Pues, con todo el berenjenal político que se ha montado alrededor del coronavirus, no se me ha ocurrido otra cosa que revisionar The Killer Elite.
Supongo que me resultaba refrescante la idea de volver a ver cómo Peckinpah se tomaba a guasa todo ese teatrillo ridículo que rodea a los gobiernos, las agencias de inteligencia, la toma de decisiones de los grandes centros de poder en torno a problemas verdaderamente graves... Esa seriedad impostada y mendaz de los despachos (y las tribunas de prensa) en paralelo a una risible escena de tollinas en el aeropuerto (que termina con un invitado sorpresa enseñándole la huevada a los representantes de la autoridad). Porque todos sabemos que ComTeg no existe... que la CIA no hace esa clase de cosas (y que Pedro lo tiene todo bajo control).
Sam nos lo deja claro desde el minuto uno; antes incluso de comenzar con los créditos... para, una vez que empiezan, resumir también (al estilo de su admirado Saura y sus hurones enjaulados), no sólo su vinculación personal con la película (alimenticia) sino también la del público (éste es el alpiste que os da de comer Papá Estado para teneros contenticos y controlados) y la de los propios personajes (que se tragan todo el menú de trolas e iniquidades preparado por los de arriba casi sin rechistar). Uno de esos montajes extraordinarios, marca de la casa, que sitúa las piezas humanas en el tablero mediante metafóricos insertos del mundo animal: patos, gallinas, escorpiones, hormigas, camellos, ratas, gatos, perros, ciervos, ovejas, lagartos... y aquí, una desagradable pajarraca que da de comer a sus excitados polluelos (una imagen particularmente elocuente, ya que al trasladarla a nosotros resulta no sólo inquietante y perturbadora, sino que causa repulsión).
The Killer Elite tal vez sea un Peckinpah menor... pero a mí me sigue pareciendo una película sensacional. Hay un lenguaje visual muy personal y expresivo, tanto a nivel de composición como de montaje (por momentos muy arriesgado), y que adopta diferentes formas según se ponga el foco en la historia (las ideas y conceptos que maneja), los personajes o el propio marco geográfico por el que se mueven. San Francisco se ha rodado innumerables veces... pero aquí hay un cierto toque de distinción, elegante pero desenfadado, que transmite una curiosa mezcla de sensaciones (entre admiración y extrañamiento). Puede ser el multitudinario caos de sus calles para reforzar el sentimiento de indefensión de un personaje, o la soledad de las afueras para transmitir la incomunicación o el retraimiento de otro. Conmoción, melancolía, desdén, euforia... Las imágenes parecen estar vivas y laten con pasión para que todas esas emociones traspasen la pantalla.
En ese sentido me encanta también el cariño y la autenticidad con la que retrata Peckinpah a sus personajes, sin necesidad de contar nada... sin salirse por la tangente (el enigmático rechazo a Burt Young en primera instancia; el gesto de ternura hacia Bo Hopkins, poco después del puñetazo, con éste agachando la cabeza como un niño agradecido...). Es como una telaraña de relaciones perversas (son asesinos, al fin y al cabo) en la que, en medio de lo tormentoso (de lo azaroso, engañoso e incontrolable) todos parecen buscar en el otro un atisbo de verdad; de auténtica devoción y lealtad que justifique de alguna manera el seguir levantándose por las mañanas y luchar contra esa marea invencible que nos mece al penoso son que quiere.
Recuerdo ver impactado, de chaval, la traición de Duvall a Caan; esa escena me quedó marcada a fuego... me pareció desgarradora (suena exagerado... pero es así). Todo ese in crescendo previo de risas y bromas (de putadas que no son tal y que definen no sólo la relación sino el carácter de los dos personajes) explota en la gelidez de la escena de la ducha. ¡Qué bien rodada está, joder! Uno, en una esquina, con aspecto de cascarón vacío (y, sin embargo, podemos sentir el conflicto que bulle en su interior... nos involucra) y el otro en la otra, ingenuamente despreocupado; y nosotros que ya sabemos lo que va a pasar (porque Duvall se acaba de ventilar al protegido a sangre fría...). ¡MARAVILLOSO!, coño...
Luego viene todo el tema de la hospitalización y rehabilitación... que es una barbaridad. Peckinpah se recrea especialmente aquí, se involucra a nivel personal... no es difícil verle a él en lugar de a Caan en todo ese segmento. Al principio, escalofriante en su detallismo (heridas, cicatrices, pegajosos esparadrapos... lo de quitar los diferentes yesos casi en tiempo real.... En esta revisión me he acordado de Robocop); y después un camino largo, tortuoso, incómodo, tedioso... por momentos humillante, para poder recuperarse (no me extraña nada el apunte de Shinji Aoyama sobre la dignidad humana; o que Kiyoshi Kurosawa sea fan...).
La película, para muchos, pega un gran bajón en su tercio final... pero yo sigo viendo muchas virtudes ahí, incluyendo el puteo a la asiática enchufada; la magnífica conversación entre sombras en el puerto; el destino de Duvall y las reacciones que desencadena; o el despiporre ridículo con los ninjas...
Una pena, eso sí, no poder disfrutar de ese final ("a lo Brecht") con Crazy Lee regresando de entre los muertos.