también, de la subida de los costes laborales, en particular de las bases mínimas de cotización, en línea con el
SMI, lo que claramente aumenta las trabas añadidas a la actividad empresarial.
Todo son obligaciones, todo cargas permanentemente acrecentadas. En
un país hostil a la actividad empresarial como este, hay algo que nadie oirá nunca en boca de la clase política ni verá en los medios de comunicación: el verbo crecer y su sustantivo, crecimiento. En el inconsciente colectivo del español medio figura grabada a fuego la sospecha hacia el empresario, la presunción de culpabilidad que todo emprendedor se merece por el simple hecho de serlo, de ahí que sea necesario imponer más y más regulaciones, más controles, más vigilancia, una pulsión que llega al ridículo de hacer obligatoria la maquinita de fichar para los empleados como una forma de evitar que el malvado patrón se enriquezca con las horas extras (“Real Decreto-ley 8/2019, de 8 de marzo, de medidas urgentes de protección social y de lucha contra la precariedad laboral en la jornada de trabajo”).
La sospecha hacia el empresario y la entronización de los sindicatos como auténtico poder fáctico en la empresa. Hace menos de un mes,
el Consejo de Ministros acordó subir en más de un 56% la partida de las subvenciones a los sindicatos, la mayor subida de los últimos 10 años.
Sube la paga sindical y deja tiritando a los autónomos, cuya cuota acaba de escalar de 289 a 433 euros en plena pandemia y con la economía arrasada. Todo son invitaciones a dar cerrojazo al negocio y tirar la llave al río o, en otro caso, irse a la economía sumergida. “No vamos a dejar a nadie atrás”, dijo en su día
el vicepresidente Iglesias. La realidad apunta a que, en el insoportable horizonte de paro que nos aguarda a la vuelta de la esquina (como acaban de recordarnos los datos de febrero), no habrá nadie delante ni detrás: solo una masa informe aspirando a vivir de la caridad pública.
“Hemos capado la capacidad de crecimiento de nuestras empresas”, asegura un emprendedor madrileño con amplio currículo, “nadie quiere crecer, nadie quiere superar los 50 empleados porque entonces entras en
la ruleta infernal de los sindicatos y sus liberados sindicales. Ahí está la raíz de un viejo problema de la economía española: la ausencia de empresas de tamaño medio; aquí hay unas pocas grandes empresas y muchas muy pequeñas, con serias dificultades para competir y coger envergadura”. “El país está gripado”, señala otro emprendedor con miles de empleos a sus espaldas. “El empresario que progresa y crea riqueza es porque se lo quita a los demás. Es la idea prevalente en una izquierda que tiene el corazón podrido y el intelecto cortocircuitado. Algo que cree a pies juntillas una parte del Gobierno de coalición”. ¿En qué cree
Sánchez? En el poder, solo en el poder.
Nadia Calviño, la única que podría imponer sentido común, no lo hará como no lo hizo
Solbes en su día con
Zapatero. No es extraño en estas circunstancias que el capital, como el talento, huya de España. “Aquí solo vienen a invertir los grandes fondos a la búsqueda de gangas que comprar entre los desguaces de nuestras empresas en quiebra o a punto de”.
Si al horizonte descrito se le añade una situación de orden público rayana en la anarquía, habremos completado el cuadro. Es el caso de
Cataluña. ¿Está pensando Volkswagen en abandonar Martorell? Es lo que, de acuerdo con fuentes informadas, hay que deducir del viaje del rey
Felipe VI a la factoría catalana de Seat en compañía del señor Sánchez. Más que una visita de cortesía o un viaje de relaciones públicas, esta ha sido la demostración del empeño personal del monarca por convencer a los gestores alemanes, al presidente del grupo Volkswagen,
Herbert Diess, y al de Seat,
Wayne Griffits, de la necesidad de que la multinacional continúe en Cataluña y no traslade su producción a Argelia. Su permanencia en Martorell ya estuvo en el alero hace un par de años, con motivo de los disturbios provocados por la sentencia del ‘procés’ que llegaron incluso a parar la producción.
