La Comisión Europea presenta una propuesta sobre
la calificación de la energía nuclear y del gas como “energías verdes”, imprescindibles para descarbonizar la economía.
El Gobierno español ha manifestado su disconformidad, en coherencia con nuestro Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC). Coincido plenamente con este rechazo.
Evidentemente, cada país parte de situaciones muy diferentes; pero la UE no puede retroceder en su liderazgo mundial en energías renovables —las únicas verdes—, a causa de una decisión provocada por
la especificidad de Francia (muy condicionada por un 70% de electricidad nuclear),
o de Alemania (defendiendo un mayor uso del gas, debido al despliegue insuficiente de las renovables, mientras culmina el cese de todas sus centrales nucleares).
La UE tiene instrumentos (incluida la regulación del mercado eléctrico) para mitigar las dificultades de ambos países, sin necesidad de establecer una calificación de la nuclear y del gas, que retrasaría la plena implantación de las energías renovables, facilitando un desvío de recursos hacia opciones energéticas no sostenibles.
En particular, quisiera compartir algunas reflexiones sobre la energía nuclear. El caso de Francia es absolutamente singular, fruto de decisiones políticas que propiciaron un extraordinario avance tecnológico así como la consolidación de una industria de equipos nucleares —incluida la industria bélica—, difíciles de obviar. Pero hay que recordar que la energía nuclear ni es limpia, ni barata ni segura.
Dicha energía fue concebida para la destrucción, y posteriormente adaptada y promovida para generar electricidad. Son literalmente incalculables los recursos, en su mayoría públicos, empleados durante décadas para esa readaptación hacia los “átomos para la paz” (adicional al mantenimiento de un importante arsenal bélico nuclear, asociado a un sector industrial interesado en la continuidad del uso pacifico de esta energía). En contraste,
las ayudas públicas a las energías renovables han sido seis veces inferiores a las otorgadas a los combustibles fósiles, de acuerdo con los informes de la OCDE.
La energía nuclear no es ni limpia ni segura: la extracción, tratamiento y traslado del uranio comportan elevados riesgos para la salud; y son incalculables los costes del almacenamiento, en estrictas condiciones de seguridad, durante miles de años, de los residuos radioactivos —aún pendiente de solución técnica definitiva—. Las generaciones futuras heredarán dichos costes, sin haber participado en la decisión sobre esta tecnología, detrayendo recursos que podrían aplicarse a los grandes desafíos globales (salud, clima, educación...).
Todo lo anterior resulta invisible en el convencional análisis de las ventajas económicas de la energía nuclear, muy centrado en el bajo coste marginal (entorno a los 20€ Mw/h) de una energía producida en plantas ya completamente amortizadas.
Sin embargo, el vigente modelo de formación de precios de la electricidad retribuye a la energía nuclear de acuerdo con el coste del gas natural, mucho más elevado, generando beneficios extraordinarios —caídos del cielo— a las empresas titulares; aunque parte de esta energía se vende en contratos con precios fijos a largo plazo, y los beneficios efectivos dependen de la evolución de los precios internacionales.
Resulta pues muy discutible la consideración de la energía nuclear como barata, incluso en centrales existentes y amortizadas. De hecho, la construcción de nuevas plantas solo se plantea allí donde el propio Estado asume buena parte del coste de esta inversión (Francia, China…) y/o garantiza una elevada retribución al capital privado (Reino Unido, Estados Unidos).
En cuanto a la seguridad de la energía nuclear, hay un antes y un después de
la catástrofe de Fukushima en 2011: de acuerdo con numerosos informes, podría haberse producido incluso en ausencia del tsunami, dados los importantes fallos en la aplicación y vigilancia de los requisitos exigidos por el organismo regulador. Este accidente resultaba inimaginable en un país como Japón. Aunque la probabilidad de accidentes graves en las centrales nucleares es mínima —si se cumplen estrictamente las condiciones de su regulación—, aquellos pueden acaecer, a modo de “cisne negro”. Son inestimables los costes económicos y humanos provocados en Fukushima, dado el actual desconocimiento del tiempo que tardarán en recuperarse (parcialmente) las condiciones de vida en el entorno de la central, así como de los efectos a largo plazo sobre la salud física y mental de la población afectada. Fukushima fue el detonante de la decisión de Merkel sobre el abandono definitivo de la energía nuclear en Alemania.
Alguna consideración adicional sobre
el supuesto carácter de energía limpia de la nuclear: aunque no emita CO2 mientras funcionan las centrales, sí lo hace a lo largo de su prolongadísimo ciclo de vida (incluida la minería del uranio, con graves efectos ya comentados), hasta el almacenamiento definitivo de sus residuos radioactivos.
La generación eléctrica con energías renovables constituye ya una alternativa abrumadoramente competitiva: falta desarrollar plenamente las tecnologías para su almacenamiento y las interconexiones entre países, para lo que resultan cruciales los fondos Next Generation. España puede convertirse en la gran potencia europea en producción, almacenamiento y exportación de energías renovables. Solo se requiere continuar la senda iniciada por nuestro Gobierno, asi como la modificación, por parte de la Comisión Europea, del mecanismo de fijación de precios de la electricidad, concebido en un contexto muy diferente al actual, para trasladar a los consumidores la creciente reducción de costes de las renovables.