PUNTUACIÓN: 9.5
¡Qué peliculón! Lo de Alexander Payne es un misterio: hay pocos cineastas contemporáneos que sepan hacer equilibrios en la cuerda floja con tanta habilidad como él, y además aparentando que están caminando por terreno asfaltado. En otras manos, Los descendientes podría haber sido un desastre: otro director habría potenciado el lado cínico de la trama, poniéndose por encima de los personajes, o habría abierto el grifo de la lágrima fácil, fomentando el sentimentalismo del conjunto.
No es el caso de Payne. Lo que hace grande a esta película con apariencia de obra menor es la justa graduación del tono. Payne no retrata a su protagonista como un perdedor, aunque tengamos la impresión de que se equivoca en todo momento, o de que duda en los instantes en que debería pasar a la acción, o de que es demasiado impulsivo cuando debería reflexionar. Es mérito de George Clooney el pintar con una buena capa de dignidad a este abogado adicto al trabajo, que tiene que enfrentarse con el duelo, con sus dos hijas -a las que apenas conoce- y con un secreto que le estalla en la cara sin perder la compostura.
Es mérito de Payne el hecho de vincular lo que parece una subtrama -la venta de una hermosa parcela de tierra en una isla hawaiana para construir un complejo turístico, venta que Clooney gestiona en nombre de un batallón de tíos y primos- con la trama principal, haciendo de Los descendientes una película sobre la filiación, sobre la necesidad de reivindicar los vínculos del hombre con sus raíces y la tierra que le ha visto nacer y crecer, y también sobre la responsabilidad que tenemos hacia nuestro pasado y hacia nuestro legado.
Es la película de un gran observador y de un gran detallista: una piscina tapizada por la hojarasca y los zuecos que Clooney se coloca después de descubrir el secreto que guardaba su mujer insatisfecha, ahora en coma, para correr a casa de los mejores amigos de la pareja, definen la mirada de un director que no pierde ni una sola oportunidad para añadir capas de significado a la historia que cuenta. Incluso el personaje más antipático de la función, el suegro de Clooney, interpretado por Robert Forster, tiene su merecido momento de redención.
No hay muchos cineastas que se tomen su tiempo para escuchar a sus personajes. Hay una secuencia de Los descendientes que se define precisamente por la capacidad de escuchar del protagonista, que es la de Payne: a media que Clooney habla con el amigo de su hija, que parece un ‘nerd’, descubre que la vida de las personas es mucho más compleja que lo que delata su superficie. Y eso, que es una perogrullada, no es fácil encontrarlo ni en el mundo en general. Eso, lectores, es la empatía, y Los descendientes es una gran película empática.