Luca de Meo, entonces capo de Seat, señalaba que la inestabilidad de Cataluña asustaba a los inversores. Ahora esa continuidad vuelve a estar en el alero, con motivo de las demandas de Volkswagen para convertir Martorell en base del futuro coche eléctrico de la firma, lo que implica el montaje de una fábrica de baterías cercana a la planta. Ante la importancia del envite, el Gobierno ha respondido de inmediato: este mismo viernes, horas antes de la visita del Rey, se anunciaba la creación de un consorcio público-privado, con Seat-Volkswagen e Iberdrola, para la puesta en marcha de la primera fábrica de baterías para vehículos eléctricos en España.
La continuidad de la multinacional, con todo, dependerá de que salgan los números del coche eléctrico y, sobre todo, de que Cataluña deje de ser el lugar inhabitable que es hoy. Los buenos oficios del rey Felipe no serán suficientes.
La huida de Volkswagen terminaría por dejar a Cataluña convertida en un solar industrial, algo que, al parecer, es la meta que persiguen los conductores de almas del nacionalismo, esa clase dirigente de la Dinamarca del Sur que el viernes hizo mutis por el foro y no acudió a Martorell, poniendo una vez más de manifiesto su paletismo en una auténtica apoteosis de ignorancia y soberbia.
Todas las esperanzas españolas de supervivencia están ahora puestas en los
fondos europeos, presentados como una especie de maná (el nuevo pozo de los lingotes de oro) capaz de rescatar al país de las miserias acumuladas por las ideologías disolventes y la ausencia de reformas. Eso dice el lenguaje oficial, porque la letra pequeña de este episodio tiene otra música, un son que huele a corrupción y suena a clientelismo por los cuatro costados. El señor
presidente del Gobierno ha decidido apropiarse de esos fondos (los 72.000 millones gratis total) y residenciarlos en
Moncloa para repartirlos a conveniencia, en lo que sería una utilización partidaria de los mismos reñida con cualquiera de los principios de coherencia, eficacia y rentabilidad económica y social que pregonan sus exegetas.
El informe del Consejo de Estado relativo a los susodichos fondos, que el Ejecutivo ha pretendido ocultar a la opinión pública, es ilustrativo de los errores de concepción del proyecto y de las intenciones de esta banda de irresponsables descuideros que se ha hecho con el poder en España. Apenas dos botones de muestra: el Consejo critica, en efecto, “la
supresión de la práctica totalidad
de los instrumentos de control previstos con carácter general para la suscripción de convenios y sus eventuales modificaciones”, así como asume que “la regla general debe ser la sujeción a
fiscalización previa, sin perjuicio de que la misma se limite al examen de los requisitos básicos”. El Gobierno de Sánchez no quiere ningún control sobre los fondos y su gestión, de modo que no hace falta ser adivino para sospechar que los despilfarros de hoy se convertirán en los escándalos judiciales de mañana, vale decir de los próximos diez o veinte años, con su nómina adherida de nuevos ricos, entre los que sin duda se hallarán los capitanes de nuestras grandes empresas, tipos dispuestos a medrar con un maná que les ha convertido en mansos corderitos a la hora de censurar las tropelías de Sánchez & Cía.
Hacer empresa y
crear empleo es cada día más difícil y arriesgado en esta España extraviada. Nada invita a embarcarse en un proyecto empresarial que por definición implica arriesgar dinero, salvo un suicida instinto de perderlo. El dinero y quizá también la salud.
El horizonte inmediato no puede ser más negro. Los datos de febrero hablan de una caída de la actividad y de un incremento del paro. Tras la momentánea recuperación de finales de año, hemos entrado en un nuevo parón recesivo. Las familias españolas vuelven a reducir el consumo y apuestan por el ahorro a futuro. El Gobierno, tan dado a los anuncios pirotécnicos, ha reportado
ayudas para las empresas por importe de 11.000 millones, pero la señora ministra de Economía no tiene ni idea a día de hoy de dónde saldrán esos millones. Como siempre, simples globos sonda, pura verdura de las eras.