Harkness_666
Son cuatro
Chungking Express, de Wong Kar-Wai
Son dos historias en torno al desengaño amoroso y la superación de una relación pasada, de una ingenuidad pasmosa, con unos personajes que lo mismo parecen idiotas, o infantiloides, que enternecedores… o todo a la vez, pues en el fondo las criaturas de Juancar son como todo hijo de vecino y experimentan unos conflictos tan triviales como inherentes a media humanidad: el ansia de felicidad, la pérdida de un sentimiento tan efímero como el amor, la búsqueda incesante de ese ser amado. Su soledad acaba siendo compartida por otros que están igual que ellos (igual de perdidos), importando las casualidades, el encuentro casi por azar de almas anónimas entre la muchedumbre. Sin atenerse a un guión previo, la segunda historia surge de la primera con naturalidad y no faltan paralelismos, como el intercambio de papeles (ilusos soñadores vs. serios taciturnos), los mismos temas obsesivos (amor y desamor), cambiando la temática, el tono y el desarrollo: una cosa con atisbos de thriller, con sus tiros, persecuciones, fatalismo, etc. frente a una comedia romántica con un final digno de El apartamento, en la que los aviones son esas oportunidades, esos amores que vienen y se van, y Californa es un lugar de enseño que igual es sólo algo que has escuchado en una canción.
Al final incluso da la impresión de los conflictos y quienes los protagonizan son lo de menos. Los romances de Wong son poco o nada sexuales, parecen más el intento por dar forma a una sensación inestable, mediante una narrativa como a retazos, de montaje brusco, confesiones en off y efectos visuales tipo cámara step-printing (que hoy nadie en su sano juicio utilizaría, pero habitual del cine made in Hong Kong), plasmando esa transitoriedad de la vida moderna, como mezclándose el cine y la vida que palpita en cada secuencia (esos ambientes callejeros bulliciosos, esos anuncios publicitarios, entre el realismo y el artificio), con mucho movimiento y apenas tres o cuatro temas musicales repetitivos… entiendes que ésto lo apadrinaran Tarantino y los de Cahiers, siendo muy deudor de la nouvelle vague. Se nota el final del milenio, esa fecha próxima (como la caducidad de la piña) a la vuelta de la esquina y sin saber nadie lo que le espera. Muy reveladora la relación con unos objetos (la comida, los peluches, la ropa que “llora”, los uniformes, el avioncito…) que cobran significado más allá de lo impersonal cuando la gente proyecta en ellos sus más íntimos anhelos. Y lo mismo ocurre con esos espacios cotidianos y de tránsito, como el local de comidas que vincula las dos tramas.
Y está la cuestión del tiempo, ya de por sí una vivencia subjetiva e indeterminada, con su componente de nostalgia por lo que fue. Tiempo que se nos escapa ante la vida que pasa, deseo imposible de prolongar lo que ya es cosa del pasado, y a la vez, intento de huir del tiempo, de comenzar de nuevo, pese a tropezar con la misma piedra: esperanza, en fin, en un billete de avión, en un cumpleaños que alguien se acuerda de felicitar.
Son dos historias en torno al desengaño amoroso y la superación de una relación pasada, de una ingenuidad pasmosa, con unos personajes que lo mismo parecen idiotas, o infantiloides, que enternecedores… o todo a la vez, pues en el fondo las criaturas de Juancar son como todo hijo de vecino y experimentan unos conflictos tan triviales como inherentes a media humanidad: el ansia de felicidad, la pérdida de un sentimiento tan efímero como el amor, la búsqueda incesante de ese ser amado. Su soledad acaba siendo compartida por otros que están igual que ellos (igual de perdidos), importando las casualidades, el encuentro casi por azar de almas anónimas entre la muchedumbre. Sin atenerse a un guión previo, la segunda historia surge de la primera con naturalidad y no faltan paralelismos, como el intercambio de papeles (ilusos soñadores vs. serios taciturnos), los mismos temas obsesivos (amor y desamor), cambiando la temática, el tono y el desarrollo: una cosa con atisbos de thriller, con sus tiros, persecuciones, fatalismo, etc. frente a una comedia romántica con un final digno de El apartamento, en la que los aviones son esas oportunidades, esos amores que vienen y se van, y Californa es un lugar de enseño que igual es sólo algo que has escuchado en una canción.
Al final incluso da la impresión de los conflictos y quienes los protagonizan son lo de menos. Los romances de Wong son poco o nada sexuales, parecen más el intento por dar forma a una sensación inestable, mediante una narrativa como a retazos, de montaje brusco, confesiones en off y efectos visuales tipo cámara step-printing (que hoy nadie en su sano juicio utilizaría, pero habitual del cine made in Hong Kong), plasmando esa transitoriedad de la vida moderna, como mezclándose el cine y la vida que palpita en cada secuencia (esos ambientes callejeros bulliciosos, esos anuncios publicitarios, entre el realismo y el artificio), con mucho movimiento y apenas tres o cuatro temas musicales repetitivos… entiendes que ésto lo apadrinaran Tarantino y los de Cahiers, siendo muy deudor de la nouvelle vague. Se nota el final del milenio, esa fecha próxima (como la caducidad de la piña) a la vuelta de la esquina y sin saber nadie lo que le espera. Muy reveladora la relación con unos objetos (la comida, los peluches, la ropa que “llora”, los uniformes, el avioncito…) que cobran significado más allá de lo impersonal cuando la gente proyecta en ellos sus más íntimos anhelos. Y lo mismo ocurre con esos espacios cotidianos y de tránsito, como el local de comidas que vincula las dos tramas.
Y está la cuestión del tiempo, ya de por sí una vivencia subjetiva e indeterminada, con su componente de nostalgia por lo que fue. Tiempo que se nos escapa ante la vida que pasa, deseo imposible de prolongar lo que ya es cosa del pasado, y a la vez, intento de huir del tiempo, de comenzar de nuevo, pese a tropezar con la misma piedra: esperanza, en fin, en un billete de avión, en un cumpleaños que alguien se acuerda de felicitar.